Londres
El Coronel no estaba en casa. Le dejó un mensaje en el contestador: «Señor Burton, he regresado de Hamburgo. Llámeme cuando regrese, por favor». Estuvo fuera toda la mañana. Fue a la biblioteca pública a devolver el Viaje sentimental de Sterne y al hipermercado de Springs a hacer las compras semanales. Almorzó cerveza y pastel de riñones en el pub Cagney’s y regresó a su casa a primera hora de la tarde. No había mensajes del Coronel. Volvió a telefonearlo y nuevamente saltó el contestador. Colgó y se quedó pensando con la mano en el teléfono. «El Coronel debería estar esperando mi llamada —se dijo—. Se habrá ausentado por algún motivo urgente». Permaneció toda la tarde en casa, leyendo y viendo la televisión; llamó otro par de veces, sin resultado. A la mañana siguiente decidió visitarlo. Se abrió camino entre el denso tránsito de la autopista y en veinte minutos recorrió los treinta kilómetros que había hasta las afueras de Londres.
El Coronel, prácticamente retirado, vivía en una casa de piedra construida en los años treinta con aquel detestable estilo egipcio que se puso de moda en Inglaterra después de que Carter descubriera la tumba de Tutankamón. Simón Draco abrió la cancela y atravesó el cuidado jardín en el que el Coronel cultivaba extrañas variedades de rosas. No había señales de vida. Las cortinas del salón estaban echadas y Drake, el spaniel del Coronel, tampoco le ladró al intruso. Algo ocurría. Rodeó el edificio y entró por la puerta trasera del jardín, que encontró abierta. El spaniel estaba tendido en el suelo de la cocina, en medio de un charco de sangre seca. Draco lamentó no venir armado. Empuñó un cuchillo grande de cocina que había sobre la encimera y registró la casa con precaución. En el salón, sobre el brazo del sillón favorito del Coronel, había un ejemplar abierto de la Anábasis de Jenofonte. Habían registrado la casa a fondo, los cuadros estaban arrancados y los armarios y estanterías volcados. Draco subió las escaleras iluminadas con la luz de la claraboya. En el breve pasillo se amontonaba la ropa del armario y un par de maletas desfondadas con una navaja. En el dormitorio principal, la cama estaba deshecha. El cadáver del Coronel yacía en el suelo del baño, desnudo, lleno de heridas y hematomas. Había salpicaduras de sangre por todas partes. Debían de haberlo torturado hasta la muerte.
¿Quién?
Probablemente los mismos que habían matado al anciano alemán, el cabo Kolb. Sospechó que la vinculación entre las dos muertes eran aquellas misteriosas hachas de piedra que había ido a recoger a Hamburgo.
Draco salió de la casa y entró en la caseta de las herramientas, al fondo del jardín. El Coronel guardaba allí ciertas cosas. También la habían registrado, habían desordenado las herramientas, habían volcado sobre el suelo los recipientes en los que el Coronel clasificaba clavos y tornillos e incluso los botes de pintura. Pero no se les había ocurrido golpear en el extremo de cierta tabla encajada de la pared del fondo. El otro extremo de la tabla resaltaba un centímetro, dejando el espacio suficiente para que Draco introdujera dos dedos y tirara de la madera. La bisagra invisible giró y dejó ver el escondite: un tosco nicho de albañilería en el que el Coronel ocultaba sus secretos: una lata con filminas comprometedoras, su seguro de vida, un viejo directorio telefónico, una agenda de ejecutivo, varias pastillas de explosivo plástico, una caja de balas de pistola y una bolsa de los almacenes C&A cuidadosamente doblada que contenía dos pasaportes falsos y un mazo de billetes de cincuenta libras nuevos, legales.
—¡Caramba, Coronel, no sabía que fueras tan rico!
El Coronel sólo tenía unos sobrinos con los que apenas se trataba. Draco decidió que su más directo heredero era él y se guardó los billetes. Volvió a colocar la tabla y abandonó el cuchitril. En la casa no había nada que hacer y cuanto antes se alejara de la escena del asesinato, mejor. Regresó al coche, recorrió cinco kilómetros por la autopista, y avisó a la policía desde un teléfono público del área de descanso de Meadows.
—Por favor, vengan al número veintiséis de Alderson Road. Han asesinado al señor Burton.
—¿Quién es usted?
—Alguien que no quiere verse implicado en el caso.
Y colgó.