Capítulo 11

Se le hizo de noche en la autopista a la altura de Birmingham. Había tenido un día trabajoso y se caía de sueño. A la primera cabezada sobre el volante abandonó la autopista y tomó una habitación en un motel de Lichfield. Cenó poco, un pastel de riñones y una cerveza. En la habitación marcó el número de su casa para escuchar los mensajes del contestador automático. Había uno de la Agencia de Detectives Morton & Sons. La inconfundible voz cascada de Morton padre le ofrecía un asunto de espionaje industrial: «¿Dónde demonios te metes?, llámanos». El segundo mensaje era de Joyce: «¿Has regresado de la excursión? Un amigo tuyo, un tal Powers, ha preguntado por ti».

¿Powers? Draco no recordaba conocer a ningún Powers. Se escamó un poco. Tampoco recordaba haberle dado el teléfono de Joyce a nadie, excepto al Coronel.

El tercer mensaje lo inquietó mucho más. Una voz desconocida, grave, decía: «Soy Powers. Usted ha vendido algo que nos pertenece. Lo volveré a llamar dentro de veinticuatro horas».

La llamada de Powers a Joyce había sido un aviso. La telefoneó.

—Escúchame con atención y haz exactamente lo que te diga porque es posible que estés en peligro. Es una larga historia que no puedo contarte por teléfono. Coge algunas cosas, pocas, y vete a pasar unos días con Alfie.

Alfie, el nombre familiar de su amiga Ruth, una secretaria de la City que vivía en Londres.

—Pero…

—Confía en mí y haz lo que te estoy diciendo. Y no uses más el teléfono. Te quiero. Te veré pronto.

Joyce permaneció un largo rato con el teléfono descolgado en la mano. «Te quiero», había dicho Draco. Llevaban tres años durmiendo juntos un par de veces al mes, casi metódicamente, y jamás le había hablado de sus sentimientos. Le acariciaba la nuca distraídamente después de hacer el amor. Ésa era la única muestra de ternura que le demostraba, nunca le había dicho que la quisiera. Ni siquiera le había dado a entender que le importara aquella extraña relación. Él hacía su vida, aparecía y desaparecía, y ella no preguntaba. «Tengo un trabajo», decía él. O «He estado trabajando». A veces se ausentaba durante un mes. En un par de ocasiones la había invitado al cine, en Londres, siempre en fin de semana. Una vez fueron a la playa cercana a Bristol, en la que ella veraneaba de pequeña. Fue una especie de regalo, para que volviera a recorrer los escenarios de una infancia feliz. Ella le preguntó entonces por su infancia y él respondió con una evasiva: «¿Yo?… Por ahí…», y un vago gesto que podía significar el mar o el ancho mundo. Era evidente que no había tenido una infancia feliz. Mejor no indagar.

El timbre de la puerta la sacó de sus cavilaciones bruscamente. Colgó el teléfono y fue a ver quién era. Simón le había aconsejado que tomara precauciones. Puso la cadena de seguridad antes de abrir.

—¿La señora Lambert? —preguntó un hombre joven con la gorra de una agencia de mensajeros.

—Se ha equivocado de número, es cuatro casas más abajo.

Lo siguió con la mirada mientras descendía los cuatro peldaños, atravesaba el breve jardín y salía a la acera cerrando la pequeña cancela. Al volverse después de cerrar la puerta se dio de bruces con un hombre corpulento de ojos achinados que le sonreía estúpidamente. Quiso gritar pero el intruso se abalanzó sobre ella y le tapó la boca con una mano, al tiempo que con el otro brazo la agarraba por la cintura y la alejaba de la entrada. Joyce le descargó un par de furiosas patadas en la espinilla.

—Estáte quieta y no te pasará nada —le susurró al oído su asaltante con acento extranjero—. Sólo te haré un par de preguntas y me iré.

Joyce obedeció. El gigante aflojó un poco la presión del brazo y apartó la mano de la boca.

—Tu amiguito tiene algo que nos pertenece. Si nos dices dónde está no tendremos que matarlo. Son dos piedras antiguas del tamaño de un bollo de leche.

—No sé de qué me habla —gimió Joyce.

El muchacho de la gorra de la agencia de reparto entró también por la puerta de la cocina que daba a la parte trasera de la casa. Sin la gorra de plato no parecía tan joven. En su mirada había un destello de crueldad.

—Pierdes el tiempo con ella, Nicolai. No sabe nada.

—¿Qué hacemos entonces con ella? —preguntó el grandón.

—Lo que hemos venido a hacer.