Entre hijas del desierto

1

«¡No te vayas!, dijo entonces el caminante que se llamaba a sí mismo la sombra de Zaratustra, quédate con nosotros[545], de lo contrario podría volver a acometernos la vieja y sorda tribulación.

Ya el viejo mago nos ha prodigado sus peores cosas, y mira, el buen papa piadoso tiene lágrimas en los ojos y ha vuelto a embarcarse totalmente en el mar de la melancolía.

Estos reyes, sin duda, siguen poniendo ante nosotros buena cara: ¡esto es lo que ellos, en efecto, mejor han aprendido hoy de todos nosotros! Mas si no tuvieran testigos, apuesto a que también en ellos recomenzaría el juego malvado –

– ¡el juego malvado de las nubes errantes, de la húmeda melancolía, de los cielos cubiertos, de los soles robados, de los rugientes vientos de otoño!

– el juego malvado de nuestro rugir y gritar pidiendo socorro: ¡quédate con nosotros, oh Zaratustra! ¡Aquí hay mucha miseria oculta que quiere hablar, mucho atardecer, mucha nube, mucho aire enrarecido!

Tú nos has alimentado con fuertes alimentos para hombres[546] y con sentencias vigorosas: ¡no permitas que, para postre, nos acometan de nuevo los espíritus blandos y femeninos!

¡Tú eres el único que vuelves fuerte y claro el aire a tu alrededor! ¿He encontrado yo nunca en la tierra un aire tan puro como junto a ti, en tu caverna?

Muchos países he visto, mi nariz ha aprendido a examinar y enjuiciar aires de muchas clases: ¡mas en tu casa es donde mis narices saborean su máximo placer!

A no ser que, – a no ser que –, ¡oh, perdóname un viejo recuerdo! Perdóname una vieja canción de sobremesa que compuse una vez hallándome entre hijas del desierto: –

– junto a las cuales, en efecto, había un aire igualmente puro, luminoso, oriental; ¡allí fue donde más alejado estuve yo de la nubosa, húmeda, melancólica Europa vieja!

Entonces amaba yo a tales muchachas de Oriente y otros azules reinos celestiales, sobre los que no penden nubes ni pensamientos.

No podréis creer de qué modo tan gracioso se estaban sentadas, cuando no bailaban, profundas, pero sin pensamientos, como pequeños misterios, como enigmas engalanados con cintas, como nueces de sobremesa –

multicolores y extrañas, ¡en verdad!, pero sin nubes: enigmas que se dejan adivinar: por amor a tales muchachas compuse yo entonces un salmo de sobremesa».

Así habló el viajero y sombra; y antes de que alguien le respondiese había tomado ya el arpa del viejo mago – y cruzado las piernas; entonces miró, tranquilo y sabio, a su alrededor: – y con las narices aspiró lenta e inquisitivamente el aire, como alguien que en países nuevos gusta un aire nuevo y extraño. Luego comenzó a cantar con una especie de rugido[547].

2

El desierto crece: ¡ay de aquél que dentro de sí cobija desiertos!

– ¡Ah! ¡Qué solemne!

¡Qué efectivamente solemne!

¡Qué digno comienzo!

¡Qué áfricamente solemne!

Digno de un león

O de un moral mono aullador –

– Pero nada para vosotras,

Encantadoras amigas,

A cuyos pies por vez primera

A mí, a un europeo,

Entre palmeras

Se le concede sentarse. Sela[548].

¡Maravilloso, en verdad!

Ahora estoy aquí sentado,

Cerca del desierto y ya

Tan lejos otra vez de él,

Y tampoco en absoluto convertido en desierto todavía:

Sino engullido

Por este pequeñísimo oasis –:

– Hace un instante abrió con un bostezo

Su amable hocico,

El más perfumado de todos los hociquitos:

¡Y yo caí dentro de él,

Hacia abajo, a través – entre vosotras,

Encantadoras amigas! Sela.

¡Gloria, gloria a aquella ballena si a su huésped

Tan bien trató! – ¿entendéis

Mi docta alusión?[549]

Gloria a su vientre

Si fue así

Un vientre-oasis tan agradable

Como éste: cosa que, sin embargo, dudo,

– Pues yo vengo de Europa,

La cual es más incrédula que todas

Las esposas algo viejas.

