Londres
—¿Señor Draco?, ¿Simón Draco?
—Soy yo.
La voz al otro lado del teléfono sonaba áspera y profunda, de fumador empedernido.
—Usted ha vendido unas piedras antiguas en las que estamos muy interesados. Estamos dispuestos a comprárselas o a recompensarlo si nos dice a quién se las vendió.
—¿Quiénes son ustedes?
—Eso no importa. Fijamos un precio razonable, usted recibe el dinero y quedamos en paz.
—Me temo que no es tan fácil.
Al otro lado se produjo una pausa.
—Por favor, señor Draco, no nos lo ponga difícil. Estamos dispuestos a pagar un buen precio.
—El problema no es el precio, sino que no tengo las piedras ni sé dónde están.
—¿Está seguro?
—Completamente.
—Sentimos que adopte usted esa actitud tan poco participativa. Piénselo. Tendrá noticias nuestras.
Y colgó.
Estaba en la cama de Joyce cuando una explosión hizo temblar los cristales de todo el vecindario. Draco corrió a la ventana y comprobó que salía humo por un boquete abierto en el muro de la casa de enfrente, la suya, una vivienda adosada de renta media, el refugio de su vejez, cuya hipoteca a veinte años no había terminado de pagar. Se vistió rápidamente y corrió a sofocar el incendio.
Al principio pensó que era una explosión de gas, pero al primer vistazo comprendió que había sido un atentado con bomba. El proyectil, seguramente una granada anticarro teledirigida, había entrado por la ventana del dormitorio y había estallado directamente sobre la cama. Toda la habitación estaba destruida, así como el cuarto de baño. De las tuberías rotas brotaba un torrente de agua que bajaba en cascada por la escalera. Draco cortó el agua y cerró la llave del gas de la cocina para evitar accidentes.
La policía, avisada por un vecino, llegó unos minutos después. Dos coches con seis agentes que hicieron fotos y preguntas, se llevaron un trozo de chatarra retorcida, que era todo lo que quedaba del artefacto explosivo. Draco no les dijo gran cosa:
—Estaba pidiéndole una tacita de sal a la vecina de la casa de enfrente y eso me salvó la vida. No sé quién puede haber sido, no tengo enemigos.
—¿A qué se dedica usted?
—Soy detective.
El policía, que hasta entonces había estado husmeando por la casa con cierta insolencia, lo observó con interés.
—¿Detective privado?
—Sí, inspector, con mi licencia en regla.
—Entonces quizá sepa quién ha causado este estropicio —sonrió desagradablemente—. Debe de tener algunos enemigos.
—Ninguno que pueda meterme una carga de dinamita por la ventana, se lo aseguro.
El inspector anotó algo en su libreta, aplastó su cigarrillo en el casquillo de obús que servía de cenicero y se despidió.
—¿Vive usted solo? —preguntó desde la puerta.
—Sí, inspector. Soy soltero.
Ya lo había notado el inspector. En la casa no había fotografías, ni cuadros. Era lo más parecido a un cuartel. Un tipo raro aquel señor Draco, que no parecía asustado por lo que había ocurrido.
—¿Está usted seguro de que no sospecha de nadie, de que no tiene nada que contarnos? —insistió el policía.
—Completamente seguro, inspector.
La policía recogió sus bártulos y despejó el campo poco antes de mediodía. Cuando se quedó solo, Draco telefoneó a una empresa de reformas rápidas y encargó un presupuesto de remodelación del dormitorio.
—¿Qué clase de remodelación tiene pensada?
—Completa —dijo sin titubear—: muros, ventanas, cuarto de baño con todos sus accesorios. Estoy cansado de ver siempre los mismos azulejos y el mismo papel pintado.
—Tenemos lo que usted necesita, señor.
—Es un consuelo.
Con todo el jaleo no había desayunado y estaba muerto de hambre. Bajó a la cocina y abrió el frigorífico. No había gran cosa. Una docena de latas de cerveza, una botella de leche descremada, una tarrina de paté y los restos de una pizza. Extendió el paté sobre la pizza fría y se lo comió apoyado en el frigorífico ayudándose con tragos de leche.
Subió al piso superior y se asomó a un enorme agujero donde solía haber un muro con la ventana del dormitorio. Tal como el sagaz inspector de policía había determinado, el proyectil causante del estropicio procedía de la colina de enfrente, cubierta de un bosque comunal crecido y solitario. Draco calculó la media docena de puntos desde los cuales podría haber disparado el agresor. No tenía grandes esperanzas de encontrar pistas después de que tres policías patosos se pasaran la mañana buscando indicios entre los árboles, pero, de todos modos, se puso unos zapatos viejos, cogió un bastón de montañero y fue a echar un vistazo. «Uno tiene que ponerse en el lugar del enemigo», no se cansaba de repetir el Coronel, en aquellos viejos tiempos. Draco inspeccionó los lugares idóneos. Había un pequeño claro entre los árboles desde el que se veían bien las casas situadas al pie de la colina. «Aquí pudo ser», se dijo, y miró cuidadosamente el suelo removiendo las hojas con la punta del bastón. Encontró una colilla que parecía reciente. Le pasó el dedo por la ceniza. Sí, era reciente, de unas horas antes. Continuó buscando cuidadosamente hasta que dio con las señales del trípode sobre el que se sostuvo el disparador. La pata trasera marcada profundamente por el retroceso del disparo. Ampliando el radio de la búsqueda, entre unos matojos espesos que los policías no se habían molestado en apartar, encontró el trípode, un lanzagranadas ruso Fex90 y la funda del proyectil. Al agresor no le interesaba que se los encontraran en el maletero si lo detenían en un control de carretera. Apuntó los números de serie.
Un rato después regresó a su casa y se sirvió un trago.