Capítulo 23

Draco encendió el televisor mientras se vestía. En el telediario, José Neto, funcionario del Ministerio de Agricultura, túnica blanca, larga barba patriarcal, tosca cruz de madera en la mano, abría los brazos en ademán papal y predicaba frente a las cámaras de televisión: «Deu, perdoai os nossos dirigentes, des nâo sabem o que fazem».

El ministro de bosques proponía reducir la superficie forestal de la Amazonia para proporcionarle más espacio a las empresas forestales y agrícolas.

Funcionarios del Ministerio de Sanidad habían localizado al agente de bolsa desaparecido tres semanas antes, después de salir a comprar el periódico. No estaba secuestrado. Lo encontraron vendiendo pañuelos en un semáforo. Un trastorno de personalidad achacable al exceso de trabajo.

Un portavoz del Vaticano anunciaba un chequeo rutinario de Wojtyla. «El papa disfruta de una salud envidiable», declaró.

Imágenes en directo: la manifestación de los maestros agrupándose en la plaza de la República antes de partir. En la gran pancarta delantera se leía: «Fora Rose Neubauer. Covasa inimigo da Educaçâo».

Draco se dirigió al Santa Gula con una bolsa en la que llevaba el fusil desmontado. El restaurante estaba tan animado como siempre, con sus clientes y los almuerzos de los oficinistas. Draco forzó la cerradura de un armario de mantenimiento para hacerse con una caja de herramientas. Antes de salir a la azotea se puso el mono azul que llevaba en la bolsa. El día estaba despejado, aunque corría una ligera brisa. Dos helicópteros distantes sobrevolaban la rua Augusta. Cruzó la explanada con naturalidad, fingiéndose obrero de mantenimiento, depositó el envoltorio del fusil bajo el pretil de la terraza, y comenzó a desatornillar una claraboya de la ventilación. Cuando la tuvo desmontada retiró su caparazón de aluminio, de un metro cuadrado, y lo apoyó contra el pretil. Miró el reloj: las tres y veinte. Aníbal dos Mares solía ser puntual. Le quedaban cinco minutos de tiempo muerto. Sacó el fusil de su envoltorio, montó el cerrojo, introdujo cuatro cartuchos en la recámara, ajustó la mira telescópica.

Un helicóptero sobrevoló el edificio. El operario del mono azul se incorporó y lo miró, extrajo un cigarrillo del bolsillo superior y lo encendió. «¡Estos zánganos! —pensó el alto ejecutivo que viajaba en el helicóptero—. Si no tienen a un capataz respirándoles en el cogote, no dan golpe».

Cuando el helicóptero se alejó, Draco volvió a mirar el reloj. Dos minutos para la hora. Se arrodilló junto a la caja de herramientas y vigiló la portezuela de acceso al helipuerto de la Araucaria Inc. Un minuto más tarde se abrió para dar paso a dos guardias de seguridad y al piloto del helicóptero, que se dirigió al aparato y lo puso en marcha. Draco empuñó el fusil y se lo llevó a la cara. A través de la mira telescópica vio a los guardias, un mulato y un retinto, que cambiaban algunas frases y reían. «No tenéis ni idea de lo que se le avecina al jefe —pensó—. Dentro de un minuto estaréis menos ocurrentes». Lentamente, los rotores del helicóptero comenzaron a girar. Cuando Aníbal dos Mares cruzara la explanada estaría moviéndose. Había decidido cazarlo bajo el rotor, antes de subir al aparato, pero cambió de idea: si esperaba tanto, la bala podría impactar contra las aspas del rotor, el mafioso descubriría que le estaban disparando y quizá no habría tiempo para un segundo disparo. Apretaría el gatillo cuando estuviera en movimiento, antes de que alcanzara la sombrilla protectora del rotor. Volvió a mirar a los guardias. Permanecían junto a la puerta y miraban hacia el interior del edificio. Al otro lado de la puerta se adivinaba otro hombre. Aníbal dos Mares daba instrucciones de última hora a un empleado.

Draco controló la respiración mientras presionaba ligeramente el gatillo. Aníbal dos Mares llevaba una gabardina casi blanca y un portafolios de cuero en la mano. Draco le apuntó a la cabeza rapada, negra y esférica, que a través del teleobjetivo se veía grande como una manzana. La punta del dedo flexionada sobre el gatillo aumentó la presión.

En ese preciso momento, un objeto duro se apoyó contra la sien del tirador y una mano enguantada, inusualmente pequeña, desvió el cañón del fusil. Draco comprendió que lo habían cazado. Había descuidado la vigilancia. Supuso que un helicóptero lo había encontrado sospechoso y había radiado su posición a la policía. Una atractiva morena lo estaba encañonando. Sonreía como si deplorara lo que estaba haciendo. Detrás de ella, dos hombres fornidos, armados con pistolas, que no sonreían. Uno era pelirrojo y el otro muy moreno, con la cabeza afeitada. El pelirrojo se inclinó, lo cacheó con destreza y le mostró al otro la pistola Glock. El moreno rapado movió la cabeza aprobadoramente.

—Vuelve a atornillar el ventilador y recoge tu caja de herramientas —le ordenó la mujer. Tenía una voz aterciopelada ligeramente ronca. Draco pensó que, en otras circunstancias, hubiera sonado sensual.