¡Quiera Dios mejorarla!

¡Amén!

Ahora estoy aquí sentado,

En este pequeñísimo oasis,

Semejante a un dátil,

Moreno, lleno de dulzura, chorreando oro, ávido

De una redonda boca de muchacha,

Y, aún más, de helados

Niveos cortantes incisivos dientes

De muchacha: por los que languidece

El corazón de todos los ardientes dátiles. Sela.

Semejante, demasiado semejante

A dichos frutos meridionales,

Estoy aquí tendido, mientras pequeños

Insectos alados

Me rodean danzando y jugando,

Y asimismo deseos y ocurrencias

Aún más pequeños,

Más locos, más malignos,

– Rodeado por vosotras,

Mudas, llenas de presentimientos

Muchachas-gatos,

Dudú y Suleica[550],

Circumesfingeado[551], para en una palabra

Amontonar muchos sentimientos:

(¡Dios me perdone

Este pecado de lengua!).

– Aquí estoy yo sentado, olfateando el mejor aire de todos,

Aire de paraíso en verdad,

Ligero aire luminoso, estriado de oro,

Todo el aire puro que alguna vez

Cayó de la luna –

¿Se debió esto al azar

U ocurrió por petulancia?

Como cuentan los viejos poetas.

Pero yo, escéptico, en duda

Lo pongo, pues vengo

De Europa,

La cual es más incrédula que todas

Las esposas algo viejas.

¡Quiera Dios mejorarla!

¡Amén!

Sorbiendo este aire bellísimo,

Hinchadas las narices como cálices,

Sin futuro, sin recuerdos,

Así estoy aquí sentado,

Encantadoras amigas,

Y contemplo cómo la palmera,

Igual que una bailarina,

Se arquea y pliega y las caderas mece,

– ¡Uno la imita si la contempla largo tiempo!

¿Igual que una bailarina, que, a mi parecer,

Durante largo tiempo ya, durante peligrosamente largo tiempo,

Siempre, siempre se sostuvo únicamente sobre una sola pierna?

– ¿Y que por ello olvidó, a mi parecer,

La otra pierna?

En vano, al menos, he buscado la alhaja gemela

Echada de menos

– Es decir, la otra pierna –

En la santa cercanía

De su encantadora, graciosa

Faldita de encajes, ondulante como un abanico.

Sí, hermosas amigas,

Si del todo queréis creerme:

¡La ha perdido!

¡Ha desaparecido!

¡Desaparecido para siempre!

¡La otra pierna!

¡Oh, lástima de esa otra amable pierna!

¿Dónde – estará y se lamentará abandonada?

¿La pierna solitaria?

¿Llena de miedo acaso a un

Feroz monstruo-león amarillo

De rubios rizos? O incluso ya

Roída, devorada –

Lamentable, ¡ay!, ¡ay! ¡Devorada! Sela.

¡Oh, no lloréis

Tiernos corazones!

¡No lloréis,

Corazones de dátil! ¡Senos de leche!

¡Corazones-saquitos

De regaliz!

¡No llores más,

Pálida Dudú!

¡Sé hombre[552], Suleica! ¡Ánimo! ¡Ánimo!

–¿O acaso vendría bien

Un tónico,

Un tónico para el corazón?

¿Una sentencia ungida?

¿Una exhortación solemne? –

¡Ah! ¡Levántate, dignidad!

¡Dignidad de la virtud! ¡Dignidad del europeo!

¡Sopla, vuelve a soplar,

Fuelle de la virtud!

¡Ah!

¡Rugir una vez más aún,

Rugir moralmente!

¡Como león moral

Rugir ante las hijas del desierto!

– ¡Pues el aullido de la virtud,

Encantadoras muchachas,

Es, más que ninguna otra cosa,

El ardiente deseo, el hambre voraz del europeo!

De nuevo estoy en pie,

Como europeo,

¡No puedo hacer otra cosa, Dios me ayude![553]

¡Amén!

El desierto crece: ¡ay de aquél que dentro de sí cobija desiertos!