12

Cuando regresé a mi apartamento no hallé nada más que el diario de la tarde en el buzón. Le eché una ojeada antes de acostarme. En una de las páginas interiores se anunciaba que la mujer asesinada en Paradise Lane había sido identificada como Mavis Battersby, soltera, de cuarenta y cinco años de edad, domiciliada en Furleigh Road 247, Londres, N. W. 1.

¡Qué importancia podía tener eso!

Para mí ella siempre sería la Pobre Cara de Buñuelo, no Mavis Battersby. El nombre real no significaba nada, no significaba nada ahora y nunca significará nada. Yo pensaba, pienso y siempre pensaré que la mataron porque sabía demasiado, y porque estaba al borde del colapso.

Después de desvestirme, me dirigí a la cocina a buscar un vaso de agua. Siempre dejo un vaso de agua junto a la cama, por la noche. No un vaso de material plástico, de esos que se usan para lavarse los dientes, sino un vaso de cristal. El agua sabe mejor en vaso de cristal.

Contemplé el geranio que estaba en su maceta, sobre el antepecho de la ventana.

Sus mejores flores estivales se habían marchitado, pero aún le quedaban una o dos pequeñas flores otoñales. Algunas hojas tenían los bordes secos. Llegado el momento lo podaría, le echaría un mínimo de agua durante el invierno y el año próximo volvería a florecer.

De repente me sentí cansado. No era cansancio físico; estaba espiritualmente exhausto. La tentación de levantar la planta, caminar unos pocos pasos y dejarla en la ventana de la sala de estar era irresistible.

La seriedad y la eficiencia con que se ejecutaba el plan y se planteaba la amenaza, demostraban que podía confiar en la promesa de dejarme en paz si cumplía con las instrucciones. No estaba ante un puñado de pequeños delincuentes en cuya palabra no se podía confiar. Esto era algo más grande. La proposición que se me formulaba era el fruto de un frío cálculo, de manera que los términos del acuerdo serían respetados.

Me alejé de la planta, abrí el grifo y dejé correr el agua para asegurarme de que salía fría. Mientras esperaba desapareció la sensación de agotamiento espiritual y en su lugar apareció algo más peligroso: la apatía. El agotamiento es algo positivo. Uno tiene conciencia de ese estado. Uno puede hacer algo por remediarlo.

La apatía es la negación de todo esfuerzo y de toda emoción. La apatía significa que si no hay forma de eludir la acción, uno opta por el camino más fácil.

Repentinamente deseé que me dejaran en paz.

Voces muy sutiles me susurraban que yo no estaba empleado en una cruzada destinada a salvar a un amplio sector de la humanidad, estaba actuando por tozudez y vanidad personal. Las bandas dedicadas a la extorsión siempre habían existido y siempre existirían, y las víctimas sólo podían culparse a sí mismas. De cualquier manera, yo no podía probar nada y la policía no se había interesado en el problema, ¿por qué había de ocuparme yo?

Pero lo más sutil de esas voces hablaba de un sometimiento temporal, hasta que las aguas se calmaran. Esa voz era muy hábil y entró en detalles.

Subrayaba, en especial, el hecho de que esa gente era lo bastante inteligente como para comprender que yo no sería, por cierto, el único escritor policial que se interesaría, tarde o temprano, por aquel asesinato en Pompeya. Aun cuando la policía italiana se diera por satisfecha con los hechos y las claves recogidos, alguien, algún día, recogería el caso, lo narraría en detalle e investigaría los antecedentes. Era imposible mantenerlo indefinidamente en la oscuridad. La voz sugería, pues, que esa oscuridad impuesta debía de tener un plazo limitado, y debía de obedecer a un propósito especial. Entonces, ¿por qué no dejar el asunto por ahora y volverlo a coger más adelante?

Cogí el geranio y abandoné la cocina sin sensación de derrota.

Primero entré al dormitorio, dejé el vaso de agua sobre la mesita de noche y luego me dirigí a la sala de estar, llevando la planta. Las cortinas estaban corridas y tuve que dejar la maceta sobre el alféizar para descorrerlas.

Pero fue inútil.

Recuerdo que permanecí inmóvil, mirando fijamente el geranio.

