El Airbus despegó del aeropuerto de São Paulo a media mañana. Casi todos los asientos iban vacíos. Simón Draco y Lola, como un matrimonio algo dispar que disfruta de unas merecidas vacaciones por cuenta de la empresa, se acomodaron en una fila solitaria, junto a la ventanilla. En cuanto despegaron, Lola se cubrió las piernas con una manta, se acurrucó en el hombro de Draco y se quedó profundamente dormida. Draco apartó la mirada del mar de favelas que se divisaba desde la ventanilla y la observó con interés. El pelo recogido en una coleta dejaba al descubierto unos suaves pómulos que le daban una apariencia exótica. Quizá en sus ancestros había sangre oriental, pero su carácter tenía toda la desenvoltura de la mujer occidental liberada. En otras circunstancias se habría podido enamorar de aquella mujer, pero el fantasma de Joyce sólo le dejaba espacio para los sentimientos de la venganza y el castigo, que se habían convertido en una pulsión aniquiladora. Volvió a sentir el sabor de la sangre en la boca. Distendió las mandíbulas, cerró los ojos e intentó dormir.
Habían pasado muchas cosas en dos semanas. El primer día lo mantuvieron encerrado hasta que desde Washington se confirmó su identidad y Lola supo que era quien decía ser y no le había mentido. Averiguó además que era especialista en cajas fuertes y ese detalle la animó a reclutarlo para su causa.
—El Turco no es el responsable de la muerte de tu novia.
Draco la miró con expresión incrédula.
—El verdadero responsable está más arriba. Aníbal dos Mares es solamente un hombre de paja. ¿Has oído hablar de Klaus Benz?
—No. ¿Quién es?
—No es muy conocido. En otro tiempo lo llamaban el Carnicero de Belsen. Un nazi notorio que se escapó de la justicia y dirige un imperio financiero desde la selva paraguaya. Es el lavandero del narcotráfico. Tiene un imperio de empresas químicas y farmacéuticas que sirven para blanquear miles de millones de dólares de los cárteles de la droga. Aníbal dos Mares es su testaferro en Brasil. Durante un tiempo hemos estudiado la posibilidad de secuestrar a Benz y llevarlo ante la justicia, pero resulta demasiado complicado. Ahora hemos decidido eliminarlo, pero antes necesitamos abrir la caja de seguridad donde guarda sus archivos. Richard era nuestro especialista pero ya ves que tiene rehabilitación para rato y el tiempo apremia: Benz y el Turco van a encontrarse dentro de quince días. Si estás dispuesto a colaborar con nosotros, será el momento de eliminar al Turco y a Benz. Además, la agencia de narcóticos recompensará tu trabajo generosamente.
—¿Y si me niego a colaborar?
—En ese caso tendrás que permanecer bajo custodia mientras dure la operación. Podrás jugar al ajedrez con Richard.
—Está bien, colaboraré.
Lola sonrió.
—En este caso todavía te queda una pequeña prueba por superar.
Aquel mismo día, al anochecer, lo trasladaron a una oficina de la avenida Soares, la sede de una compañía de aviación filipina de la que tenían la llave. Richard los acompañaba con su pierna enyesada y sus muletas. Lola colocó una silla delante de la caja fuerte.
—Bien, Draco, aquí tienes tu examen de graduación. Benz tiene una caja fuerte de este mismo modelo. Demuéstranos que puedes abrirla.
Era una Berling modelo 73, algo anticuada, con un doble tambor de claves y una manivela de apertura. Una caja de dificultad media, quizá algo complicada para una persona desentrenada y que, en cualquier caso, nunca había sido un especialista. Richard le entregó un sensor eléctrico, Draco lo conectó y aplicó las terminaciones imantadas a la caja, junto a los rodillos de la clave, en la parte exterior donde no había pernos. Se concentró y comenzó a girar lentamente el izquierdo hasta que oyó el primer clic. Pulsó el botoncito rojo del tablero del sensor, que iluminó el número correspondiente. Continuó anotando los clics sucesivos hasta completar el primer tambor y luego repitió la operación con el segundo. Accionó la palanca y la caja se abrió. Richard lo había cronometrado.
