Capítulo 1

Oyó el timbre, una vez más, lejano, al otro lado de la puerta. El señor Kolb tardaba en abrir. Quizá lo había sorprendido en el cuarto de baño, quizá era duro de oído, quizá el anciano no podía ir más aprisa, arrastrando los pies. Habían concertado la cita. Dejó transcurrir otro medio minuto y, cuando se disponía a repetir la llamada, reparó en la madera astillada alrededor de la cerradura. La gruesa capa de pintura craquelada sugería que la fractura era reciente. Mal asunto, pensó. Posó un dedo en la puerta y empujó con precaución. Estaba abierta.

—¿Señor Kolb? —llamó a media voz. Como no obtuvo respuesta se dispuso a entrar. Miró atrás y comprobó que las otras puertas permanecían cerradas. Lo último que deseaba era atraer la curiosidad de los vecinos.

El interior de la vivienda, parte de un antiguo almacén portuario reconvertido en apartamentos baratos, estaba débilmente iluminado y despedía un hedor agrio a col hervida, a mugre y a vejez. Simón Draco buscó a tientas el interruptor y encendió la luz. Entonces vio al señor Kolb en el recibidor. Yacía al pie de la escalera, con la cabeza extrañamente doblada hacia un lado, muerto, con un batín y unas zapatillas de fieltro. Simón Draco cerró la puerta, sacó un pañuelo y limpió sus huellas dactilares del picaporte y del interruptor de la luz. Miró el cadáver detenidamente. No hacía falta ser un lince para reconocer un cuello roto y la lividez de un fiambre de varias horas. Aguzó el oído. La casa estaba silenciosa. Subió la escalera precavidamente preguntándose si el señor Kolb habría muerto al rodar por la escalera accidentalmente, o si, como sospechaba, le había ayudado la misma persona que forzó la cerradura.

La casa estaba patas arriba. Los cajones, tirados por el suelo, habían dejado un amasijo de ropa, antiguas facturas, revistas añejas, cabos de velas, baratijas y papeles amarillentos. El sofá y el colchón, destripados, dejaban ver un revoltijo de borra y plumón. Incluso habían apartado las raídas y mugrientas alfombras para levantar las tablas del suelo. Pensó que el estropicio y el asesinato podrían estar relacionados con su visita. Había venido a negociar la compra de dos antiguas hachas de piedra que el viejo Kolb poseía. Probablemente eran los únicos objetos de valor que había en aquella mísera vivienda. Ahora las tendría el asesino. No había nada que hacer allí, excepto salir lo antes posible y poner tierra por medio. Consultó el reloj. Las seis y media. Tenía billete de vuelta para el avión de las diez, pero si se apresuraba quizá encontrara plaza en el de las ocho.

Se disponía a salir cuando reparó en una fotografía medio abarquillada bajo el cristal, sobre la repisa de la chimenea. Un oficial y un cabo del ejército alemán, jóvenes los dos. El oficial, con una gran cicatriz en la mejilla y un ojo parcheado, alto y estirado, miraba severamente a la cámara con su único ojo. Por el contrario, el cabo, risueño y tirando a gordo, parecía satisfecho con la vida. Draco reconoció en el cabo al viejo que yacía muerto al pie de la escalera. Abajo, medio borroso, con una caligrafía antigua, se leía: «Con el comandante Otto von Kessler. París, 1944». En otra fotografía se veía a una niña gordita en un columpio, riéndose. La dedicatoria, escrita con letra infantil, decía: «Para mi querido tío Peter, de su sobrina Inga»

Mientras bajaba la escalera, Draco pensó que aquella Inga debía de ser ahora una mujer hecha y derecha, probablemente una robusta matrona alemana de velludas piernas y aspecto viril y que quizá asistiera al entierro, si la dejaban los niños, las compras y otras ocupaciones. Allí no había mucho que heredar. Miró al difunto que seguía al pie de la escalera en su extraño escorzo. El cabo Kolb había sobrevivido a una guerra sangrienta para morir oscuramente, con el cuello roto, después de una vida anodina y sórdida. ¿No le esperaría a él un destino parecido al de aquel pobre diablo? Se asomó al portal y cuando se cercioró de que estaba desierto, salió cerrando la puerta. Pasó el pañuelo por el tirador para eliminar las huellas y regresó a la calle, donde ya empezaba a oscurecer. Anduvo tres manzanas y tomó un taxi para el aeropuerto. Que el Coronel decidiera si debía telefonear a la policía para que recogieran el fiambre o si dejaba esa tarea para los vecinos cuando los alertara el hedor.

Faltaban treinta minutos para el embarque. Entró en la tienda duty free y compró un frasco de colonia Calvin Klein para Joyce.