Ricketts no me llamó hasta una semana después de nuestro regreso. Era precisamente la mañana del día en que regresarían Stanley y Elaine Bristow.
Fue una de las semanas más largas de mi vida. Así como durante las vacaciones los primeros días parecen transcurrir lentamente —al punto que a los tres días de partir uno cree haber estado ausente una semana—, así también parecían hacerse interminables los días que siguieron a nuestro regreso.
Por un lado, yo vigilaba el buzón y estaba alerta a las llamadas telefónicas; por otro, esperaba con impaciencia que el comandante Ricketts se pusiera en contacto conmigo.
Luego, repentinamente, él apareció en el teléfono y arregló una entrevista conmigo para esa misma tarde, en el bar del hotel Ritz.
Era un hombre alto y esbelto, de unos cincuenta años, pelo canoso, cutis fresco, nariz fresca y una sonrisa juvenil. Vestía traje de tweed liviano, camisa color crema y corbata de excelente calidad. De cuando en cuando, mientras hablábamos, tomaba rápidas notas en el dorso de un sobre, con un anticuado lápiz de oro.
Es difícil describir la oleada de alivio que experimenté al comprobar que estaba hablando con alguien que tomaba el asunto en serio.
Comenzó diciendo que conocía mi historia a grandes rasgos y que se había enterado «indirectamente a través de Mr. Bristow». Luego me rogó que la repitiera en forma su cinta. Me escuchó con toda atención, y cuando concluí mi versión condensada, movió la cabeza en un gesto que parecía ser de entusiasta aprobación.
—Usted ya sabría que algunos gobiernos extranjeros utilizan la extorsión con fines de espionaje —dijo.
—No sugerirá usted que Mrs. Dawson, del hotel El Redro, en Burlington, era una espía, ¿no?
—Todo lo contrario.
—No entiendo.
—Quiero decir que yo creo en su teoría respecto a Mrs. Dawson.
—¿Habla usted en serio?
Lo observé a la espera de una salvedad, que llegó pocos segundos después.
—Hasta cierto punto —dijo.
—¿Qué punto? —pregunté casi antes de que las palabras terminaran de salir de su boca.
—Hasta el punto en que comenzaron los intentos por inducirla a que cediera todos los detalles de sus víctimas; mi propia teoría difiere a partir de ese momento.
—Prosiga —rogué.
—Ella tenía una mente retorcida, es verdad. Estaba obsesionada por la idea de venganza. Quería hacer todo el daño posible al mundo criminal. Pero cuando se trató de hacer un daño al país, la respuesta fue: no. Supongo que ellos erraron el camino.
—¿Erraron el camino?
—«Ayúdenos a destruir el sistema de clases que produce criminales y que ocasionó la muerte de su esposo»… cosas por el estilo. Pero no dio resultado, ¿no le parece?
—Si eso fue lo que ocurrió, no dio resultado. Supongo que además habrán intentado convencerla con dinero, ¿no es verdad?
—Deben de haberle ofrecido una compensación por la pérdida de su renta, por así decir —dijo Ricketts con expresión sombría—. Son gente realista. Y luego llegó la oferta final.
—En Pompeya —murmuré y miré el lujoso decorado que nos rodeaba, mientras pensaba en el polvoriento suelo de Pompeya.
—En Pompeya —repitió Ricketts e hizo una seña al camarero para que nos sirviera otra copa.
—Pero ¿por qué la mataron? —pregunté.
—Mi departamento cree… —comenzó Ricketts y se detuvo.
—¿Cuál es su departamento?
—¿Tiene alguna importancia eso?
Hice un gesto de negación, lamentando la falta de tino de mi pregunta.
—Mi departamento cree que la mataron porque surgió otra persona que ofrecía la información requerida… por el mismo dinero.
—¿Quién? —pregunté como si no hubiera adivinado ya.
—Alguien que la ayudaba, alguien de mucha confianza que tenía acceso a los ficheros y que en este momento ya debe estar fuera del país.
Contemplé mi whisky con soda.
—¿Sigue estando Mrs. Gray en el hotel El Retiro? —pregunté, por fin.