«Ahí estás —pensaba—, sobre tu horrible plato verde; un símbolo de la victoria de los carniceros organizados sobre el ciudadano corriente que prefiere marchar solo por los caminos. El cree que la tribu puede protegerle, y de hecho a veces puede hacerlo; pero otras veces no puede. Y mientras mayor sea el número de veces en que puede protegerlo, tanto mejor para los ciudadanos. Pero los ciudadanos tienen que poner algo de su parte, tienen que luchar por su cuenta, tienen que poner voluntad y si un ciudadano pone voluntad en estos días, tiene que abrirse camino a través de los peligros de la jungla, tiene que ser capaz de enfrentarse con los carniceros. Quizá caiga víctima de un zarpazo lanzado por alguno de los que se deslizan bajo los arbustos de la jungla. Quizá muera, quizá vuelva a levantarse, pero tiene que estallar ante ese ataque, bendito sea Dios, tiene que hacer volar todo lo que lo rodea, tiene que presentar lucha, porque si él como individuo no lucha, entonces toda la tribu está perdida. Porque los individuos hacen la tribu, no la tribu al individuo. Y malditos sean los carniceros organizados y viva el ciudadano corriente».

De modo que todo fue inútil y regresé a la cocina, dejé el geranio en el lugar acostumbrado y luego entré al dormitorio y abrí las cortinas, para aclarar mis ideas antes de las siete y media de la mañana siguiente.

Me acosté y dormí bastante bien, y a la mañana, a las ocho menos veinte, sonó el teléfono. Por supuesto que adiviné de quién se trataba antes de levantar el receptor.

La voz era la misma de la primera vez; pero su tono era ahora cortésmente helado.

—Bueno, ha sido un fracaso, ¿eh? —dijo sin preámbulos, y su voz fue como un suspiro de pesar al comprobar lo intratable que era el género humano.

—¡Oh, váyase al diablo! —exclamé.

—Dígale a su novia que hoy se ponga las gafas, y el día de la boda también… si es que asiste —dijo la voz apresuradamente, como si temiera que yo fuera a cortar la comunicación y a no contestar cuando el teléfono volviera a sonar.

—¿Qué quiere decir con eso? —pregunté con voz cortante.

Sentí una punzada de miedo en el estómago, rápida como una descarga eléctrica.

—¿Qué quiero decir? —preguntó él en un tono igualmente cortante—. Que por lo visto usted no nos ha tomado muy en serio. Eso es lo que quiero decir. Eso y nada más, nada más de lo que ya le anuncié en la nota que usted rompió. ¿Comprende? ¿Recuerda lo que le decía sobre la forma en que se exteriorizaría nuestro desagrado? ¿Comprende?

Preguntaba pero no aguardaba respuestas. Hablaba muy deprisa. Quizá tenía sospechas de que yo había hecho intervenir mi teléfono para registrar las llamadas que se hicieran desde cabinas telefónicas. Era como si en cualquier momento estuviera a punto de detenerse un coche de la policía ante su cabina.

—Las siete y treinta era el último plazo. Las siete y media de esta mañana. He recibido instrucciones de…

En su prisa había comenzado a tartamudear.

—¿Qué instrucciones le han dado? —pregunté con toda la calma que pude reunir—. Qué ha…

—La demostraremos que tenemos intenciones de hacer lo que hemos anunciado, de modo que…

—Por amor a Dios, no sea usted infantil —interrumpí.

—Escúcheme, ahora tengo que cortar, pero…

—Bueno, corte si quiere… Yo no tengo interés en seguir hablando con usted —dije bruscamente, porque no pude resistir la tentación de ser grosero.

—Nunca creí que lo tuviera —replicó él, siempre de prisa—. Supongo que usted no esperó verse mezclado con nosotros, ¿no es así? Ha tenido mala suerte.

Por primera vez estaba desapareciendo el barniz. La amabilidad se estaba diluyendo. Ahora había una nota de maldad desnuda en su voz.

—Es demasiado tarde —anunció—. Hemos perdido demasiado tiempo; pero lo recuperaremos, ¿sabe? Mientras tanto usted comprenderá que hablábamos en serio. Y haga que su chica se ponga las gafas… Se lo aconsejo. Más adelante, si usted la sigue amando…

—¿Qué quiere usted decir?

—Lo que ya le he dicho… una manifestación de nuestro desagrado, ¿comprende?