—Un minuto y veinte segundos —dijo—. No es ninguna hazaña, pero puede servir.
Lola le dio una palmadita en el hombro a Draco.
—Bien. Creo que este nuevo alistamiento merece una pequeña fiesta. Esta noche cenaremos un rodizio como Dios manda, en Tucupy.
Tucupy era un enorme restaurante popular de la calle Bela Cintra, en el Jardim Paulista, un local de medio pelo, frecuentado por oficinistas negros, por personal del servicio de los edificios colindantes y también por turistas que lo habían visto recomendado en la guía de la ciudad que se distribuía gratuitamente en estaciones y aeropuertos. Estaba claro que la oficina de narcóticos no era excesivamente generosa con sus agentes.
Lola y Draco se acomodaron en una larga mesa donde ya había otra media docena de comensales afanados sobre sendos platos de carne. Jack y Ari llegaron unos minutos después y se sentaron a la mesa contigua. Richard se había quedado vigilando en la oficina.
El equipo de la oficina de narcóticos espiaba las actividades del Turco con un complejo sistema electrónico que incluía micrófonos de barrido capaces de captar conversaciones a cientos de metros, ampliándolas y decodificándolas después de eliminar los sonidos del ambiente, el tráfico de la calle y el zumbido de los helicópteros. Además habían instalado unas cámaras ultrasensibles en la azotea del Santa Gula que captaban imágenes del helipuerto de Araucaria Inc. En Washington había laboratorios capaces de reproducir las conversaciones de los técnicos, del piloto, de los guardaespaldas o del mismo Turco con sólo estudiar los movimientos de los labios, especialmente cuando el sonido del rotor los obligaba a vocalizar bien, elevando el tono de la voz.
De este modo habían obtenido jugosas informaciones que, una vez procesadas y analizadas, les sirvieron para descubrir el escondite de Klaus Benz, el criminal de guerra nazi más buscado después de Bormann y del doctor Mengele.
Un camarero colocó al lado de cada cubierto una chapa de plástico con el nombre del restaurante.
—De este lado, la chapa es verde —le explicó Lola—. Quiere decir que quieres más carne. Si los camareros la ven del lado rojo, pasan de largo sin molestarte.
—La gula regulada por semáforo —concluyó Draco.
—Algo así.
La mujer había reído con aquella risa encantadora que dejaba al descubierto una hilera de dientes perfectos en una boca que, a pesar del carmín, seguía siendo inquietante, como una promesa devoradora, una boca de animal peligroso. Por un momento recordó la boca de Joyce, menos sensual, pero capaz de besos infinitos, y se entristeció.
Lola, como si lo hubiera adivinado, le apretó una mano fugazmente y en seguida la apartó para alcanzar un palito de pan. Draco se quedó mirándola. ¿Había sido un gesto tan inconsciente como parecía? ¿Había algo de sincero en esta mujer que lo atraía fatalmente a pesar del doloroso recuerdo de Joyce?
El rodizio consistía en carnes sucesivas: pollo, salchicha o chorizo, corazón de pollo, giba de cebú, cerdo, ternera, buey, oveja. Los camareros apoyaban la punta del espetón en un escurridor de madera y cortaban un filete que el propio cliente sostenía con unas pinzas.
Cuando Ari se levantó para ir al baño, Lola lo siguió. Unos minutos después regresaron cada uno por su lado y ocuparon sus respectivos asientos. Lola dijo:
—Jack y Ari relevarán a Richard.
Iban a quedarse solos. Draco hizo un gesto para dar a entender que apreciaba la confianza. No obstante notó a Lola algo tensa. Quizá por motivos personales. Había advertido que existía alguna vinculación sentimental entre ella y Ari.
Después del postre de frutas tropicales, Lola llamó al camarero y pagó. En la calle hacía algo de frío.