—Mrs. Gray ya no está en ese hotel. Ha abandonado el país.
—Vieja traidora, cara de bollo —exclamé.
—Carecemos de pruebas —aclaró Ricketts con modestia.
—¿Y cuál es mi papel?
—Es una simple conjetura.
—No importa; expóngala.
—Supongo que su intervención se produjo en un momento delicado, en un trance difícil. Un año, o quizá seis meses después, su aparición no les habría importado. Creo que todas esas amenazas perseguían un propósito.
—Me alegra haber sido tan oportuno —comenté, pero Ricketts no sonrió.
—Todos esos incidentes se dispusieron de manera tal que si usted descubría algo delicado, ni la policía ni nadie lo tomaría demasiado en serio. Usted habría pasado por un enfermo nervioso. ¿Comprende?
Asentí con la cabeza.
—¿Y por qué no puede tratarse de delincuentes? —pregunté—. ¿Por qué no puede tratarse de extorsión comercial, de un negocio que rinde pingües beneficios?
—Ninguna organización criminal podría tomarse tantas molestias ni incurrir en tantos gastos. Simplemente habrían acabado con usted.
—¿Y por qué no acabaron éstos conmigo?
—Éstos, como usted los llama, no matan mucho. Procuran evitar las muertes en lo posible.
Vaciló, y luego, añadió:
—Pero lo harán si se ven obligados a hacerlo. Ésa es la opinión de mi departamento.
—¿Qué quiere usted decir? …pregunté sin necesidad alguna.
—Quiero decir que han sido muy pacientes con usted. Quiero decir que es una suerte que nos hayamos conocido.
Bebí un trago de whisky.
—Ha sido una suerte que nos conociéramos —repetí.
—Usted ha estado luchando y lucha contra un servicio de inteligencia hostil, ¿se da cuenta de eso?
Asentí, pero señalé que no consideraba a Miss Brett, a la pobre Cara de Buñuelo, ni aun al rechoncho Bardoni, personas capaces de obtener secretos valiosos.
—Son piezas sin importancia, que sólo temían sus investigaciones por razones personales. Por temor a que el pasado arruinara su presente.
—Por temor a un futuro desolado —murmuré y Ricketts asintió con la cabeza.
—Pero aquí y allá, entre las víctimas de Mrs. Dawson tiene que haber otros, igualmente atemorizados, pero que ocupan lugares más importantes. Ellas han trabajado en eso durante mucho tiempo, Mr. Compton.
Cuando nos separamos prometí consignar por escrito hasta el más ínfimo detalle que pudiera recordar de todo el caso. Debía entregar el documento en el domicilio personal de Ricketts al día siguiente, de mañana. Le pareció mejor no acercarse a mi casa.
Regresé en taxi, feliz de no haber sucumbido a la tentación de colocar el geranio rojo en la ventana.
Juliet también se mostró encantada y trabajamos juntos en el informe hasta las dos de la mañana.
A las diez me dirigí en mi auto a Hurley News, cerca de Belgrave Square. Hallé el número 25 pintado en una puerta.
Al principio creí que me había equivocado de casa. Los cristales de las ventanas estaban rotos o faltaban. En el interior no había muebles y el empapelado pendía en jirones de las paredes.
Tras comprobar el número con la anotación que el propio Ricketts me había hecho, decidí tocar el timbre; pero por supuesto, no funcionaba, de modo que golpeé la puerta. La calle estaba desierta, cosa que era extraña a esa hora del día.
En vista de que nadie respondía, empujé la puerta y comprobé que estaba sin cerrojo. Entré sin saber a ciencia cierta qué hacer.
En realidad, no tuve que hacer mucho —salvo mirar unos instantes la polvorienta y desnuda escalera— porque a la entrada, en el suelo, había un sobre color pergamino dirigido a mí.
Por supuesto había sido escrito con mi propia máquina, como las demás notas. Era un mensaje breve:
«Le he dicho la verdad. Hemos sido muy pacientes con usted. Es una suerte que nos hayamos conocido.
Ricketts».
