Mientras yo yacía dormido en el suelo vino una oveja a pacer de la corona de hiedra de mi cabeza, – pació y dijo: «Zaratustra ha dejado de ser un docto».
Así dijo, y se marchó hinchada y orgullosa[219]. Me lo ha contado un niño.
Me gusta estar echado aquí donde los niños juegan, junto al muro agrietado, entre cardos y rojas amapolas.
Todavía soy un docto para los niños, y también para los cardos y las rojas amapolas. Son inocentes, incluso en su maldad.
Mas para las ovejas he dejado de serlo: así lo quiere mi destino – ¡bendito sea!
Pues ésta es la verdad: he salido de la casa de los doctos: y además he dado un portazo a mis espaldas.
Durante demasiado tiempo mi alma estuvo sentada hambrienta a su mesa; yo no estoy adiestrado al conocer como ellos, que lo consideran un cascar nueces.
Amo la libertad, y el aire sobre la tierra fresca; prefiero dormir sobre pieles de buey que sobre sus dignidades y respetabilidades.
Yo soy demasiado ardiente y estoy demasiado quemado por pensamientos propios: a menudo me quedo sin aliento. Entonces tengo que salir al aire libre y alejarme de los cuartos llenos de polvo.
Pero ellos están sentados, fríos, en la fría sombra: en todo quieren ser únicamente espectadores, y se guardan de sentarse allí donde el sol abrasa los escalones.
Semejantes a quienes se paran en la calle y miran boquiabiertos a la gente que pasa: así aguardan también ellos y miran boquiabiertos a los pensamientos que otros han pensado.
Si se los toca con las manos, levantan, sin quererlo, polvo a su alrededor, como si fueran sacos de harina; ¿pero quién adivinaría que su polvo procede del grano y de la amarilla delicia de los campos de estío?
Cuando se las dan de sabios, sus pequeñas sentencias y verdades me hacen tiritar de frío: en su sabiduría hay a menudo un olor como si procediese de la ciénaga: y en verdad, ¡yo he oído croar en ella a la rana!
Son hábiles, tienen dedos expertos: ¡qué quiere mi sencillez en medio de su complicación! De hilar y de anudar y de tejer entienden sus dedos: ¡así hacen los calcetines del espíritu!
Son buenos relojes: ¡con tal de que se tenga cuidado de darles cuerda a tiempo! Entonces señalan la hora sin fallo y, al hacerlo, producen un discreto ruido[220].
Trabajan igual que molinos y morteros: ¡basta con echarles nuestros cereales! – ellos saben moler bien el grano y convertirlo en polvo blanco.
Se miran unos a otros los dedos y no se fían del mejor. Son hábiles en inventar astucias pequeñas, aguardan a aquéllos cuya ciencia anda con pies tullidos, – aguardan igual que arañas.
Siempre les he visto preparar veneno con cautela; y siempre, al hacerlo, se cubrían los dedos con guantes de cristal.
También saben jugar con dados falsos; y los he encontrado jugando con tanto ardor que al hacerlo sudaban.
Somos recíprocamente extraños, y sus virtudes repugnan a mi gusto aún más que sus falsedades y sus dados engañosos.
Y cuando yo habitaba entre ellos habitaba por encima de ellos. Por esto se enojaron conmigo.
No quieren siquiera oír decir que alguien camina por encima de sus cabezas; y por ello colocaron maderas y tierra e inmundicias entre mí y sus cabezas.
Así amortiguaron el sonido de mis pasos: y, hasta hoy, quienes peor me han oído han sido los más doctos de todos[221].
Entre ellos y yo han colocado las faltas y debilidades de todos los hombres: – «techo falso» llaman a esto en sus casas.
Mas, a pesar de todo, con mis pensamientos camino por encima de sus cabezas; y aun cuando yo quisiera caminar sobre mis propios errores, continuaría estando por encima de ellos y de sus cabezas.
Pues los hombres no son iguales: así habla la justicia[222], ¡y lo que yo quiero, eso a ellos no les ha sido lícito quererlo!
Así habló Zaratustra.