Pasado Saint Bertevin, Simón Draco se dirigió al vagón restaurante, se sentó en una de las mesas individuales, colocó la bolsa de mano entre las piernas y pidió un almuerzo.
—¿Le coloco el equipaje en la repisa, señor? —dijo un camarero intentando alcanzar la bolsa.
—No, muchas gracias.
Se comió los raviolis sin perder de vista al camarero, intentando adivinar si trabajaba para los rusos. Al llegar el filete empanado concluyó que el hombre era totalmente inocente. «Debo controlar un poco los nervios —se dijo— o acabaré viendo a esos cabrones en todas partes».
Se tomó el café en la barra del vagón restaurante. Antes de regresar a su asiento telefoneó a sir Patrick O' Neill.
—Llevo toda la mañana intentando dar con usted —dijo el escocés—. He sabido lo de su novia. Estoy desolado. Créame que lo siento.
—Muchas gracias.
—¿Qué piensa hacer ahora, señor Draco?
—¿Con las piedras?
Se hizo un silencio al otro lado del hilo.
—¿Las tiene? ¿De verdad? Mi oferta sigue en pie.
El tren se metió en un túnel y Draco aprovechó la interferencia para cortar la comunicación. Regresó a su asiento de primera.
Contemplando la verde campiña francesa, los bosques tupidos de hayas y pinos, pensó en su situación. Cuando regresara a Londres tendría que enfrentarse nuevamente con los rusos. Seguiría en peligro. Lo único que había cambiado era que ahora tenía con qué negociar, tenía lo que ellos buscaban con tanto ahínco.
Su futuro inmediato era tan previsible como que a la noche le sucede el día. Los rusos volverían a ponerse en contacto con él y tendría que entregarles las piedras. Desde luego podía exigirles una fortuna por aquellas piedras que habían costado la vida de la mujer que amaba. Sin duda ellos la pagarían, pero aun así no podía estar seguro de que después no intentarían matarlo para vengar a Vasili Danko.
La idea de entregarles las piedras a los rusos no lo entusiasmaba. Prefería vendérselas a O’Neill y dejarlos con un palmo de narices. Lo malo era que seguiría siendo el objetivo de la mafia moscovita. Tarde o temprano lo capturarían y lo obligarían a confesar el paradero de las piedras.
La certidumbre de que hiciera lo que hiciera los rusos no lo iban a dejar en paz se abrió paso en su cerebro como una luz. Sólo entonces tomó conciencia de lo apurado de su situación.
El tren discurría paralelamente a una carretera vecinal. Miró pasar un camión de heno dorado. Desde un paso elevado, unos chicuelos dijeron adiós con la mano al tren de alta velocidad.
Por otra parte, volvió a sus pensamientos, tampoco él se iba a dejar en paz. Habían asesinado a Joyce y al Coronel. Acudieron a su memoria las imágenes de los cuerpos torturados, de Joyce decapitada. Se preguntó qué clase de alimañas eran capaces de hacer algo semejante. No, las cosas no iban a quedarse así. Liquidaría al culpable, aunque fuera lo último que hiciera en el mundo. El velo rojo de la venganza se extendió ante sus ojos como una mancha. Apretó las mandíbulas hasta que le dejaron un sabor de sangre en la boca.
El tren arribó a Victoria Station a las 21.30 horas. Simón Draco apretó fuertemente el asa de la bolsa de tela en la que llevaba las piedras templarias y, mezclado con la multitud del andén, se dirigió a la salida. Decidió alquilar un coche y pernoctar en la casa de Joyce. La suya quizá estuviera vigilada. Por la mañana recogería algunas cosas y se trasladaría a Londres, a un apartamento alquilado desde el que pudiera dirigir sus operaciones. A la altura del vestíbulo vio a un hombre de rostro vagamente familiar que le salía al encuentro. Se puso tenso, pero en seguida lo reconoció y se tranquilizó. Era Bruce, el mayordomo de O’Neill.
