Y de nuevo pasaron lunas y años sobre el alma de Zaratustra, y él no prestaba atención a eso; mas su cabello se volvió blanco. Un día, cuando se hallaba sentado sobre una piedra[437] delante de su caverna y miraba en silencio hacia afuera, – desde allí se ve el mar a lo lejos, al otro lado de abismos tortuosos – sus animales estuvieron dando vueltas, pensativos, a su alrededor y por fin se colocaron delante de él.
«Oh Zaratustra, dijeron, ¿es que buscas con la mirada tu felicidad?»[438] – «¡Qué importa la felicidad!, respondió él, hace ya mucho tiempo que yo no aspiro a la felicidad, aspiro a mi obra.» – «Oh Zaratustra, hablaron de nuevo los animales, dices eso como quien está sobrado de bien. ¿No yaces tú acaso en un lago de felicidad azul como el cielo?» – «Picaros, respondió Zaratustra, y sonrió, ¡qué bien habéis elegido la imagen! Pero también sabéis que mi felicidad es pesada, y no como una fluida ola de agua: me oprime y no quiere despegarse de mí y se parece a pez derretida». –
Entonces los animales se pusieron a dar vueltas de nuevo, pensativos, a su alrededor, y otra vez se colocaron delante de él. «Oh Zaratustra, dijeron, ¿a eso se debe, pues, el que tú mismo te estés poniendo cada vez más amarillo y oscuro, aunque tu cabello aparente ser blanco y como de lino? ¡Mira, estás sentado en tu pez!» – «¡Qué decís, animales míos!, dijo Zaratustra y se rió, en verdad blasfemé cuando hablé de la pez[439]. Lo que a mí me ocurre les ocurre a todos los frutos que maduran. La miel que hay en mis venas es lo que vuelve más espesa mi sangre y, también, más silenciosa mi alma.» – «Así será, oh Zaratustra, respondieron los animales, y se arrimaron a él; mas ¿no quieres subir hoy a una alta montaña? El aire es puro, y hoy se ve una parte del mundo mayor que nunca.» – «Sí, animales míos, respondió él, acertado es vuestro consejo y conforme a mi corazón: ¡hoy quiero subir a una alta montaña! Pero cuidad de que allí tenga a mano miel, miel de colmena, amarilla, blanca, buena, fresca como el hielo. Pues sabed que allá arriba quiero hacer la ofrenda de la miel». –
Sin embargo, cuando Zaratustra estuvo en la cumbre mandó a casa a sus animales, que lo habían acompañado, y vio que entonces estaba solo: – entonces se rió de todo corazón, miró a su alrededor y habló así:
¡El haber hablado de ofrendas, y de ofrendas de miel, fue sólo una argucia oratoria y, en verdad, una tontería útil! Aquí arriba me es lícito hablar con mayor libertad que delante de cavernas de eremitas y de animales domésticos de eremitas.
¡Por qué hacer una ofrenda! Yo derrocho lo que se me regala, yo derrochador de las mil manos: ¡cómo me sería lícito llamar a esto todavía – hacer una ofrenda!
Y cuando yo pedía miel, lo que pedía era tan sólo un cebo y un dulce y viscoso almíbar, al que son aficionados incluso los osos gruñones y los pájaros extraños, refunfuñadores, malvados:
– el mejor cebo, cual lo precisan cazadores y pescadores. Pues si el mundo es cual un oscuro bosque lleno de animales, y jardín de delicias de todos los cazadores furtivos, a mí me parece más bien, y aun mejor, un mar rico y lleno de abismos,
– un mar lleno de peces y cangrejos de todos los colores, que hasta los dioses sentirían deseos de hacerse pescadores en su orilla y echadores de redes: ¡tan abundante es el mundo en rarezas grandes y pequeñas!
Especialmente el mundo de los hombres, el mar de los hombres: – a él lanzo yo ahora mi caña de oro y digo: ¡ábrete, abismo del hombre!
¡Ábrete y arrójame tus peces y tus centelleantes cangrejos! ¡Con mi mejor cebo pesco yo hoy para mí los más raros peces humanos!