—¿Qué manifestación de desagrado? —pregunté con un hilo de voz y sentí una vez más la descarga eléctrica en mi estómago—. ¿A qué se refiere cuando habla de manifestación de desagrado?

Pero ya intuía lo que él me estaba insinuando.

—¿Supongo que conocerá la pena que se aplica a quien pretende desfigurar a alguien con una navaja? —pregunté tontamente.

Oí su risa.

—No se trata de una cosa cruenta. No se nos ha ocurrido cortar la cara. Pero recuerde lo que le he dicho de las gafas. Es por el bien de la chica, ¿comprende? No tenemos nada en contra de ella. La pobre ha tenido mala suerte. No quisiéramos que quede ciega. El ácido en la cara es algo terrible —añadió bruscamente y oí que colgaba el receptor.

Permanecí inmóvil mirando el teléfono con fijeza.

Ahora estaba verdaderamente asustado.

Así como antes había creído que si me sometía a sus exigencias, Juliet y yo saldríamos bien parados de toda esta historia, así también creía ahora que aquella amenaza de quemar con ácido la piel de magnolia de Juliet era real.

Comencé a pasearme por el apartamento y así estuve por espacio de una hora, tratando de decidir qué debía hacer. Por fin, sin lavarme ni afeitarme, sin tomar una taza de té, a pesar de que eran ya las nueve, bajé, busqué mi automóvil y me dirigí a la comisaría de policía.

No me importaba la humillación, tenía que hacer un esfuerzo más, ahora que estaba Juliet complicada.

Lamentablemente estaba de guardia el mismo joven y alerta sargento de la ocasión anterior. Y no sólo me reconoció, sino que me llamó por mi nombre.

—Buenos días, Mr. Compton —me saludó con su manera simpática—. ¿Más problemas? —¿Está el comisario?

—¡Ah, el comisario! —repitió con cautela—. Ahora es difícil dar con él. Anda muy ocupado. Siempre entrando y saliendo. ¿Puedo trasmitirle el mensaje?

—¡Quiero saber si está! —dije con obstinación—. Y si está, quiero verle.

El joven sargento se inclinó sobre el mostrador para acercarse más a mí y me habló en tono confidencial. Creo que se veía a sí mismo como una mezcla de Dixon de Dock Green y Spencer Tracy en una de sus viejas películas.

—Mire, señor: el comisario está, es cierto; pero está en una conferencia muy importante. ¿Comprende? —¿Y cuándo se desocupará?

El sargento se encogió de hombros con gesto evasivo.

—Quizá dentro de una hora, quizá más tarde aún. Uno nunca sabe. —Esperaré. Me sentaré aquí y esperaré.

—¿Me permite que le sugiera algo, señor? ¿Qué le parece si tomo nota de lo que usted quiere decirle? Quizá cuando él lo lea procure ponerse en contacto con usted. ¿Qué le parece? Se ahorraría una espera muy prolongada. ¿Eh, señor?

Hablaba en tono amable y tierno, como uno puede hablar con una anciana chocha. Tuve que morderme para no demostrar mi impaciencia. Procuré recordar que esta gente creía sinceramente, y con toda razón, que yo padecía un complejo de persecución o, por lo menos, alguna perturbación mental provocada por el accidente automovilístico. En algunos instantes terribles, yo mismo había dudado de mi salud mental. Dadas las circunstancias, el joven sargento se estaba mostrando muy paciente y humano.

Asentí con la cabeza y apoyé la barbilla en una mano. Al hacerlo recordé mi barba de un día. Dudo que la barba crecida y la melena despeinada hayan contribuido a mejorar la situación.

Recordé que el comisario y el sargento se habían mostrado un poco impacientes en un momento; pero ahora no los podía culpar demasiado. Les había arrancado de su ocupación, de las importantes etapas iníciales de una investigación, para hablar con un hombre que parecía afectado de algún tipo de neurosis provocada por un accidente automovilístico.

—Está bien —decidí—. Dígale lo siguiente… Diga al comisario lo siguiente. Dígale que he recibido otra carta, similar a la anterior, pero en ésta extienden la amenaza a mi novia. Dígale, también, que he recibido otra llamada telefónica en la que me han anunciado que le arrojarán ácido al rostro, hoy o mañana, o el día de nuestra boda. Nos casaremos en la Iglesia Católica de Baxter St. Street, Mayfair, a las tres y media. ¿Entendido?