—Sir Patrick lo espera en la cafetería. Es urgente que lo vea.
Intentó llevarle la bolsa de mano, pero Draco se lo impidió. Siguió al criado hasta la cafetería. Al verlo llegar, el escocés salió a su encuentro con la mano tendida. Se saludaron y tomaron asiento. El mayordomo se sentó dos mesas más adelante y solicitó una botella de agua mineral.
—¿Las tiene? —dijo O’Neill señalando discretamente la bolsa.
Draco asintió. Bebió un poco de cerveza y dijo:
—Señor O’Neill, he estado reflexionando y creo que no le venderé las piedras, al menos no por ahora. He decidido que no voy a huir. Quiero ajustarles las cuentas a los que asesinaron a Joyce. Ella ha muerto por esta mierda que tanto parece interesarles a ustedes.
Había una sombra de reproche en sus palabras. O’Neill se lo tomó deportivamente.
—Déjeme darle un consejo, señor Draco: no se complique la vida. No intente enfrentarse solo a una mafia organizada. El tiempo de los héroes ha pasado ya.
—Gracias por la cerveza, señor O’Neill —dijo Draco levantándose—. Si decido vender las piedras, usted será el primero en saberlo.
O’Neill no intentó impedirle que se marchara. Solamente enarcó una ceja para ordenarle al mayordomo que lo siguiera. El mayordomo lo vio cruzar el vestíbulo de la estación hacia la oficina de Avis. Draco habló un momento con la agente, firmó el contrato que ella le presentaba y recibió las llaves de un Audi aparcado fuera.
Al salir de Londres, la hora de tráfico más intenso se combinó con la lluvia para entorpecer la marcha de los vehículos. Después de la variante de Oxford, Draco divisó un coche averiado al lado de la carretera. Al lado un muchacho delgado, de frágil apariencia, intentaba detener algún vehículo mientras se calaba hasta los huesos.
Draco aminoró la marcha y se detuvo a su altura.
—¿Puedo ayudar en algo?
—Sí, por Dios. Creo que el motor ha fallado. Por más gas que le doy no consigo que se ponga en marcha. Una fatalidad, con este tiempo.
—Lo puedo llevar hasta el próximo pueblo, si quiere.
—Se lo agradeceré mucho, si es tan amable. Mañana volveré con una grúa.
Draco se inclinó sobre el asiento y abrió la portezuela.
—Suba, por favor.
El náufrago subió y se presentó:
—Me llamo Arthur Perceval. No sabe cómo le agradezco lo que hace por mí.
—No tiene importancia —respondió Draco—. ¿Adónde se dirige?
—Intentaba llegar a Tesford. Mañana tengo que dar una conferencia en el ayuntamiento.
—¿Una conferencia? ¿Es usted profesor?
—No, no, nada de eso. Solamente soy programador de ordenadores. Construyo programas de seguridad para empresas. ¿Y usted a qué se dedica?
—Soy detective privado.
El autostopista lo miró con interés. Draco conocía esa mirada. Mucha gente cree que los detectives privados sólo existen en las películas.
—En cierto modo, los dos estamos en el mismo negocio —dijo el informático—: nos ocupamos de la seguridad de los demás. No es por echarme flores, pero un detective privado que sepa de informática puede hacer casi todo el trabajo sin moverse de casa.
Draco se mostró sorprendido.
—¿Ah, sí?
Perceval asintió.
—Imagínese por un momento que le encargan un informe sobre un determinado ciudadano. Sabiendo manejarse en informática, usted puede acceder a cualquier documento que haya escrito sobre ese ciudadano desde que nació: desde su partida de nacimiento hasta la última compra que ha hecho en un hipermercado; sabrá sus gustos, sus pautas de comportamiento, sus conexiones financieras, el estado de su cuenta corriente, sus movimientos empresariales… todo, absolutamente todo. Incluso sus preferencias sexuales.
—¿Es posible?
