Capítulo 10

Norte de Inglaterra

El Austin que conducía Simón Draco se detuvo para orientarse antes del cruce de Fyne, delante del cisne de chapa del hotelito The Swam, y prosiguió por la pintoresca carretera turística que bordea el lago Lomond, festoneada de cottages victorianos, algunos adornados con falsas ruinas medievales, hasta llegar al pueblecito de Kilmartin, más allá del lago Fyne.

Dos jubilados conversaban en un banco frente a la portada gótica de la iglesia. Draco detuvo el coche y les preguntó:

—¿Podrían indicarme el camino de Kingblood Castle?

—¿Va usted al castillo?

Draco asintió.

—Le advierto que es propiedad particular y sólo lo enseñan mediante cita previa.

—Lo sé, tengo cita.

Uno de los viejos le indicó el camino. A la salida del pueblo la carretera se bifurcaba. Draco tomó el ramal secundario, ascendente, que discurría en la penumbra de un espeso túnel vegetal formado por las ramas de enormes tejos. Al final apareció el castillo, al otro lado de una pradera ondulada. Draco lo contempló a medida que se acercaba: un hermoso edificio con su torre mayor, su cerca exterior tapizada de oscura yedra y sus ventanas góticas emplomadas. Sobre los húmedos tejados de pizarra, una chimenea despedía una vedija de humo blanco que se confundía con las nubes bajas, un poco más arriba.

Draco aparcó cerca de la cancela exterior. Pulsó el timbre y al instante apareció un criado con un chaleco a rayas.

—Me llamo Simón Draco. Sir Patrick O’Neill me está esperando.

—Tenga la bondad de pasar —dijo el criado franqueándole la puerta, y después, con una leve inclinación—: Acompáñeme.

Cruzaron el patio exterior tapizado de yedra y enlosado con viejas piedras, atravesaron el portón y entraron en un amplio hall de cuyas paredes colgaban viejas banderas, algunas de ellas meros harapos apenas sostenidos por una urdimbre de alambre. En la antigua y elaborada techumbre de madera estaban representadas las armas de las casas principales de Inglaterra alrededor de un retrato del rey Enrique VIII, orondo, acariciando la cabeza de un can.

—Bienvenido a Kingblood Castle, mister Draco —dijo una voz desde lo alto de la escalera.

Un hombre de unos sesenta años, delgado, pálido, vestido juvenilmente con un suéter, pantalones de pana y fular de seda azul al cuello, bajaba la escalinata torpemente con ayuda de un bastón. Le estrechó enérgicamente la mano.

—¿Qué tal el viaje, señor Draco? ¿Nos ha encontrado sin problemas?

—Sí, señor. Gracias.

—¿Puedo preguntarle qué asunto es ése tan confidencial del que ayer no se atrevió a hablarme por teléfono?

—Lamento haber estado tan misterioso, señor O’Neill, pero las circunstancias exigen la mayor discreción. Soy el emisario que el coronel Burton envió a Hamburgo para comprar las piedras. El alemán que tenía que venderlas, un tal Kolb, está muerto y el coronel Burton también. Los han asesinado a los dos.

—He sabido lo del Coronel por la prensa —dijo O’Neill—, pero no sospechaba que hubiese relación entre su muerte y las piedras.

—Es evidente que la hay. Y el único que conoce el asunto, aparte del asesino, soy yo y ahora usted.

O’Neill asintió.

—Creo que debo explicarle algunas cosas para que comprenda el asunto. El Coronel me habló de usted. Me dijo que confiaba plenamente en su persona. Por eso también yo debo confiar.

O’Neill se acercó a la mesa del vestíbulo y oprimió un timbre. Al instante compareció el criado que había abierto la puerta.

—Bruce, sírvanos el té en la biblioteca.

