La iglesia en la cual nos casamos era pequeña y sin pretensiones. Había sido edificada como capilla para un embajador católico, en los tiempos en que el culto estaba proscrito, y por fuera tenía el aspecto de una fábrica en desuso. Ése era precisamente el efecto perseguido. La fachada era un camouflage para ocultar el templo y defenderlo de los motines antipapistas del siglo dieciocho.
Gerald Bailey me llevó en su automóvil a la iglesia. Supongo que atribuyó mi tensión al nerviosismo habitual en los novios. Me dejó en la puerta y partió en busca de un sitio donde aparcar.
El interior de la capilla era cálido y acogedor. Los dorados y azules del coro brillaban a la luz de las velas. En los peldaños que conducían al altar había dos enormes ramos de crisantemos dorados y blancos. Elaine Bristow no había economizado en flores.
Cerca del altar de la Virgen ardía una docena de velas y una anciana desgranaba su rosario entre los dedos y movía los labios, ajena a cuanto ocurría en derredor. El organista comenzó a ejecutar una melodía suave y difusa, como la música de fondo de las películas.
Preferí no subir al altar con demasiada anticipación y permanecí en la penumbra de una nave lateral, observando cómo se llenaba la iglesia. No eran muchos los invitados y la mayoría eran parientes y amigos de los Bristow. Distinguí a mi madre, cargada de años pero indómita, que recorría con tenaz esfuerzo la nave central. La saludé con la mano. Yo era el hijo de la vejez, y, probablemente, mi matrimonio la había cogido tan de sorpresa como mi nacimiento.
Gerald Bailey se me unió. A las quince y media oí que se detenía un coche ante las puertas y pocos segundos después, el ruido de una portezuela que se cerraba. Juliet había llegado.
Gerald y yo nos abrimos paso hacia el altar. Al llegar al reclinatorio me volví. Recorrí con la mirada la nave central, hasta llegar a la puerta, por donde entraría Juliet.
En un asiento que daba al pasillo central, y del lado ocupado por mi escasa colección de invitados, distinguí un rostro que no era el de un amigo ni el de un pariente. Era rubicundo, bonachón y vagamente familiar.
Alcancé a divisar a alguien que revoloteaba en torno a Juliet arreglándole el vestido, y a Stanley Bristow que observaba la operación. Y en esos pocos segundos volví a mirar el rostro aquel que asomaba al pasillo.
Cuando advertí que se trataba del supuesto sargento Matthews, Juliet ya cruzaba la puerta principal del brazo de Stanley. No llevaba anteojos, pero el velo —que estaba firmemente sujeto al peinado y se abría en rígida campana ante el rostro— sería su escudo.
Vi que el supuesto sargento Matthews volvía la cabeza cuando Juliet comenzó a avanzar por el pasillo. No se movió cuando pasó junto a él. Ella, por su parte, tenía los ojos clavados en el altar y avanzaba sin sospechar lo que representaba aquel hombre.
Dejando de lado las cadenas de los convencionalismos sociales, que me mantenían inmóvil, inhibido, incapaz de provocar una escena, hasta el día de hoy no sé qué medida práctica podía haber tomado. Él tenía todo el derecho del mundo de estar sentado allí, en una iglesia abierta al público. Es verdad que no había sido invitado; pero en aquel instante no molestaba a nadie.
De modo que la vi pasar junto a él, casi rozándole el brazo, y sentí que mis palmas se humedecían. Sabía que ese velo que la había protegido a la entrada, ya no cubriría su rostro a la salida.
Pero cuando saliéramos yo estaría a su lado, estaría junto a ella e interpondría mi cuerpo o haría… cualquier cosa.
La vi acercarse y pensé nuevamente que a la salida yo podría hacer algo. Al primer movimiento de aquel hombre haría algo, golpearía, empujaría, rompería, patearía. Haría algo.
Y entonces Juliet llegó hasta donde yo estaba. No sonreía. Estaba muy pálida y bajo el velo sus grandes ojos oscuros tenían aquella sombra de miedo que yo ya conocía.
Se detuvo junto a mí y pude ver la suave mata oscura de su pelo, aprisionado por un nudo de stephanotis. Llevaba un rígido vestido de seda que susurraba a cada movimiento. El ramo de stephanotis temblaba en sus manos. Me envolvió el intenso perfume de las flores.
El sacerdote descendió los peldaños del altar. Era un hombre bajo, rubicundo, y el alba orlada de encaje que llevaba sobre la sotana, resultaba absurda en él.
Volví a mirar a Juliet, pero ella seguía sin sonreír. Sus labios tenían un ligero toque de color; por lo demás, su piel estaba blanca como el vestido. Le tomé la mano. Fue como tocar una flor en la nieve.
Era como si tuviera conciencia de que en su marcha a través de la iglesia acabara de rozar el terror. Ese terror estaba aún allí, a nuestras espaldas, mientras nos arrodillábamos al pie del altar.
Como en todas las bodas entre católicos y protestantes, el servicio religioso fue breve y simple, porque no se permite la misa de esponsales.
