El periódico Folha de São Paulo anunciaba una manifestación de carteros y maestros en la avenida Paulista para dos días más tarde. Draco lo leyó con interés en el desayuno. Se calculaba que acudirían quince mil manifestantes. El prefecto de la policía advertía que sus hombres utilizarían gas lacrimógeno y balas de borracha.
—Oiga, ¿qué son balas de borracha? —le preguntó al hombre que desayunaba a su lado.
—Balas de goma.
—¡Ah, caramba! Se va a armar un buen lío —comentó señalando los titulares del diario.
—¿No ha visto nunca una manifestación en la Paulista? Le aseguro que es un buen espectáculo. Yo pienso cerrar mi negocio. El año pasado, durante la manifestación de los agrónomos, lo dejé abierto, lo saquearon y casi me arruinan.
—¿Qué tiene usted, un supermercado?
—No, algo más serio. Soy propietario de la cadena La Casa dos Assentos. Tengo veinte establecimientos repartidos por todo el país.
—¿Assentos?
—Asientos sanitarios. Tapas de retrete. Treinta modelos distribuidos en cinco series distintas, en poliéster, almohadillados, en madera lacada e infantiles. Si le interesa comprar un buen asiento de retrete, venga a ver mi exposición, tres manzanas más abajo. Le atenderé personalmente. Ahora me tendrá que disculpar, tengo que abrir la tienda.
Draco cerró el periódico y apuró su café. Manifestación en la Paulista, lío con la policía, confusión, carreras, cargas policiales, río revuelto, el momento indicado para realizar el atentado.
A la hora del almuerzo regresó al Santa Gula y comprobó que no había dificultad alguna para acceder a la azotea superior. Por la tarde compró un mono de trabajo usado en un mercadillo. Le estaba un poco ancho, pero serviría.
El recepcionista del hotel, un mulato de luminosa sonrisa artificial, le indicó los lugares de ambiente.
—También hay algunos dancings en Campo Belo, señor, cerca de Santo Amaro, pero de noche puede ser un lugar peligroso para un extranjero.
Draco compuso un gesto espantado.
—¿Atracadores?
El mulato asintió solemnemente.
—Sí, señor, mala gente. Allá va poco la policía.
Draco salió a la calle y anduvo un par de manzanas antes de tomar un taxi para Campo Belo.
—Lléveme a un local donde se baile brasileño.
—¿Mulatas sudorosas y peleas de gallos, algo así?
—Algo así.
El taxista lo dejó en una calle suburbial, mal iluminada, con putas haciendo la acera y camellos cuidando el negocio. Grupos de negros cuchicheaban delante de improvisadas candelas, en viejas latas de brea. Hombres con pinta de reclutas entraban y salían de discotecas y bares de aspecto cochambroso. No faltaban los borrachos, los mendigos y toda clase de tipos marginales. En cuanto a los lugares de diversión, la oferta no parecía muy variada: un establecimiento se llamaba As Fogosas; otro, Garota Bum. Casi todos se anunciaban con una luz pobre de neón de colores chillones. Todos parecían iguales. Al final entró en Gata Bumbum Dourado, y se arrepintió inmediatamente porque el local estaba atestado, aunque decidió seguir adelante y se abrió paso entre el rebaño humano hasta hacerse un hueco en la barra, casi totalmente ocupada por una bulliciosa clientela. Detrás del mostrador, donde solicitó una caipiriña, había un espejo y estantes con botellas viejas, vacías. El papel pintado de las paredes era horrible. El brebaje que daban por caipiriña era espantoso. Un tipo calvo y grasiento le ofreció:
—¿Crack, garotas, muchachos?
—Largo de aquí —respondió Draco.
Le escupió a los pies y se alejó murmurando bendiciones.
Draco esperó a que volviera a la barra un camarero, especialmente mal encarado, que servía las mesas.
—¿Quieres ganarte una propina? —le preguntó.
El camarero ni siquiera lo miró.
—¿Qué hay que hacer?
—Necesito una pistola.
El camarero asintió, desapareció por una puerta en la que se leía «Privado» y volvió a los cinco minutos.
—Un hombre llamado Manuel Peixe te está esperando dos calles más abajo, en la calleja del restaurante Gran Muralla. Él te ayudará.
—¿Cómo sabré quién es?
—No tiene pérdida: le falta el brazo derecho.
Al Manco Peixe, aquella noche no le salieron las cuentas. Con su dentadura de porcelana de seiscientos cincuenta dólares que acababa de estrenar partida de un puñetazo y el brazo sano retorcido sobre el omóplato a punto de salírsele de su encaje, gimió una vez más para que el extranjero se apiadara de su desgracia, pero éste apretaba aún más la dolorosa presa. Finalmente, protestando de que aquello le podía costar la vida, accedió a telefonear al Moro.
—¿Moro? Soy el Manco. Aquí tengo a un amigo que te quiere proponer un negocio.
—¿Qué clase de negocio?
—Un alquiler.
El Moro se tomó su tiempo antes de responder.
—¿Quién es?, ¿por qué no llama personalmente?
—Es que es nuevo en la plaza. Es inglés, creo.
Draco le arrebató el teléfono.
—Escucha, Moro. Te pagaré el doble de la tarifa. Necesito un arma especial y no quiero preguntas.
El Moro, debatiéndose entre la codicia y el recelo, se mantuvo un rato en silencio. Al final prevaleció la codicia.
—¿Qué clase de arma?
—Un fusil Heckler & Koch 33 o similar, con mira telescópica.
Nuevo silencio.
—Eres un killer, ¿eh?
—No, lo quiero para cazar patos en el Paraná.
Una risilla siniestra apreció el chiste.
—Es un arma rara. Casi todo lo que alquilo son Uzis o pistolas. Después del atraco las devuelven.
—¿La tienes o no la tienes?
—Puedo procurármela. Pero te costará bastante.
—¿Cuánto es bastante?
—Digamos cinco mil dólares por día, pero tendrás que depositar otros veinte mil que te devolveré cuando reintegres el arma.
Era un abuso, pero no iba a ceder en su empeño por una simple cuestión de dinero.
—Está bien.
—Okay. Llámame mañana a las nueve y te diré dónde nos encontramos, pero debes venir solo. No quiero sorpresas, ¿eh?
Draco regresó al centro, se tomó un sandwich de jamón y queso con caipiriña en el bar del hotel y se acostó. No lograba conciliar el sueño. Puso la televisión. La travesti Andréia de Maio, famosa transformista de la boîte Prohibidu’s, calle Amaral 69, se quejaba ante un famoso entrevistador con peluca y chaqueta de cuadros del poco aprecio social que se les tiene a los travestis. Andréia se proponía crear un nuevo partido político para agrupar a las minorías marginadas. Durante la entrevista, un pequeño pequinés, que atendía por Al Capone, no cesaba de enredar con el cable del micrófono. El de la peluca intentó apartarlo y el perrito le mordió en la mano. Los inconvenientes del directo. Mientras curaban al herido pasaron anuncios. Bebidas gaseosas que fomentaban el meteorismo, bragas, agencias de investigación. Draco prestó atención: «Roubo a bancos. Investigaçoes sobre crimes contra patrimonio».
—Indudablemente es una tierra con gran futuro para los de mi profesión —murmuró antes de apagar el televisor.