La biblioteca era la sala más noble de Kingblood Castle. Sus muros, con tres ventanales abiertos al jardín, estaban cubiertos de estanterías hasta el techo. Un pasillo de madera, que rodeaba la sala a media altura, permitía alcanzar los estantes más elevados. En el centro había dos mesas iluminadas con lámparas de estudio modernas, con la visera color caramelo. O’Neill le ofreció asiento a su visitante en un sofá chester frente a la artística chimenea francesa que presidía la estancia. Draco reparó en el extraño escudo de armas tallado sobre la repisa: una cruz potenzada con un cáliz en el centro y la leyenda: «Je garde le sang real», en la cartela que la rodeaba.

—¿Sabe usted francés?

—Algo.

—Ahí pone: «Guardo la sangre real». Una leyenda familiar sostiene que el primer conde O’Neill heredó el Santo Grial, el cáliz en el que José de Arimatea recogió la sangre de Cristo. La cruz templaria asociada al cáliz representa la vinculación de los O’Neill a la Orden.

—¿Eran ustedes templarios? —preguntó Draco por mostrar algún interés.

—No exactamente, pero un antepasado mío, el primer conde O’Neill, acogió a los templarios franceses refugiados en Inglaterra. ¿Está usted familiarizado con la historia de los templarios, señor Draco?

—Me temo que no.

O’Neill se sentó en uno de los sillones de cuero y extendió la pierna convaleciente sobre un taburete afelpado.

—Hace casi siete siglos, el rey Felipe el Hermoso de Francia y el papa decretaron el exterminio de los templarios después de acusarlos de terribles delitos. En realidad eran inocentes, pero el rey francés codiciaba sus riquezas y el papa era un simple pelele en manos de Francia. Poco antes de que los sicarios del rey apresaran a los hermanos de la Orden, una flota templaria compuesta por dieciocho navíos zarpó de La Rochela y se perdió en el mar. Las naves bordearon Irlanda y vinieron a refugiarse a Kimbry y Castle Swim, cerca de aquí, y mi familia, que era propietaria de la región, los acogió. Los templarios fugitivos, apenas un par de docenas, fundaron una pequeña Orden, la de San Andrés del Cardo. Usted sabe que el cardo simboliza a Escocia, ¿verdad?

—Aparece en las monedas —repuso Draco.

—Cierto, perdone la simpleza. Al parecer, los templarios adoptaron ese nombre porque san Andrés es Eliazar, o sea Lázaro, el resucitado, con lo que indicaban que la orden templaria había resucitado en Escocia. Años después, los caballeros de la Orden del Cardo ayudaron a Robert Bruce, rey de Escocia, a derrotar a Eduardo II de Inglaterra, el yerno de Felipe el Hermoso de Francia, el enemigo de los templarios, en la batalla de Bannockburn, el 24 de junio de 1314.

—O sea que devolvieron el golpe.

—Digamos que se mantuvieron fieles a sus benefactores escoceses. El caso es que los antiguos templarios o sus descendientes prosperaron aquí. Desde el siglo XVI, los maestres de San Andrés del Cardo encabezaron la masonería jacobita o estuardista. En 1593, Jacobo VI de Escocia fundó la Rosacruz, con treinta y dos caballeros de San Andrés del Cardo. Después la Orden se diluyó en varios grupos masónicos que desvirtuaron las enseñanzas antiguas creando una selva de rituales y una maraña de extrañas mistificaciones.

Sonaron unos golpecitos en la puerta y Patrick O’Neill guardó silencio mientras el mayordomo depositaba sobre la mesa auxiliar una gran bandeja de plata con un servicio de té.

—Puede retirarse, Bruce, yo mismo lo serviré —dijo O’Neill.

El té era fuerte, aromático y ligeramente amargo. Draco lo paladeó en silencio preguntándose si toda aquella riqueza que rodeaba a su anfitrión procedía del mítico tesoro de los templarios; O’Neill prosiguió:

—Los templarios ingleses, o si lo prefiere los nuevos caballeros de San Andrés del Cardo, nombraron a mi antepasado, el primer O’Neill, custodio de la Sangre, un puesto elevado de su Orden secreta. El custodio de la Sangre tenía a su cargo el Grial de la sangre de Cristo.