—Se lo diré, señor. No se preocupe.

—Dígale que quiero protección policial.

—Se lo diré, señor —aseguró el sargento—. Le diré todo eso, no tema.

—Dígale que no creo…

Me detuve y vacilé.

—¿Que no cree qué, señor?

—Dígale que no creo que mi novia necesite protección hoy; pero quiero que se la den mañana, en la iglesia. ¿De acuerdo?

—Le trasmitiré lo que me ha dicho, señor.

—Gracias. Muchas gracias —murmuré con aire sombrío.

Trasmitiría mi petición, pero no ocurriría nada. No podía confiar en que tomaran medidas. La policía no puede brindar protección a todos los locos que se sienten perseguidos. Ni siquiera le pedí que me mostrara el mensaje escrito. Me alejé sin más trámite.

No pedí protección policial para Juliet ese día porque, ¿en qué podía consistir esa protección? Salvo en casos excepcionales, ¿qué podía hacer fuera de encomendar a un agente que pasara por su puerta con más frecuencia que lo habitual? Acaso llamarían un par de veces durante el día para ver si todo estaba en orden, y quizá lo hicieran cuando el daño ya estuviera hecho. ¿Qué podían hacer? Yo no lo sabía.

Lo que sí sabía es que no podían destinar un par de agentes para que siguieran a Juliet por todo Londres, en sus trajines de último momento.

Llamé a Stanley Bristow. Quería agotar los recursos, por inefectivos que fueran.

Stanley se alegró de que le llamara; quería consultarme una o dos cosas acerca de las palabras que se pronunciarían. Cuando me dio oportunidad para hablar, le dije:

—Escúcheme, Stanley; no quiero que Juliet salga sola hoy.

—Ya se ha ido, viejo.

—¿Adónde?

—A la peluquería, viejo; ha ido a hacerse una ondulación permanente. ¿Qué ocurre?

No confiaba en él como para ponerle al tanto de los hechos. Temía que repitiera nuestra conversación a Juliet. Yo hablaría con ella, pero no le revelaría todo. No veía la necesidad de hacerlo. Uno no tiene defensa contra un ácido arrojado al rostro.

El hombre puede estar en cualquier parte. Puede estar en un autobús, en un aparcamiento subterráneo, al acecho en una esquina o puede pasar junto a uno por la acera. Uno es feliz y reboza de alegría de vivir y, de repente, cae el líquido corrosivo sobre el rostro, y la piel queda destrozada por el resto de la vida y si alcanza a los ojos se puede perder la vista para siempre. Y ya está hecho y de nada sirve hablar de protección policial, o de llevar gafas que defiendan las pupilas.

—No importa —dije—. Hoy no podemos hacer nada.

Realmente no había nada que hacer. Si la policía no podía protegerla, menos lo haría Stanley Bristow. En el estrecho círculo de un hora, la defensa era posible; en el transcurso normal del día no existía la menor posibilidad de evitar el daño.

—Alguien me ha vuelto a llamar —proseguí—. Las amenazas de siempre.

Stanley no respondió en seguida; luego adoptó un tono sedante.

—No te preocupes, viejo. No te preocupes por nada.

Todo va a salir bien. No debes preocuparte, ¿eh? Tómalo con calma. No le des más vueltas al asunto y descansa bien esta noche. Mañana te espera un día de mucho trajín.

Más tarde Juliet almorzó conmigo. Era nuestro último encuentro a solas antes de la boda. Estaba tranquila, más pálida que de costumbre y un poco nerviosa. Supuse que ese estúpido de Stanley le había dicho algo.

—¿Estás contenta de que llegue el día, querida? —le pregunté mientras comíamos.

Era una pregunta tonta. Ella no levantó la vista del plato cuando respondió.

—Tengo miedo de que llegue —dijo—. Me preguntas y te contesto. Me alegraré cuando haya pasado.

Vio mi expresión descorazonada.

—No es porque no te ame. Es precisamente porque te quiero.

—¿Qué te ha dicho Stanley? —preguntó con rabia.

—No mucho.

—Stanley exagera siempre.

—No siempre.

—Nada ha cambiado —murmuré—. Debes creerme. Todo está como antes. ¿Me crees?