—Vámonos a casa, Simón —dijo de repente, agarrándose de su brazo—. Te prepararé una caipiriña.
De pronto era una mujer que necesitaba el cariño de un enamorado. Él le rodeó el hombro con su brazo y regresaron paseando.
Draco imaginó una velada romántica, música suave, sorbitos de caipiriña, confidencias y besos tiernos a la luz de las velas, pero Lola, repuesta de su pasajera debilidad, la convirtió en una reunión de trabajo.
—Klaus Benz fue segundo comandante de Belsen y responsable directo de los trabajos de un equipo médico que experimentaba con gemelos y embarazadas —le explicó—. Cuando los americanos liberaron el campo consiguió huir disfrazado de prisionero, con la documentación de una de sus víctimas y la ayuda del Vaticano.
—¿La ayuda del Vaticano? —se extrañó Draco—. ¿Estás sugiriendo que el Vaticano ayudó a los nazis?
Lola lo contempló como si fuera un caso sin remedio.
—Eso fue lo que nos despistó durante años. Sabíamos que Benz era amigo de Walter Rauff, jefe de los servicios de inteligencia alemanes en Italia, y supusimos que habría huido por la llamada ruta de las ratas que Rauff preparó antes de que la guerra terminara, en connivencia con el Vaticano. Esta ruta tenía dos variantes; salía de Múnich, Salzburgo o el Tirol, continuaba por Suiza hasta Génova, Rímini o Roma, donde embarcaban rumbo a Buenos Aires, Egipto, Líbano o Siria. Supimos que en mayo de 1945, un refugiado alemán llamado Klaus Benz había residido un par de meses en el convento franciscano de Roma hasta que pudo viajar con papeles falsos a Egipto. Seguimos esa pista, equivocada, hasta que supimos que el tal Benz había muerto alcoholizado en 1976 en un suburbio de El Cairo, por lo que no era el hombre que buscábamos. El nuestro, un maestro en el arte de borrar el rastro, había escogido la ruta española, mucho menos conocida. En Madrid le suministraron una identidad nueva, con papeles a nombre de un religioso, lo vistieron de fraile y lo enviaron a Sudamérica como misionero. Benz se refugió primero en Argentina, donde fundó la Ferretera Alemana, un gran almacén en el centro de Buenos Aires, y el laboratorio farmacéutico Fadro Farm, este último en sociedad con el médico y criminal de guerra Joseph Mengele.
—¿Y cómo se escapó?
—Toda Latinoamérica estaba llena de criminales nazis huidos de la justicia. Era imposible perseguir a tanta gente. Por otra parte, contaba con la complicidad y la simpatía de las autoridades locales. Muchas filiales de empresas alemanas fueron el refugio de los fugitivos: la Krupp, la Mercedes, la Siemens. En 1949, Benz se trasladó a Chile, asociado con Julius Rauff, el inventor de los camiones de gases, e incluso adquirió una casita veraniega en la colonia nazi de la sierra de Bariloche, una precordillera al sur del país, en la frontera con Argentina, que los alemanes encuentran similar a las laderas austríacas.
Una de las dos velas chisporroteó y se apagó acrecentando la penumbra, como si los invitara a una mayor intimidad. Permanecieron en silencio. Draco estaba sentado sobre la alfombra, Lola en el sofá, a su lado. Alargó la mano para acariciarle el pelo, pero se contuvo. Bebió un largo trago de caipiriña.
—¿Tanto la querías? —preguntó con su voz ronca.
Él tardó en contestar.
—No lo supe hasta que murió. Ahora la necesito mucho. En cierto modo, mientras persigo a su asesino la tengo más próxima. Es como si su vida se prolongara, como si le añadiera un epílogo necesario. Comprendo que tú no lo entiendas. Tú sólo haces tu trabajo.
Lola le acarició la mejilla.
—Créeme si te digo que te entiendo —susurró.
Ella se deslizó del sofá hasta sentarse a su lado, sobre la alfombra. Draco no había tocado su caipiriña. Ella tomó su vaso y bebió un trago. La música había terminado y se oía girar la aguja sobre el disco.
