Capítulo 20

Draco cruzó nuevamente la calle y entró en el edificio de oficinas. Una pared del vestíbulo, tan amplio como el de Victoria Station, estaba ocupada por un enorme directorio donde se consignaban trescientos nombres de empresas u oficinas con su correspondiente ubicación dentro del edificio. En el piso treinta y siete, el último, un restaurante llamado Santa Gula, «Arte y gastronomía», ocupaba siete casillas del directorio; supuso que corresponderían a otros tantos módulos. Un restaurante grande para hombres de negocios, un río continuo de caras nuevas en las que los camareros no tienen tiempo de fijarse. Tomó un ascensor y pulsó el 37.

En el ascensor dos gordos discutían vivamente.

Ser um país desorganizado da tanto ou mais trabalho que ser um país serio —decía uno.

—Hay que desmatar más —replicaba el otro—. Esos árboles son oro. Si no los aprovechamos nosotros, lo harán los que vengan detrás. Eso de que seamos el pulmón de la tierra, mientras ellos especulan con sus sembrados, que también fueron bosques, no nos debe intimidar.

En el restaurante, a la hora del almuerzo, una muchedumbre de oficinistas conversaba ruidosamente en mesas ordenadas con tanta gracia como las del comedor de un penal. Draco aguardó disciplinadamente a que se desocupara una de las mesitas individuales con vistas a la avenida Paulista. Pidió una cerveza mientras examinaba la carta. El vuelo le había despertado el apetito. Se decidió por una feijoada, un potaje de judías negras con trozos de vaca, cerdo, embutidos y rabo y oreja de cerdo, acompañado de un arroz farofa y una salsa de pimienta picante y adornado con rodajas de naranja. Mientras daba cuenta del contundente almuerzo, estudió el edificio de Araucaria Inc. El muro de cristal ahumado no permitía distinguir las separaciones entre los despachos. Por ese lado no había nada que hacer. Abajo, los controles debían de ser rigurosos, por lo que colarse era imposible sin apoyo externo. Vio que en la azotea estaban, en un primer nivel, los respiraderos y las salidas de humos y a unos tres metros la amplia explanada del helipuerto, con una enorme H en un círculo blanco. Calculó una distancia de unos veinte metros desde la caseta de salida hasta el centro del círculo, un espacio despejado más que suficiente para cazar al pez gordo disparándole desde el edificio de enfrente.

Se comió pausadamente la sandía y los higos del postre, mientras pensaba dónde se procuraría el arma adecuada. En Europa hubiera sido fácil, pero en Brasil no conocía a nadie.