Cuando ayer salía la luna me pareció que iba a dar a luz un sol: tan abultada y grávida yacía en el horizonte.
Pero me mintió con su preñez; y antes creería yo en el hombre de la luna que en la mujer[215].
Ciertamente, poco hombre es también ese tímido noctámbulo. En verdad, con mala conciencia deambula sobre los tejados.
Pues es lascivo y celoso el monje que hay en la luna, lascivo de la tierra y de todas las alegrías de los amantes.
¡No, no me gusta ese gato sobre los tejados! ¡Me repugnan todos los que rondan furtivamente las ventanas entornadas!
Piadosa y silente camina sobre alfombras de estrellas: – mas no me gustan, en el varón, esos pies sigilosos, en los que ni siquiera una espuela mete ruido.
El paso de todo hombre honesto habla; pero el gato se escurre furtivo por el suelo. Mira, gatuna y deshonesta avanza la luna. –
¡Esta parábola os ofrezco a vosotros los sensibles hipócritas, a vosotros los hombres del «puro conocimiento»! ¡A vosotros yo os llamo – lascivos!
También vosotros amáis la tierra y las cosas terrenas: ¡os he adivinado bien! – pero vergüenza hay en vuestro amor, y mala conciencia, – ¡os parecéis a la luna!
A que despreciéis a la tierra ha persuadido alguien a vuestro espíritu, pero no a vuestras entrañas: ¡mas éstas son lo más fuerte en vosotros!
Y ahora vuestro espíritu se avergüenza de estar a merced de vuestras entrañas, y a causa de su propia vergüenza recorre caminos tortuosos y embusteros.
«Para mí sería lo más elevado —así se dice a sí mismo vuestro mendaz espíritu— mirar a la tierra sin codicia y sin tener la lengua colgando, como el perro:
¡Ser feliz en el contemplar, con una voluntad ya muerta, ajeno a la rapacidad y a la avaricia del egoísmo – frío y gris en todo el cuerpo, mas con ebrios ojos de luna!».
«Lo más querido sería para mí —así se seduce a sí mismo el seducido— amar la tierra tal como la ama la luna, y sólo con los ojos palpar su belleza.
Y el conocimiento inmaculado de todas las cosas sea para mí el no querer nada de las cosas: excepto el que me sea lícito yacer ante ellas como un espejo de cien ojos.»[216] –
¡Oh, sensibles hipócritas, lascivos! A vosotros os falta la inocencia en el deseo: ¡y por eso ahora calumniáis el desear!
¡En verdad, no como creadores, engendradores, gozosos de devenir amáis vosotros la tierra!
¿Dónde hay inocencia? Allí donde hay voluntad de engendrar. Y el que quiere crear por encima de sí mismo, ése tiene para mí la voluntad más pura.
¿Dónde hay belleza? Allí donde yo tengo que querer con toda mi voluntad; allí donde yo quiero amar y hundirme en mi ocaso, para que la imagen no se quede sólo en imagen.
Amar y hundirse en su ocaso: estas cosas van juntas desde la eternidad. Voluntad de amor: esto es aceptar de buen grado incluso la muerte. ¡Esto es lo que yo os digo, cobardes!
¡Pero ahora vuestro castrado bizquear quiere llamarse «contemplación»! ¡Y lo que se deja palpar con ojos cobardes debe ser bautizado con el nombre de «bello»! ¡Oh, mancilladores de nombres nobles!
Mas ésta debe ser vuestra maldición, inmaculados, hombres del puro conocimiento, el que jamás daréis a luz: ¡y ello aunque yazcáis abultados y grávidos en el horizonte!
En verdad, vosotros os llenáis la boca con palabras nobles: ¿y nosotros debemos creer que el corazón os rebosa, embusteros?[217]
Pero mis palabras son palabras pequeñas, despreciadas, torcidas: me gusta recoger lo que en vuestros banquetes cae debajo de la mesa[218].
¡Con ellas puedo siempre todavía – decir la verdad a los hipócritas! ¡Sí, mis espinas de pescado, mis conchas y mis cardos deben – cosquillear las narices a los hipócritas!
Aire viciado hay siempre en torno a vosotros y a vuestros banquetes: ¡vuestros lascivos pensamientos, vuestras mentiras y disimulos están, en efecto, en el aire!
¡Osad primero creeros a vosotros mismos – a vosotros y a vuestras entrañas! El que no se cree a sí mismo miente siempre.
Una máscara de un dios habéis colgado delante de vosotros mismos, «puros»: en una máscara de un dios se ha introducido, arrastrándose, vuestra asquerosa lombriz.
¡En verdad, vosotros engañáis, «contemplativos»! También Zaratustra fue en otro tiempo el chiflado de vuestras pieles divinas; no adivinó las enroscadas serpientes de que estaban llenas esas pieles.
¡En otro tiempo me imaginé ver jugar el alma de un dios en vuestros juegos, hombres del puro conocimiento! ¡En otro tiempo me imaginé que no había mejor arte que vuestras artes!
La distancia me ocultaba la inmundicia de serpientes y su mal olor: y que aquí rondaba, lasciva, la astucia de un lagarto.
Pero me aproximé a vosotros: entonces llegó a mí el día – y ahora él viene a vosotros, – ¡se acabaron los amores con la luna!
¡Mirad! ¡Atrapada y pálida se encuentra ahí la luna – ante la aurora!
¡Pues ya llega ella, la incandescente, – llega su amor a la tierra! ¡Inocencia y deseo propio de creador es todo amor solar!
¡Mirad cómo se eleva impaciente sobre el mar! ¿No sentís la sed y la ardiente respiración de su amor?
Del mar quiere sorber, y beber su profundidad llevándosela a lo alto: entonces el deseo del mar se eleva con mil pechos.
Besado y sorbido quiere ser éste por la sed del sol; ¡en luz quiere convertirse, y en altura y en huella de luz, y en luz misma!
En verdad, igual que el sol amo yo la vida y todos los mares profundos.
Y esto significa para mí conocimiento: todo lo profundo debe ser elevado – ¡hasta mi altura!
Así habló Zaratustra.