—Sí, las suscripciones a revistas, lo que paga mediante la tarjeta de plástico, quizá alguna casa de masaje… todo.
—¡Caramba! Es sorprendente.
—Hoy día, el espionaje se hace casi todo por la vía cibernética. Es así de simple. Internet ha acabado con los agentes secretos y con los secretos. En la próxima guerra mundial se luchará con ordenadores.
—Eso suena a ciencia ficción.
El informático sonrió.
—¿No ha oído usted hablar del pirateo informático? Yo hace unos años me dedicaba a eso, y no era de los peores en mi especialidad. Ahora me he corregido y pongo mis habilidades al servicio de una buena causa, como don Quijote. Un amigo mío llegó a introducirse en la base de datos de la Reserva Federal del Tesoro de Estados Unidos; otro en el sistema de dirección de los satélites de la NASA e incluso en el centro de mando del Misil Nuclear Ruso. Todo eso sin salir de casa. Virtualmente tuvo en sus manos comenzar una nueva guerra mundial, ¿se da cuenta?
Draco lo miró un instante, serio.
—Me doy cuenta y me parece espantoso. ¿No tienen las grandes potencias contramedidas? ¿No pudieron dar con él?
—Lo intentaron. —Perceval volvió a sonreír, divertido—. ¡Vaya que si lo intentaron!, pero él tenía su retirada bien cubierta. Había utilizado una ruta complicada, cambiando de nodos y saltando de la red a las conexiones de satélites y viceversa, no pudieron dar con él. La comunidad ciberpunk lo adora.
—¿Usaba algún nick especial?
—Snake: la serpiente.
—¿Y qué ha sido de la Serpiente?
—Ahora se ha retirado de todo eso, digamos que está hibernando, pero sigue siendo una leyenda. En realidad, no pretendía delinquir. Lo que hizo fue alertar a las autoridades sobre los fallos de su sistema y el método con el que podían mejorarlo.
Mientras Perceval exponía las maravillas de la informática, una idea se abrió paso en el cerebro de Draco. Unos kilómetros más adelante, ya casi llegando a su destino, dijo:
—Tengo un caso difícil que quizá podría facilitarse si tuviera un buen consejero informático. ¿Estaría dispuesto a ayudarme? Le remuneraré debidamente, por supuesto.
—Lo haré con mucho gusto —dijo Perceval—. Ha sido usted un buen samaritano conmigo y estoy en deuda.
—En ese caso, permítame que lo invite a mi casa. Podrá dormir en la habitación de invitados. Pero antes será mejor que cenemos algo. Lo invito.
Fueron a cenar a Cagney’s. Al verlo entrar, Ana la portuguesa se echó en sus brazos, llorando.
—Querido, estaba preocupada por ti. Lo de Joyce ha sido terrible. No sabes cómo lo siento.
—Lo sé, Ana, lo sé y te lo agradezco.
—¿Tiene la policía alguna pista sobre el asesino?
—No lo sé. Está investigando. Ya veremos.
—Esta mañana te llamaron de la agencia —dijo Tonino, el cocinero—. Creo que tienen un trabajo para ti.
—Me temo que tendrán que pasar sin mí. Ahora estoy con otro caso más importante.
Se sentaron a una mesa apartada y pidieron tallarines y cerveza. Durante la comida, Draco puso en antecedentes al informático.
—Lo único que sé es que se trata de una mafia rusa cuya cabeza visible es un gángster llamado el Amo. Uno de sus hombres en el Reino Unido, un tal Vasili Danko, fue asesinado hace unos días y la mafia inculpa a un cliente mío.
—¿Qué es lo que te interesa saber?
—Dos cosas: quiénes son los responsables en el Reino Unido y quién es el cliente que quiere hacerse con las piedras templarias, pero me temo que sólo tengo media docena de nombres.
—Será suficiente para empezar —dijo Perceval acometiendo la pasta con apetito—. Eso espero.