Se miraron. Estaban a punto de besarse.
—No, no —susurró Lola apartándose—. No debemos dejar que estas cosas interfieran en el trabajo.
Draco se sintió humillado, además de contrariado. Solamente era un muñeco en las manos de aquella mujer. Había descubierto que podía abrir una caja fuerte y lo estaba utilizando. Nada más.
—Llevas razón —dijo, disimulando su contrariedad.
Por un momento permanecieron en silencio.
Ella se levantó para colocar un nuevo disco de Carly Simon. Cuando regresó, Draco estaba de pie.
—Será mejor que me vaya.
—¿No quieres otra caipiriña?
—No, ya ha estado bien. Te lo agradezco.
Vagó un rato mirando escaparates por la avenida da Ipiranga. Espantó con un bufido a un par de mendigos que se le acercaron con la mano tendida. En la Consolação, un perro de lanas sucio, probablemente un perro de lujo abandonado, agonizaba en medio de la calle con las tripas fuera tras ser atropellado por un automóvil. Lo arrastró por una pata hasta el borde de la acera. El perrillo lo miraba con ojos espantados y vidriosos.
—Es todo lo que puedo hacer por ti —murmuró—. Y por mí.
Regresó al hotel y se acostó.
Sobrevolando la selva brasileña, con la cabeza de Lola en el hombro, Simón Draco recordó el perro destripado y agonizante. Su vida era tan desastrosa como la de aquel perro que debió de haber conocido tiempos mejores. Había soñado con retirarse y pasar el resto de la vida plácidamente en el campo al lado de Joyce, y de pronto se veía sumido en el horror, en la incertidumbre y en la soledad. Le pidió un zumo de naranja a la azafata.
—Lo ideal sería secuestrar a Benz —había dicho Lola cuando consideraron el futuro—, pero no disponemos de la infraestructura necesaria, aparte de las complicaciones diplomáticas que podría acarrear, al ser el doctor Benz súbdito uruguayo. Es más fácil acabar con él, pero antes habrá que vaciarle la caja.
Lola le enseñó fotografías de la vivienda de Benz tomadas desde gran altura: una hacienda en medio de la selva uruguaya.
—Acabar con él puede ser tan difícil como secuestrarlo, a no ser que se trate de una acción suicida.
Lola sonrió.
—Somos gente civilizada, descartamos acciones suicidas.
La azafata le entregó el vaso de plástico con una sonrisa cómplice. Lola y él debían de parecer una de esas parejas que conservan su amor después de veinte años de matrimonio, una especie de milagro que las almas románticas siempre aprecian.
Al principio, el plan le había parecido descabellado. Después comprendió que, aunque le arrebatara la posibilidad de acabar personalmente con los asesinos de Joyce, su venganza quedaría satisfecha de todos modos. Se preguntó si este Benz que surgía de las brumas del pasado era en realidad el verdadero culpable de las muertes de Joyce y del Coronel, y si la muñeca rusa de las responsabilidades delegadas no le guardaría nuevas sorpresas.
—Pasado mañana, el Turco viajará a Uruguay para reunirse con Benz —había anunciado Lola—. No sabemos cuándo volverán a estar juntos. Debemos aprovechar esta ocasión. Si nos descubrieran, tendríamos que levantar el vuelo. La empresa no es difícil. Reventar la caja fuerte, enviar la señal convenida y alejarnos a medio kilómetro en veinte minutos, antes de que la bomba lo destruya todo.
—¿Qué bomba?
—Una bomba que lanzará un avión.
—¿De qué fantasía me estáis hablando?
—Cuando Benz y el Turco se reúnen, el servicio de la hacienda se reduce al mínimo y el número de guardaespaldas aumenta. Entonces bombardearemos la casa.
—¿De dónde vais a sacar un bombardero?
—¿Quién dijo que lo necesitáramos? Será mucho más fácil. Lo haremos con una avioneta de fumigación agrícola que descargará una única bomba.