Sus captores vestían de paisano. Evidentemente no pertenecían al servicio de seguridad del edificio. Por otra parte, le habían ordenado atornillar de nuevo la cubierta de ventilación. ¿Qué sentido tenía esto? Un guardia de seguridad no elimina las pistas de la posible coartada del asesino al que acaba de atrapar. Más bien las respeta para lucirlas ante sus jefes y ante la policía.

Con una pistola apoyada en los riñones, Draco siguió a la mujer hasta la portezuela de la azotea. Una vez dentro, ella le dijo:

—Me llamo Lola. Pórtese bien y no tendrá problemas. No queremos hacerle daño. Sólo le haremos algunas preguntas. Quítese ese mono azul.

Draco obedeció. Uno de los hombres lo escondió detrás de un respiradero. Otra vez suprimiendo pruebas.

Bajaron la escalera de servicio. Antes de abrir la puerta que comunicaba con el vestíbulo de los ascensores, Lola se volvió y dijo:

—Ahora yo iré delante y usted me seguirá con la caja de las herramientas. No olvide que mis hombres lo mantienen encañonado. Tenemos que hablar. Si intenta escapar tirarán a matar.

A Draco le pareció que hablaba en serio.

—No se preocupe —dijo—. Seré buen chico.

No, evidentemente no pertenecían al servicio de seguridad del edificio. Actuaban por cuenta propia.

Bajaron cuatro pisos y recorrieron un largo pasillo de oficinas a ambos lados. El pelirrojo sacó una llave con la que abrió una de las puertas. Entraron en una oficina medio desmantelada que parecía un almacén. Eran dos habitaciones con vistas a la calle. Draco se percató de que aquel suelo no había conocido una escoba desde la época del presidente Kennedy. Un hombre joven, con una pierna enyesada, vigilaba la calle con un telescopio montado en un trípode.

—Traemos un invitado —dijo Lola.

—Intentaba cargarse al Turco desde la azotea, en plan Chacal —explicó el pelirrojo.

Lo sentaron en una silla de respaldo rígido, le esposaron las muñecas a la espalda y le colocaron otras esposas en los pies. Lola se sentó delante de él, en el sofá. Era una mujer muy atractiva. Los pantalones tejanos ajustados marcaban unas piernas largas y unas caderas bien curvadas, pero el suéter ancho disimulaba el resto de sus encantos.

—Aquí podremos charlar tranquilamente —dijo Lola. Había encendido un cigarrillo y lanzó una bocanada al aire.

«La tensión del secuestro —pensó Draco—. Ahora vendrán las preguntas».

—Ahora vienen las preguntas —dijo la mujer—. Dejadnos solos.

Los gorilas se fueron a la habitación de al lado.

Lola examinó el pasaporte del prisionero.

—¿Simón Draco? ¿Te llamas realmente así?

—Eso tengo entendido —contestó Draco.

—¿Qué hace un británico tan lejos de su roastbeef?

—Nos gusta viajar.

—¿Sabes a quién intentabas asesinar?

—No intentaba asesinar a nadie. Sólo le estaba tirando a las palomas.

—¿Con proyectiles explosivos? —La mujer rió de buena gana.

Era guapa. Tenía una boca apetecible y unos ojos melados, profundos, orlados de ojeras oscuras. No parecía mulata. Probablemente era tan extranjera como él. Hablaba inglés sin acento brasileño. Podía ser francesa, italiana o hispana.

—Si estás interesado en cargarte a ese hijoputa del Turco, militamos en el mismo bando y eso nos alegra, porque podemos ser amigos.

Draco la miró con extrañeza.

—Sí —sonrió Lola—: pertenecemos a la oficina de narcóticos de Estados Unidos. Has estado a punto de estropear el trabajo de seis meses de más de treinta agentes, y eso no nos hace ninguna gracia. Queremos que nos cuentes para quién trabajas. La oficina se pondrá en contacto con él y llegaremos a un acuerdo.

—¿Y si no hay acuerdo?

—Si no colaboras, disfrutarás de nuestra hospitalidad durante el tiempo que sea necesario. En un lugar muy incómodo. No podemos permitir que nadie eche a perder la operación, compréndelo.

Podía ser una trampa. Podían trabajar para Aníbal dos Mares y hacerse pasar por agentes de narcóticos solamente para hacerle hablar. No obstante, lo tenían en sus manos. Tarde o temprano le harían hablar. Después de todo, contando la verdad no inculpaba a nadie.

—No trabajo para nadie —declaró—. Es un asunto personal.

La mujer pareció sorprendida.

—¿Un asunto personal?

—Un asunto estrictamente personal. Una venganza.

Ella asintió, seria.

—¿Quién más está implicado?

—Nadie más. Trabajo solo.

La mujer se dirigió a la ventana que permanecía con la persiana echada. Habían torcido deliberadamente una de las lamas de plástico para observar la calle y el edificio de la Araucaria Inc.

Lola se volvió hacia su prisionero.

—Dame todos tus datos. Nuestros amigos de Washington los comprobarán.

Draco contó la historia de manera convincente silenciando solamente lo referente a Patrick O’Neill y a Perceval. No quería complicarles la vida a los únicos personajes que le habían ayudado. Lola lo anotó todo. Cuando terminaron era la hora de almorzar. Dio unos toquecitos en la puerta de la habitación contigua. Los dos gorilas regresaron al salón.

—El señor Draco se quedará a comer con nosotros —anunció.

Los hombres no dieron muestras de apreciar el chiste.