—¿Me está diciendo que el Grial existe?

—En realidad, el Grial es un mito pagano que los misioneros cristianizaron. No obstante, los templarios estaban convencidos de que, en algún lugar del mundo, existía una reliquia con sangre de Cristo y uno de los objetivos de la Orden consistía precisamente en recuperarla. El otro objetivo era la recuperación del Nombre Secreto de Dios.

Draco se preguntó si el último de los O’Neill estaba loco. ¿Sangre de Cristo? ¿El Nombre Secreto de Dios? Aquello comenzaba a sonar a la charla mística de algunos oradores chiflados de las tribunas de Hyde Park.

—Señor O’Neill, no veo qué relación puede tener eso con el asunto de los asesinatos —lo interrumpió cortésmente.

—Le ruego que sea paciente, porque a eso voy. Esa fórmula mágica, el Nombre Secreto de Dios o Shem Shemaforash, constituía el tesoro más preciado de los templarios, pero con la disolución de la Orden se perdió, aunque se sospechaba que uno de los últimos templarios, un tal Vergino, pudo recogerla en diagramas y signos que esculpió en una roca cerca de cierto monasterio en el sur de España. En 1912, el Vaticano, los judíos y los representantes de algunas dinastías europeas aunaron esfuerzos para encontrar la Palabra Secreta. Con tal fin crearon una comisión, que se denominó la Sacra Logia Pontificia de los Doce Apóstoles. Mi abuelo, como representante de la Orden del Cardo, fue uno de sus miembros. Antes de que la logia alcanzara sus objetivos, la primera guerra mundial dispersó a sus componentes. Después, durante la segunda, los nazis encontraron los tabotat de los templarios en Túnez.

—¿Los tabotat?

—Esas piedras parecidas a hachas prehistóricas que usted fue a buscar a Hamburgo por encargo del Coronel. Yo le había encargado al Coronel que negociara su adquisición.

—¿Puedo preguntarle por qué no lo hizo usted mismo?

—Ya ve usted que ando algo impedido de la pierna. Desde mi accidente no he abandonado jamás el castillo. Hace un mes, ciertas personas quisieron comprarme las piedras. No las tenía, pero me pareció que debía adelantarme y rescatarlas.

—¿Por qué pensaron que las tenía usted?

Se quedó un momento pensativo.

—Durante la segunda guerra mundial, mi padre colaboró con Churchill en la Operación Jericó. Los alemanes llevaron las piedras a París, reconstruyeron el Arca de la Alianza y sacaron a un cabalista judío de un campo de exterminio para que realizara un conjuro que les ayudase a ganar la guerra.

Draco suspiró profundamente. O’Neill le dirigió una amable sonrisa.

—Se pregunta si estamos todos locos, ¿verdad?

—Sí, si me permite que sea sincero, creo que sí.

—Usted no cree en la magia, lo comprendo, pero la combinación de esa Palabra Secreta y el poder del Arca con los tabotat en su interior obraron prodigios en la guerra, me consta. Después de la guerra, mi padre amistó con el judío, un tal Zumel, hasta que éste murió en 1956.

—O sea, ¿usted cree que esa magia de la Palabra Secreta, o lo que sea, les dio el triunfo a los aliados? Usted perdonará mi incredulidad, pero he vivido un tiempo en África, en tiempos revueltos, y he visto morir a algunos negros por un amuleto hecho con un trozo de piel asquerosa y media docena de baratijas. Todo este asunto me suena a superstición africana y usted me cuenta que personas honorables y cultas, como usted mismo, se están disputando un par de piedras.

Patrick O’Neill sonrió.

—Visto desde fuera parece una fantasía, pero los servicios de contraespionaje británicos y americanos invirtieron hombres y recursos en aquella operación.

—Y las piedras, ¿cómo llegaron a manos del anciano alemán?