—Una avioneta sólo puede transportar un petardo. ¿Cómo haréis para darle al doctor Benz en la cabeza?
—Ese petardo, como tú lo llamas, destruirá toda la casa y su entorno. En cien metros a la redonda no quedará nadie con vida.
—Imposible.
—¿Has oído hablar de la bomba atómica de los pobres, la BEAC? Está prohibida por la ONU, pero, como es natural, se sigue fabricando. Explícaselo, Richard.
—Es una bomba que inventaron los americanos en Vietnam, especialmente para arrasar amplias zonas de selva y convertirlas en pista de aterrizaje para helicópteros. Básicamente se trata de un depósito de aluminio que se lanza desde una altura considerable. El depósito va provisto de un altímetro que lo hace estallar antes de llegar a tierra y libera tres cargas de aire combustible de cuarenta y cinco kilos cada una en medio de una nube de vapor explosivo; las cargas bajan con ayuda de pequeños paracaídas hasta diez metros por encima del objetivo y allí nuevamente estallan y dispersan una carga de combustible líquido pulverizado que, al mezclarse con el aire, produce una intensa onda de presión que aplasta lo que encuentra debajo. La onda expansiva rompe los pulmones, provoca embolias en el cerebro y el corazón, mata por asfixia y produce graves quemaduras. Es una fuerza descomunal liberada en un espacio de terreno reducido. De la hacienda y sus alrededores no escapará nadie vivo. Garantizado.
—¿Qué te parece? —preguntó Lola.
—Me parece que es preferible estar de vuestra parte.
El comandante anunció por megafonía que iban a sobrevolar las cataratas del Iguazú por el costado derecho del avión. Los pasajeros que viajaban en el lado izquierdo se precipitaron a las ventanillas libres de la otra banda con las cámaras y los prismáticos. El barullo despertó a Lola. Abrió los ojos y al percatarse de que estaba echada sobre el pecho de Draco se incorporó de golpe, algo avergonzada.
—Perdón —susurró.
—No era ninguna molestia —dijo él sonriendo—. Al contrario, era muy agradable. Además forma parte del juego, ¿no?
Ella no respondió. Se había sentido bien sobre el poderoso pecho de aquel hombre elemental que no tenía dueño, el último caballero que aún luchaba por vengar a su dama.
Poco después aterrizaron, recogieron el equipaje y tomaron un taxi para el hotel Bourbon Foz do Iguaçu. El hotel estaba en la Rodovía das Cataratas, a tres kilómetros del aeropuerto y a las afueras del pueblo. Era un complejo hotelero moderno con varias piscinas, saunas y un jardín botánico. Como estaban en temporada baja había pocos huéspedes, principalmente jóvenes en viaje de bodas o parejas clandestinas, gigolós con ancianas, o jefes barrigones y calvos con atractivas secretarias, idilios de fin de semana.
Ocuparon una suite con vistas al jardín botánico. La única y enorme cama no figuraba en los planes de Lola. Llamó a recepción para pedir que se la cambiaran por otra habitación de dos camas.
—Perdón, señora —se excusó el recepcionista—, pensé que preferirían una sola cama.
—Pues no, preferimos dos.
Miró a Draco que desde la ventana contemplaba el vuelo de los pájaros exóticos del jardín. El último caballero. Lola pulsó la tecla de repetición de llamada y volvió a comunicar con recepción:
—Olvídelo. Nos quedaremos con esta habitación.
Draco se volvió y la miró sorprendido.
—No podemos levantar sospechas, ¿no? —explicó la mujer desviando la mirada—. Por otra parte ya somos mayorcitos. Hace tiempo que dejamos de ser boy scouts.
—Yo nunca lo fui —dijo Draco—. En mi barrio no había de eso. Mi padre se emborrachaba y golpeaba a mi madre, y yo tenía que ganarme el sustento recogiendo botellas en los basureros.
¿Por qué le contaba aquellas cosas a Lola?
