Simón Draco se recreó en la perspectiva de la rua Augusta, en la que los mejores arquitectos del mundo habían rivalizado por crear el rascacielos emblemático de la modernidad del último cuarto de siglo: el cemento de los años setenta, el acero y cemento de los ochenta, el cristal ahumado y el acero oscurecido de los noventa, los edificios Le Vert, el parque Ibirapuera, el Complejo Caesar. Confundido entre los turistas y los paseantes desocupados, Draco curioseó los variopintos productos que ofrecían los tenderetes de baratijas a lo largo de las anchas aceras: las pasables imitaciones de Rolex a diez dólares; los cuadros de los artistas callejeros; los puestos de los voluntarios de la Cruz Roja, que tomaban la tensión; las pirañas disecadas, con sus feroces mandíbulas abiertas exhibiendo la hilera de malignos dientecillos cónicos.
—A un cruceiro la pequeña; a dos cruceiros la grande —lo animó un vendedor negro—: un delicado souvenir para colocarlo encima del televisor, señor.
Banqueros, agentes de bolsa, hacendeiros, intermediarios financieros circulaban en Mercedes y en BMW, muchos de ellos blindados, seguidos por sus pretorianos de escolta, tipos musculosos con cara de enfado, con trajes oscuros, que no se recataban en mostrar, como por descuido, las culatas de sus armas automáticas. Vio apearse de una limusina Mercedes blanca a un potentado. El gorila que le abrió la puerta observaba a los viandantes con gesto hosco mientras sostenía en la mano, apuntando al suelo, una Magnum plateada.
La sede central de Araucaria Inc. era un cubo negro de acero y cristal ahumado de veinticinco plantas. Draco se sentó en un banco de la acera opuesta y contempló el edificio. Parecía un ataúd clavado firmemente en el cemento de la calle. Se imaginó el interior de aquel hormiguero cuadrangular: cientos de despachos ocupados por miles de personas. En uno de aquellos despachos, uno importante sin duda, decorado quizá con un Picasso o con un Monet, desde una enorme mesa de brillante superficie, una mano había descolgado un teléfono, unos labios habían ordenado la muerte del Coronel y la tortura de Joyce. Esos mismos labios iban a ordenar su propia muerte en cuanto sus esbirros consiguieran las piedras templarias. ¿A cuál de los miles de habitantes de aquel hormiguero le interesaban tanto dos piedras prehistóricas como para lanzar al ángel negro de la muerte a través de un océano, hasta una sucia buhardilla de la vieja Europa o para decretar la muerte de otras personas?
Él, Simón Draco, encontraría el cerebro que emitió la orden y le alojaría una bala. A sus cincuenta y tres años era todo lo que esperaba de la vida. Después de desmoronarse sus proyectos de retirarse a vivir con Joyce a algún lugar tranquilo, no tenía otros planes de futuro.
Draco abandonó el banco y cruzó la calle por el semáforo para contemplar desde la acera de Araucaria Inc. el edificio de enfrente. Era un rascacielos más antiguo y menos estilizado, pero más alto, que albergaba las oficinas de más de cien empresas menores. El acceso parecía libre: un arco abierto de piedra artificial adornado con dos atlantes de estilo modernista, por el que entraban y salían docenas de personas, ejecutivos de cartera y traje, apresurados mensajeros de uniforme con sobres y paquetes en las manos, gente común.