—El señor Peter Kolb era entonces el asistente del oficial encargado de custodiar al judío, el comandante Otto von Kessler. Kessler se suicidó al día siguiente del desembarco de Normandía y los dos guardianes de la Gestapo que custodiaban al prisionero perecieron carbonizados. Supuse que Kolb conocería el paradero de las piedras y me puse en contacto con él a través de un amigo de la embajada americana en Bonn que me ayudó a localizarlo. Le telefoneé y le hablé de las piedras. Al principio lo negó todo, pero cuando le mencioné la cifra de marcos que estaba dispuesto a pagar se ablandó y reconoció que las tenía él. El resto de la historia ya lo sabe. Usted fue a verlo, pero alguien se le había adelantado.

—¿A quién pueden interesarle esas piedras?

O’Neill hizo un gesto de desaliento.

—No lo sé: a los continuadores de las viejas logias, a la Lámpara Tapada, al Vaticano, a los neonazis… Incluso a las facciones secretas que quieren reinstaurar la realeza europea sobre las bases de la estirpe de David.

—¿Qué me está diciendo? ¿Una estirpe de David en Europa?

—Le extraña, ¿verdad? Permítame que se lo explique. En el año 6, cuando Jesucristo contaba pocos años de edad, hubo un levantamiento contra los ocupantes romanos en Galilea, la llamada rebelión del Censo. Los romanos ejecutaron al heredero de la estirpe davídica y nieto de Ezequías. Jesús era de estirpe real, descendiente de David, seguido por los zelotes, la facción política de los esenios. Representaba el poder temporal, la realeza, mientras que su primo Juan el Bautista, como descendiente de Aarón, representaba el poder espiritual, el Sumo Sacerdocio.

—¿Se refiere a san Juan, el que lo bautizó en el Jordán?

—El bautismo en el Jordán equivaldría a la investidura real. Juan el Bautista tenía el sagrado deber de apoyar al rey Jesús. Esto explica que los templarios abracen las doctrinas de los seguidores del Bautista. ¿Le apetece otro té, señor Draco?

—Sí, por favor.

Mientras lo servía, O’Neill prosiguió:

—Bien, después de la muerte de Cristo, sus seguidores se escindieron en tres grupos mal avenidos, y al final prevalecieron los petristas, gracias a la excelente dirección de san Pablo, y arrinconaron, pero no hicieron desaparecer, a los otros. Ellos fueron, en adelante, la verdadera Iglesia. Cuando los templarios llegaron a Tierra Santa, mil años después, conocieron a unos mandeístas que tenían a san Juan por el Mesías y se integraron en dos órdenes: la externa, semejante a las otras de su tiempo, y la secreta, que aspiraba a implantar la paz universal bajo la dinastía davídica.

—Una dinastía que se había perdido en los tiempos de Cristo.

—Al parecer no se había perdido, sino que perduraba en Europa, en los descendientes de los hijos de Jesucristo. Los templarios custodios de la Orden secreta aspiraban a la sinarquía, el gobierno mundial por una sociedad perfecta, benéfica y justa entronizada en el Rey del Mundo, rey y sacerdote a la vez, bajo el secreto de la fórmula del Shem Shemaforash.

—Se me hace difícil admitir que Cristo tuviera descendencia.

—El secreto de la descendencia de Cristo y de la restauración de su estirpe era conocido por los templarios y por una sociedad denominada Lámpara Tapada en Oriente (y Sionis Prioratus). Todo depende del empleo de ese Nombre Sagrado o Shem Shemaforash. Los últimos que quisieron explotarlo fueron los nazis.

Draco asintió en silencio mientras dudaba entre considerar aquello una locura o simplemente un asunto enrevesado y difícil de entender.

—Quien sea, cree que las tengo yo y me ha volado media casa como aviso —concluyó.

—¿Usted no tiene los tabotat?

—No, no señor, y lamento decepcionarlo. Ya le digo que encontré a Kolb muerto y su casa revuelta.

—¿Qué piensa hacer ahora?

—Nada. Intentar mantenerme al margen de este maldito embrollo.

—Si cambia de idea, llámeme. Sigo interesado en esas piedras.

—Tendrá que ponerse a la cola. Por lo visto todo el mundo está interesado.