Capítulo 3

Nueva York

El cardenal Gian Carlo Leoni sujetó el caracol con la pinza niquelada, extrajo hábilmente la carne enroscada con ayuda del pequeño garfio, lo embadurnó delicadamente en la salsa y lo paladeó con fruición, entrecerrando los ojos.

—Exquisitos, ¿eh? —le comentó a su invitado.

—No están mal —concedió el arzobispo Sebastiano Foscolo—, pero les han puesto poco parmesano.

—¿Parmesano? —se extrañó Leoni—. ¿Quién ha dicho que lleven parmesano? Son caracoles a la bourguiñone. Sólo se les pone mantequilla.

—De todas formas, es cierto que están estupendos.

El arzobispo rebañó discretamente la salsa con una sopita de pan, se limpió los dedos, gruesos como morcillas, en la servilleta y apuró el contenido de su copa. Estaban en el Golden Mirror, uno de los restaurantes más lujosos de Nueva York, decorado en estilo versallesco: techos altos con frescos mitológicos, tapices, cornucopias y espejos antiguos por las paredes, arañas de cristal de Murano con cientos de luces. Un atento camarero les sirvió nuevamente de la botella de Dom Perignon. Cuando se retiró, el arzobispo dijo:

—Hemos tenido noticias de Alemania.

El cardenal Leoni, con el ceño ligeramente fruncido, interrumpió la extracción de un caracol para prestarle toda la atención.

—Los amigos rusos de Leonardi han metido la pata. Ya te advertí que son gente sin modales, ratas de cloaca. Por lo visto, el alemán que tenía los tabotat se asustó, intentó huir, se cayó por una escalera y se fracturó el cuello.

—El Señor lo tenga en su seno —respondió rutinariamente Leoni, llevándose el caracol a la boca. Lo deglutió saboreándolo, tomó un sorbo de champán, se enjugó los labios e hizo la pregunta decisiva—: ¿Qué hay de los tabotat?

—Eso es lo malo, que no hay ni rastro de ellos. Registraron a fondo la vivienda, pero nos los encontraron.

Los dos prelados guardaron silencio mientras un camarero retiraba los platos y otro recogía las migajas y alisaba el mantel con el palustre de plata. El cardenal Leoni depositó sobre la mesa impoluta la bolita de pan que había estado amasando distraídamente con los dedos largos y elegantes.

El camarero sirvió el segundo: boeuf à l’arlésienne, con su espesa salsa de cebolla, berenjena, tomate y pimiento.

—Los rusos pensaron que el británico tendría los tabotat —prosiguió Foscolo mientras saboreaba el primer bocado de ternera—, pero tampoco los tenía. Además, ha muerto.

Leoni miró al arzobispo con expresión ceñuda.

—¿También ha rodado por la escalera?

—No, eminencia, sufrió un infarto fulminante mientras lo interrogaban, eso me han asegurado. No pudieron hacer nada por él.

—¿Me está diciendo que hemos perdido el rastro de los tabotat? —preguntó severamente el cardenal.

—Bueno —Foscolo trató de insuflar un hálito de esperanza, la suficiente para no arruinar del todo una estupenda comida—. Existe la posibilidad de que el alemán los guardara en otra parte…

—¿Dónde? Ese hombre, el alemán, era pobre como las ratas. La diócesis nos envió un informe completo —replicó Leoni mientras hundía el cuchillo en la carne.

—No se ha perdido del todo la esperanza, eminencia. Al día siguiente del fallecimiento del señor Burton, su emisario fue a verlo, y permaneció en su casa más de una hora. Los rusos vigilaban el edificio y lo siguieron. Vive en Meadows, treinta kilómetros al norte de Londres. No tiene oficio conocido. Al parecer es una especie de detective privado que colaboró con el coronel Burton cuando era traficante de armas. Él podría conocer el paradero de los tabotat.

El cardenal Leoni no respondió. Se concentró en el Chateaubriand con el semblante preocupado. Una carne irreprochable, cocinada de un modo exquisito, cuya degustación era una pena estropear con el contratiempo de los tabotat. Cuando terminó, cruzó los cubiertos sobre el plato, apuró el vino de la copa y dijo:

—Encuentre esos tabotat, arzobispo. Sobre nuestros hombros gravita la enorme responsabilidad de asegurar el porvenir de la Iglesia. La Iglesia ha sobrevivido a los avatares de la historia durante dos mil años. Mientras imperios y dinastías caían a nuestro alrededor, hemos prevalecido sobre nuestros enemigos. Ahora, la Iglesia se enfrenta a su disolución en un mundo cada vez más ateo y hostil. Si queremos que sobreviva, deberemos reforzarla con la potencia de Dios; necesitamos recuperar los tabotat. Con ellos sabremos asegurar la supervivencia de la Iglesia en los tiempos de tribulación que se avecinan, que ya están aquí.

—Veré a Leonardi —prometió el arzobispo.

—Hágalo, monseñor.

Comieron silenciosamente el postre, un favorite de crema de castañas y albaricoque aromatizado al ron.