Londres
La última anotación en la agenda de Burton, tres días antes de su muerte, facilitaba un dato de dudosa utilidad: «P. O. Kilmartin», y debajo, señalado con una flecha, «Peter Kolb, Hamburgo».
Draco encendió un cigarrillo y se lo fumó mientras meditaba frente al montón de ceniza de la chimenea. Tres días antes, el Coronel había requerido sus servicios después de dos años. El trabajo era fácil: viajar a Hamburgo, buscar a un tal Kolb, y entregarle la bonita suma de diez mil libras esterlinas a cambio de dos hachas de piedra, dos pedruscos de basalto en forma de piñón. Un trabajo limpio y fácil, legal, sin problemas, ida y vuelta en el mismo día, a cambio del cual ingresaba en su escurrida bolsa mil libras libres de impuestos.
Un trabajo fácil. Entonces, ¿por qué no lo haría el Coronel personalmente? Cabían varias explicaciones: una, estaba vigilado; dos, prefería no viajar a Alemania: tras una intensa vida de soldado de fortuna, el Coronel se había granjeado algunas antipatías en los servicios secretos de media Europa; tres, la operación era peligrosa, y como ya estaba viejo, prefirió encomendársela a una persona de confianza. No, si hubiera sabido que era peligrosa, se lo habría advertido. Recordaba sus palabras: un asunto fácil, de correo, limpio, sin armas. El Coronel ignoraba que jugaba con fuego. Probablemente eso le costó la vida.
Era obvio que las muertes del alemán y del Coronel estaban relacionadas. Los asesinos habían registrado las viviendas, probablemente buscando lo mismo, esas piedras en forma de almendra que el alemán intentaba vender. Si las hubieran encontrado en Hamburgo, no habrían puesto patas arriba la casa del Coronel. ¿Dónde estaban las piedras?
Dos hombres habían muerto y la única pista para aclarar esas muertes podía estar en la anotación de la agenda: «P. O. Kilmartin». Podría ser quien le encargó el peligroso trabajo al Coronel. Draco consultó el índice de un mapa de carreteras y localizó el lugar. Kilmartin era un pueblecito del oeste de Escocia, a sesenta kilómetros de Glasgow, frente a la isla Jura.
P. O. parecían las iniciales de una persona. ¿Quizá del cliente que había negociado la adquisición de las misteriosas piedras? Encendió el ordenador y consultó la guía telefónica de la zona. En el condado de Kilmartin había veinte abonados a los que podrían corresponder las iniciales P. O. ¿Por dónde empezar? Se imaginó llamándolos: «Buenos días, me llamo Jack Burton, quería hablarle de las piedras que me encargó comprar». No, no iba a funcionar. No tenía la voz del Coronel, ni la persona que se ocultaba bajo esas iniciales iba a confiar en un desconocido que llamase de parte del Coronel.
Dedicó toda la mañana a localizar las direcciones de cada uno de los abonados P. O. del condado de Kilmartin y a trazar un itinerario lógico para visitarlos a todos, uno por uno, con la menor pérdida de tiempo. Quizá sobre el terreno no resultara tan complicado; podría descartar de antemano a los más humildes. El P. O. que había encargado el rescate de aquellas piedras era una persona solvente, quizá un coleccionista excéntrico que viviera en un castillo al borde de un loch, con embarcadero propio y servidumbre con cofia, alguien capaz de gastar cincuenta mil libras esterlinas en un capricho.
A mediodía sintió hambre; abrió el frigorífico, a pesar de que sabía que estaba vacío, sólo había una botella de leche y un bote de mostaza antigua de Dijon, doblemente antigua, pues hacía ya tres años que había rebasado la fecha de caducidad.
Miró por la ventana. El churretoso día otoñal no sabía si llover o no. Se puso el anorak y condujo su Austin hasta Meadows. Era tarde, el comedor de Cagney’s estaba desierto. Ana recogía las mesas.
—¿Ha quedado pastel de riñones para un pobre hambriento? —le preguntó a la portuguesa que atendía el comedor.
—Mira a quién tenemos aquí —gritó Ana hacia la cocina mientras le hacía un guiño cómplice al recién llegado. Ana era fea, morena y menuda, pero trataba a los clientes fijos con cariño, como una madre, incluso los obligaba a comer.
En la piquera de la cocina apareció la cabeza de un italiano gordo.
—Simón, tarde como siempre —gruñó al ver al visitante.
—Es para no desacreditar el establecimiento si vengo con los parroquianos finos.
Draco sabía de sobra que en aquel restaurante obrero, de nueve libras el menú de la casa, bebidas aparte, no entraban clientes finos.
El italiano le trajo una bandeja con una fuente de pastel de riñones y media botella de chianti. Se sentó con él a la mesa, mientras la mujer trajinaba en la cocina.
—¿Cómo te va la vida?
—Me defiendo.
Se defendía bastante bien. Aquella mañana había ingresado en su cuenta de ahorros las ciento cincuenta mil libras que encontró en el cobertizo del Coronel.