Mis ojos no podían apartarse de la nota. De pronto sentí náuseas. Luego una sensación de mareo, y luego ni náuseas ni mareo. Estaba simplemente entumecido; mi cerebro se negaba a funcionar.
Sentí que el corazón me latía de prisa. No temblaba, pero sentía que los latidos de mi corazón resonaban cada vez más ensordecedores en mi oído.
Transcurridos unos instantes traté de pensar.
Ahora veía las tres líneas de defensa.
Primero los intentos aislados de los pececillos por salvarse; luego la verdad parcial, revelada por el coronel Pearson; por último, la verdad total, que había expuesto abiertamente ante mis ojos el individuo que decía llamarse Ricketts.
Volví a mirar la nota y la releí, mientras el dolor del miedo —que no es exactamente dolor, sino más bien una contracción muscular— se apoderaba de mi estómago.
Afuera soplaba, a rachas, una brisa de fines de otoño. Los jirones de papel susurraban en las paredes. Un trocito de yeso, desprendido por el viento cayó a mis pies, como si hubiera caído del nido de algún animal.
El hombre corriente, hasta el más humilde —sobre todo el más humilde—, se considera seguro en su oscuridad y en su relativo anonimato. Dejadme vivir, dice, dejadme labrar el suelo y no me ocuparé de nada que no sea lo mío. Pero nunca estuvo a salvo, no lo está ni lo estará jamás, pensé.
Un inocente y breve paso, aun por caminos conocidos, y entra dentro del radio de visión de ojos que acechan desde las profundidaes de la jungla circundante. Y si presta atención podrá oír el crujido de dientes y el rumor de cuerpos que se deslizan en la espesura. Hará bien en mantener su lanza en ristre y santiguarse, o mirar en dirección a la meca, o tocar su amuleto pagano.
Los hombres deben luchar; unos ganan y otros pierden, como había perdido yo.
Porque mientras más grande es la causa, tanto más grande será la tiranía que erigirá luego para defenderse. Antes de que surgiera el noble y sagrado concepto de la democracia completa, un hombre podía viajar por doquier sin mayores impedimentos; mientras que ahora se ve encajonado por fronteras, pasaportes y visados y muros, e interdictos, y leyes, y policías… todo para preservar la libertad del individuo.
Y en algunos estados monárquicos se podía gritar «¡Abajo la monarquía!», y en algunas democracias estaba prohibido gritar «¡Abajo la democracia!», y bajo una dictadura no se podía gritar «¡Abajo la dictadura!», y todo, todo, en pro de la libertad del individuo.
Por eso el ciudadano corriente debe mantenerse alerta, no debe consentir que le atropellen y, si es preciso, debe luchar, como lo ha hecho en todos los tiempos, aun cuando su lucha termine en el martirio, o sea breve y nada heroica como había sido la mía. Todo contribuye.
¿Pensé realmente todo eso mientras leía la nota del hombre que decía llamarse Ricketts?
Por cierto que no.
Lo pensé y lo desentrañé más tarde. Pero en momentos como aquél hay un germen explosivo, un universo caótico y en expansión, de lógica y de emociones, que contiene en sí mismo los elementos esenciales para la futura disección. Eso fue lo que experimenté.
En medio de mi tristeza y mi desesperación pensé también. La tribu está tan ocupada protegiendo a la tribu, que no tiene tiempo de proteger al individuo.
Luego sentí a mis espaldas una corriente fría, cuando la puerta de calle se abrió del todo. Pero antes de que tuviese tiempo de volverme sentí un golpe en la nuca. No había sido asestado con un instrumento, sino a mano limpia y me arrojó con tanta violencia hacia adelante, que trastabillé y caí al pie de la escalera.
Levanté la vista desde el polvo del suelo, aferrando aún la nota en una mano y el documento que había preparado con tanto trabajo en la otra. Y en el vano de la puerta vi a Ricketts, al hombre que se había hecho pasar por sargento, con sus bondadosos ojos bovinos y a dos hombres más. Reconocí al que llevaba una chaqueta de cuero que le llegaba a las rodillas.
—Usted no se ha portado muy bien con nosotros, ¿verdad?
No respondí.