Gerald Bailey me tendió el anillo y en el momento apropiado pronuncié las palabras «En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, Amén», tocando cada uno de sus dedos, y con la palabra «Amén», le coloqué el anillo en el dedo anular. Pero todo el tiempo mis pensamientos giraban en torno al instante en que recorreríamos la nave en dirección a la salida. Ella avanzaría sin el velo y allí había un hombre con una botella de ácido en el bolsillo del abrigo. «Podré hacer algo —pensaba con desesperación—. Algo haré, porque lo conozco y conozco sus planes y hombre prevenido vale por dos. De modo que todo saldrá bien. ¡Oh, Dios mío, haz que todo salga bien!». Tras la ceremonia civil en la sacristía, tras las firmas, los besos y las sonrisas, volví a pensar: «¡Dios mío, te lo pido: que todo salga bien! Permíteme que lo detenga».
Iniciamos nuestra marcha a través de la nave central, y yo traté de adelantarme a ella una fracción de paso; pero mi precaución estuvo de más: él ya no estaba en su asiento.
Yo estaba tenso y rígido; pensaba que quizá sólo había cambiado de lugar o se había escondido en algún rincón de la iglesia. Pero no era así.
No estaba en la iglesia. Estaba afuera.
Pero aun en el atrio permitió que los fotógrafos nos rodearan. Le alcancé a ver detrás de un agente de policía. ¡Justamente de un policía! Estaba un poco a la izquierda del lugar en que nos encontrábamos. Yo miraba a los fotógrafos, pero no lo perdía de vista. De reojo alcancé a ver que se acercaba a paso vivo y le vi sacar la botella del bolsillo de su abrigo y quitar el tapón.
Recuerdo que grité: «¡Cuidado!», empujé a Juliet hacia atrás con mi brazo derecho y descendí de un salto los tres escalones de la iglesia en dirección al hombre. El ímpetu con que llegué hasta él hizo que cayéramos al suelo. Mi mano izquierda aferró su muñeca derecha, porque tenía la botella en esa mano. Con la mano derecha agarré por la garganta y le apreté contra el suelo. Sus ojos pardos, de expresión bovina, me miraban como me habían mirado durante aquella visita en la que me había informado sobre la supuesta acusación formulada por la pobre Cara de Buñuelo.
—¡Hijo de perra! —le espeté casi sin aliento, mientras mi mano se crispaba sobre su garganta.
Luego sentí que un vigilante y Gerald Bailey me arrastraban.
Cuando le interrogaron dijo que se llamaba Arthur Robinson, con domicilio en Clapham. Según explicó, se había detenido a ver la ceremonia por simple curiosidad. Sufría asma y que iba a inhalar el remedio que siempre llevaba consigo cuando yo salté sobre él. Mostró la botella y permitió al agente de policía que la oliera.
No, no estaba lastimado, aunque era probable que el shock le provocara un ataque de asma más tarde. No, por cierto que no presentaría acusación contra mí; no quería arruinarnos el día. Estuvo de acuerdo en que debía tratarse de una confusión de identidad.
De modo que prosiguió su camino, rodeado por el respeto de todos, por su magnanimidad.
En la recepción todo el mundo hizo lo posible por quitarle importancia al incidente. Yo sólo pude esgrimir la débil excusa de que se parecía a un hombre que me tenía tirria y perdí disculpas a todos y cada uno por haber provocado aquel estúpido incidente.
Pero no fue preciso que me disculpara ante Juliet y por un rato la sombra del temor desapareció de sus ojos.
Nuestra luna de miel transcurrió sin inconvenientes, quizá debido a que recorrimos el sur de Francia sin detenernos en ningún punto. A nuestro regreso no nos aguardaba ninguna carta amenazadora.
Me habría gustado creer que nos habían dejado en paz; pero no lo creía. Por eso, la carta que apareció entre el montón de facturas, circulares y otras comunicaciones que nos aguardaban me produjo un estremecimiento de placer, mezclado con excitación y alivio.
Era de Stanley Bristow.
La había escrito una semana después de nuestra partida y un día antes de partir con Elaine en una gira por el norte de Europa y los países escandinavos. La carta decía así:
«Mi querido James:
»Siento que te debo una disculpa y cuando hayas leído lo que sigue verás por qué. El hecho es, viejo, que me puse en contacto con ese tipo de Harley Street que ya te he mencionado y le hablé de tu accidente automovilístico y de lo que yo suponía eran consecuencias de shock. Bueno, para abreviar una larga historia te diré que el especialista consideró que yo estaba equivocado y que si la policía no tenía interés en el caso, había otras personas que sí podían interesarse y él se encargaría de informar a alguien.
»Sólo te diré, viejo, que un tal comandante Ricketts, que es un funcionario estatal (por así decir) te telefoneará, porque está muy interesado. Él te aconsejará y, si es necesario, se encargará de que la policía te brinde la debida protección en el futuro.
»Un abrazo para Juliet y para ti, viejo.
Stanley»