– mi propia felicidad arrójola lejos, a todas las latitudes y lejanías, entre el amanecer, el mediodía y el atardecer, a ver si muchos peces humanos aprenden a tirar y morder de mi felicidad.
Hasta que, mordiendo mis afilados anzuelos escondidos, tengan que subir a mi altura los más multicolores gobios de los abismos, subir hacia el más maligno de todos los pescadores de hombres[440].
Pues eso soy yo a fondo y desde el comienzo, tirando, atrayendo, levantando, elevando, alguien que tira, que cría y corrige, que no en vano se dijo a sí mismo en otro tiempo: «¡Llega a ser el que eres!»[441].
Así, pues, que los hombres suban ahora hasta mí: pues todavía aguardo los signos[442] de que ha llegado el tiempo de mi descenso, todavía no me hundo yo mismo en mi ocaso como tengo que hacerlo, entre los hombres.
A esto aguardo aquí, astuto y burlón, en las altas montañas, ni impaciente ni paciente, sino más bien como quien ha olvidado hasta la paciencia, – porque ya no «padece».
Mi destino me deja tiempo, en efecto: ¿acaso me ha olvidado? ¿O está sentado a la sombra detrás de una gran piedra y se dedica a cazar moscas?
Y, en verdad, le estoy reconocido, a mi eterno destino, de que no me urja ni me apremie y me deje tiempo para bromas y maldades: de modo que hoy he subido a esta alta montaña a pescar peces.
¿Ha pescado un hombre alguna vez peces sobre altas montañas? Y aunque sea una tontería lo que yo quiero y hago aquí arriba: mejor es esto que no volverme solemne allá abajo, a fuerza de aguardar, y verde y amarillo –
– uno que resopla afectadamente de cólera a fuerza de aguardar, una santa tempestad rugiente que baja de las montañas, un impaciente que grita a los valles: «¡Oíd, u os azoto con el látigo de Dios!».
No es que yo me enoje por esto con tales coléricos: ¡me hacen reír bastante! ¡Impacientes tienen que estar esos grandes tambores ruidosos, que o hablan hoy o no hablan nunca!
Mas yo y mi destino – no hablamos al Hoy, tampoco hablamos al Nunca: para hablar tenemos paciencia, y tiempo, y más que tiempo. Pues un día tiene él que venir[443], y no le será lícito pasar de largo.
¿Quién tiene que venir un día, y no le será lícito pasar de largo? Nuestro gran Hazar, es decir, nuestro grande y remoto reino del hombre, el reino de Zaratustra de los mil años[444] – –
¿A qué distancia se encuentra ese algo «lejano»? ¡Qué me importa eso! Mas no por ello es para mí menos firme –, con ambos pies estoy yo seguro sobre ese fundamento,
– sobre un fundamento eterno, sobre una dura roca primitiva[445], sobre estas montañas primitivas, las más elevadas y duras de todas, a las que acuden todos los vientos como a una divisoria meteorológica, preguntando por el ¿dónde? y por el ¿de dónde? y por el ¿hacia dónde?
¡Ríe aquí, ríe, luminosa y saludable maldad mía! ¡Desde las altas montañas arroja hacia abajo tu centelleante risotada burlona! ¡Pesca para mí con tu centelleo los más hermosos peces humanos!
Y lo que en todos los mares a mí me pertenece, mi en-mí y para-mí[446] en todas las cosas, – péscame eso y sácalo fuera, sube eso hasta mí: eso es lo que aguardo yo, el más maligno de todos los pescadores.
¡Lejos, lejos, anzuelo mío! ¡Dentro, hacia abajo, cebo de mi felicidad! ¡Deja caer gota a gota tu más dulce rocío, miel de mi corazón! ¡Muerde, anzuelo mío, en el vientre de toda negra tribulación!
¡Lejos, lejos, ojos míos! ¡Oh, cuántos mares a mi alrededor, cuántos futuros humanos que alborean! Y por encima de mí – ¡qué calma rosada! ¡Qué silencio despejado de nubes!