Era una mentira flagrante, pero yo estaba aterrado. Se suponía que el día de la boda debía ser feliz, y yo veía evaporarse su fragancia. Sucediera lo que sucediera, yo quería que ella fuese feliz en su boda.

—¿Por cuánto tiempo seguirá esto? —preguntó Juliet con tristeza.

—No mucho, querida; ahora lo sé.

—¿Cuánto? —insistió.

Busqué una respuesta en mi imaginación.

—Sólo hasta que regresemos de la luna de miel.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Lo sé. Este tipo de cosas no puede prolongarse indefinidamente.

—¿Y si no regresáramos? ¿Si uno de nosotros dos no regresa?

—Regresaremos sin problemas. Una vez que salgamos de aquí las cosas cambiarán y regresaremos perfectamente. No te preocupes por eso. No te preocupes por eso ahora.

El corazón me dolía cuando miraba su piel de magnolia. Me preguntaba si en realidad saldríamos de viaje o si la vería en la cama de un hospital con el rostro cubierto de vendas.

Soy un individuo más bien solitario, con pocos amigos íntimos. Me costó un poco de trabajo encontrar un padrino de boda. Por fin, un tipo llamado Gerald Bailey accedió a cumplir la tarea. En una época habíamos trabajado juntos en una revista y desde entonces manteníamos una amistad con altibajos. Yo no tuve la habitual despedida de soltero, y en cambio, me vi obligado a invitar a Gerald a comer. Era lo menos que podía hacer a cambio del traje que tendría que alquilar para la ocasión.

Pero antes de encontrarme con él pasé por casa de Bristow para tener una charla final con Juliet. No podía demorarlo más y, por eso, en la primera ocasión que se me presentó le dije:

—Hazme un favor, ¿quieres? Sabes cómo me gusta verte con gafas. Póntelas mañana, ¿lo harás, querida?

Me miró atónita.

—¿Que me ponga gafas? No tengo ninguna necesidad de usarlas para la ceremonia.

—Ya sé que no las necesitarás. Pero te pido que lo hagas.

—¿Y por qué?

—Porque estás más bonita con gafas.

—Eres el único que piensa así.

—Tú no te casas con los demás.

No me tomó en serio, por supuesto, y rió.

—Tendrás tiempo de sobra para verme con gafas más tarde.

—Ponte las gafas, por favor —insistí—. Póntelas, por favor, querida. Hazlo por mí. ¿Lo harás?

Debió de advertir una nota de desesperación en mi voz, porque me miró y vi que reaparecía en sus ojos aquella vacilante llama de miedo.

—¿Por qué? —preguntó nuevamente.

—Sólo porque me encanta verte con gafas.

No preguntó más. Comprendió que era inútil. La mente ágil que había tras su manera serena era capaz de captar un pensamiento no exteriorizado en palabras. Adivinaba el subterfugio y, sin embargo, sabía que era inútil insistir sobre el tema.

—Ya veré —dijo y no prometió nada.

Me pregunté si vería, de no usar las gafas. Repentinamente, sentí que flaqueaba e hice a un lado mi resolución.

—Juliet —le dije—, Juliet, escúchame.

—¿Qué?

El miedo inundaba sus preciosos ojos.

—Lo que he hecho, hecho está. Ahora no importa si procedí bien o mal. Por el momento no puedo deshacerlo. Quiero que te protejas de todas maneras.

Me miró pensativa.

—¿Incluyendo mis ojos?

—Bueno, sí; incluyendo tus ojos.

—¿Contra qué?

Vacilé un instante.

—La gente puede arrojar cosas —dije, por fin—. Uno nunca sabe, podrían arrojar algo.

—¿Que cuide mi rostro y mis ojos? —preguntó ella lentamente—. ¿Y en cierta medida mi ropa?

No dije nada.

Por más que ella trató de ocultarlo, alcancé a distinguir un relámpago de terror desnudo y me reproché no haber guardado silencio como me lo había propuesto. No creí que ella llegara tan pronto a la conclusión acertada.

Ni siquiera tenía la fuerza para afrontar solo el peso de mis responsabilidades. Por lo menos debía haberle permitido que llegara feliz a la iglesia el día de su boda.

De hecho llegó atemorizada e indefensa. Sin duda Elaine Bristow desempeñó un papel en el asunto de las gafas, pero creo que ante todo fue vanidad.