Capítulo 17

Tres días después, Draco recibió una llamada en el móvil.

—Soy Perceval, ¿dónde podemos vernos?

—¿Conoces el pub Aurore en Regent Street?

—Lo buscaré. Estaré allí mañana a las diez.

—Muy bien. Te invitaré a desayunar.

—¿Sólo a desayunar? Me temo que tendrás que invitarme también a almorzar y a cenar. Prepárate porque hay cuerda para rato.

Perceval había averiguado muchas cosas. Vasili Danko había estado cobrando diversas cantidades de una compañía médica suiza en cuya nómina de pagos figuraba como jefe de jardinería con otros treinta jardineros a sus órdenes.

—Lo más interesante es el jardín de la empresa —observó Perceval.

Tecleó rápidamente en su ordenador y en la pantalla aparecieron diversas vistas del edificio, a las afueras de Berna, donde sólo había una extensión de césped y un jardín japonés con media docena de piedras clavadas en arena volcánica.

—Hay más datos interesantes: a estos rusos les paga una compañía de engranajes de Lyon, que a su vez era filial de otra compañía financiera radicada en las islas Caimán. Aquí me tropecé con bastantes dificultades, porque es complicado identificar las redes financieras de las sociedades holding. Está todo tan bien urdido que no ha sido fácil penetrar en los diversos niveles de seguridad: son como redes superpuestas, cada una con su peculiar diseño de agujeros, pero ninguna totalmente opaca. El hacker invasor, o sea yo, puede atravesar la primera sin novedad y quedarse prendido en la segunda, o pasar la segunda y la tercera y quedarse prendido en la cuarta. Hace falta paciencia y olfato. Lo básico es interrogar el programa que hay detrás, ver el tapiz no por el lado de las figuras, sino por su reverso, así se descubren los puntos débiles. En fin, he usado el lenguaje informático de base para reprogramar las órdenes de la contraseña, y tras componer mi propio programa par, le he ordenado a la aplicación que dirige el sistema de la contraseña lo que tiene que hacer… y el programa se ha revelado como una fotografía en la cubeta entregando su secreto, así he atravesado las defensas, he burlado el localizador automático Cerbero que se activó en cuanto pasé esa segunda fase, he abierto los ficheros y he dado finalmente con la verdad: la mafia rusa recibió el encargo de las piedras de un financiero brasileño. Aquí tienes sus datos completos.

—¿Un brasileño?

—Eso es lo que hay. Un hombre que opera con los rusos a través de sociedades fiduciarias domiciliadas en el archipiélago de las islas Caimán. Controla centenares de sociedades offshore, algunos establecimientos financieros, trust funds, bancos y sociedades de servicios que se entrecruzan, se superponen o compiten.

—¿Es posible?

—Me temo que sí. Lo he comprobado por caminos distintos y la pista conduce a Brasil. Sólo tuve que hacer una comprobación rutinaria: me introduje en su correo cifrado del día en que murió Joyce y encontré la orden.

Desplegó un papel y lo puso sobre la mesa: «Cortadle las manos a la mujer y se las enviáis con unas flores».

Draco contempló la nota. Al menos los rusos no habían añadido la crueldad gratuita de las flores.

—Sé cómo te afecta, pero los gángsters de las favelas hacen cosas peores. Como tener a un hombre secuestrado en ayunas durante una semana, servirle después un guisado de carne y revelarle, cuando se lo ha comido, que era el corazón de su hijo o un muslo de su esposa.

Draco asintió. Tenía las mandíbulas apretadas y respiraba con dificultad.

—¿Sabes cómo se llama?

—Lo sé todo, o casi todo. —Puso una fotografía policial, sacada de una vieja orden de captura de la Interpol sobre la mesa—. Te presento a Aníbal dos Mares, un mulato enriquecido con el tráfico de madera, sospechoso de ser el exterminador de tribus enteras en la Amazonia, y ahora sospechoso de blanquear dinero del narcotráfico.