Uno siente la tentación de atribuirse a sí mismo réplicas ingeniosas, cuando narra algún acontecimiento pasado. Pero debo confesar que yo no dije nada, porque tenía demasiado miedo. Quisiera poder explicar esa sensación. En parte era el natural temor a la muerte, pero en parte se debía también a que me imaginaba a Juliet esperándome, mientras pasaban las horas.
—Hemos sido pacientes, ¿no es así? —dijo Ricketts y me dio un puntapié en las costillas—. ¿Eh? ¿No es así? —preguntó una vez más y me volvió a golpear.
Asentí.
—Puedo apalearlo y amordazarlo y atarlo, y meterlo en un canasto que hay en el piso de arriba, o usted puede seguirnos si quiere en el furgón que está estacionado detrás de la casa. ¿Qué prefiere?
—Iré —dije.
—Bueno. Levántese. ¡Vamos! ¡Levántese!
Me puse lentamente de pie. Sucio. Aturdido. Sin esperanzas. Pensando en el geranio rojo.
Le oí decir:
—Este hombre tiene una pistola con silenciador. Asentí con la cabeza.
Avancé trastabillando hasta la puerta y el grupo se abrió para rodearme. Afuera nos esperaba un furgón verde. Yo no lo había oído llegar. Subí por atrás. No había división entre el asiento del conductor y la cabina trasera. Esperé que los otros subieran.
Como tardaban en hacerlo me asomé por la puerta posterior y luego miré por la ventanilla delantera.
A través del parabrisas pude ver otro furgón azul que se aproximaba y bloqueaba el paso. En la otra dirección habían aparecido dos automóviles negros impecablemente limpios. Desde cada extremo se acercaban cuatro hombres.
No hubo peleas, no hubo tiroteo.
Sólo oí un confuso rumor de voces por espacio de algunos segundos. Luego escuché la voz de Ricketts que se levantaba sobre las demás.
—¡Exijo privilegios diplomáticos! —gritaba.
—Está bien, señor —respondió otra voz—. Ya veremos eso luego. Mientras tanto usted deberá acompañarme a la comisaría.
Uno de los agentes de policía asomó la cabeza por la puerta del furgón verde y me tomó por un brazo. Yo continuaba aferrado al documento que había preparado por encargo del hombre que decía llamarse Ricketts.
—Usted también —dijo el policía—. Vamos. Muévase. Y entrégueme ese sobre.
—¿Qué diablos he hecho yo? —tartamudeé.
—Queda detenido bajo sospecha de pasar informaciones a una potencia enemiga y por violar la Ley de Secretos Oficiales o algo por el estilo… ¡Vamos! ¡Andando!
—¡Santo Dios! ¡Usted está chiflado! ¿Ha perdido el juicio?
—Probablemente —respondió el policía—. ¡Vamos! ¡Salga de ahí! ¡Así me gusta!
No fue posible acusar de nada a aquellos hombres porque no se encontraron documentos comprometedores en su poder.
Ricketts, cuyo verdadero nombre no pienso revelar en pro de las buenas relaciones internacionales, fue declarado persona non grata, y abandonó el país. Dos de los otros fueron deportados. El hombre que había dicho llamarse Matthews corrió peligro de que se le acusara de algunos delitos menores, tales como el de hacerse pasar por oficial de policía. Pero, por fin, todo quedó en la nada.
Para mí toda aquella historia fue una porción de terror: el ciudadano corriente está rodeado por más peligros de los que él supone. Detrás de los ojos que le observan hay otros ojos, que observan a los primeros. Detrás de las bestias carniceras que se deslizan por la espesura, hay otras que las acechan. La rebanada de terror es gruesa y tremenda.
Vivimos en una época peligrosa. Lo único que podemos hacer es mantener la lanza en ristre, cosa que no nos servirá de mucho, tocar el amuleto, confiar en la buena estrella y en la tribu, como en mi caso, no sólo protege a la tribu sino al individuo.
Nada se pierde con confiar.
Para sentirse más seguro, siempre, hasta el día de hoy, tengo un geranio rojo en el antepecho de la ventana.