Quizá se estaba aficionando a aquella mujer más de lo conveniente. Debilidades propias de un hombre que acaba de perder a su único amigo y a la mujer amada. Estaba solo. Dentro de unos días, después de cumplir la misión, tomaría un vuelo para Londres y se olvidaría de ella.
Lola colocaba sus cosas en el armario.
—Tengo que comprar algo abajo —dijo—. Subo en seguida.
«Va a hacer una llamada telefónica y no quiere que la oiga», pensó Draco.
Después pensó que iba a llamar a Ari. Ari, del que Lola se había confesado amante ocasional, no disimulaba la hostilidad que profesaba al nuevo miembro del equipo. Los había llevado al aeropuerto y había estado especialmente grosero y displicente. Celos, seguramente.
Draco encendió un cigarrillo y se sentó en el retrete. La forma de copa de cóctel del sanitario era de lo más inconveniente, el bálano rozaba la superficie interior. «Un jodido retrete feminista», pensó, y se rió de su propia ocurrencia.
Estaba bien con Lola, aunque sólo fuera fingiendo que eran amantes. Lamentó que aquella aventura tuviera que acabar tan pronto.
Aquella noche cenaron un rodizio de peixe en uno de los tres restaurantes del hotel, a la luz de una vela. Después tomaron un par de caipiriñas en un reservado con vistas al jardín, mientras en el salón un pianista interpretaba canciones de Amalia Rodrigues y algunas parejas otoñales, ellas con trajes de noche, bailaban abrazadas en la pista central.
Lola habló de su infancia, en un barrio de emigrantes neoyorquinos. Su padre era panadero. Fabricaba cinco clases de pan. Con mucho esfuerzo la envió a la universidad. Un tío policía le consiguió un puesto en Narcóticos. De eso hacía ya cinco años. Al principio como analista químico. Un matrimonio fracasado y un aborto la habían convencido de que debía cambiar de aires. Latinoamérica la atraía y su conocimiento de español y portugués, así como su aspecto latino, ayudaban mucho.
—Al principio creí que estabas liada con Ari —observó Draco.
—Lo estoy… a ratos.
No le gustó aquella revelación. No es que albergara esperanza alguna acerca de ella, pero en cualquier caso la mujer le gustaba y hubiera preferido no compartirla.
—En Brasil es difícil no estarlo, con la sensualidad que te rodea —dijo por decir algo.
—Aquí aman sin complicaciones.
Lola le explicó las complejidades del amor en Brasil.
—Se empieza con paquerar.
—¿Paquerar?
—Sí, acariciarse sensualmente, magrearse.
—¡Ah!
—Después viene el caso, como llaman a una unión sexual ocasional y sin consecuencias, pero si se repite algunas veces se convierte en ficar, aunque sigue sin representar compromiso alguno.
—¿Y si se prolonga más?
—Si se convierte en costumbre es amizade colorida, que con el tiempo evoluciona en simple amizade.
—O sea, amantes.
—Algo así, pero acaba habiendo más amistad que sexo; lo que no suele ocurrir entre los amantes en nuestras sociedades occidentales. Después viene el namoro, o namorar, cuando la relación es pública y notoria y cuenta con cierto respaldo social, pero tampoco significa que haya compromiso. Y finalmente está el compromiso convencional que conduce al matrimonio.
—Bastante complejo.
—En Brasil existen estos grados. Casi todo el que está casado, tanto él como ella, tiene también, simultáneamente, alguna amizade colorida y no rehúye ficar cuando se presenta.
—Ya veo.
Lola miró subrepticiamente el reloj. Hora de subir a acostarse, y de la gran prueba. Se sintió repentinamente tímida. Habían estado hablando de amor y de sexo. Él podía interpretar que era una especie de invitación a la entrega cuando subieran. Se levantó súbitamente.
—¿Te apetece dar un paseo por el jardín, para respirar un poco de aire de la selva antes de dormir?
La invitación lo tomó por sorpresa.
—Sí, sí, claro. Buena idea.