Con toda intención he evitado describir los preparativos para la boda, para la cual sólo faltaban tres días. Lo he hecho porque no hay nada más aburrido para una persona ajena. Si vamos al caso, tampoco puede haber nada más aburrido para el novio. El sólo está ansioso por casarse lo más rápido posible y salir en viaje de luna de miel, dejando atrás todo el alboroto, para que los demás se encarguen de limpiar, ordenar e, inclusive, pagar.
Por supuesto, corregía y confirmaba detalles como los del alquiler de coches, la hora de llegada de los automóviles a la casa, la hora de su llegada a la iglesia, la hora en que partirían de la iglesia, los fotógrafos, el champaña, el servicio de lunch y las flores.
Se le veía feliz.
En lo que se refiere a la atmósfera que encontré en la casa a mi llegada, puedo asegurar que era decididamente alegre.
Recordé el pequeño grupo que había visto la noche anterior en el umbral de aquella puerta —Stanley, el inspector y el sargento—, recogiendo datos, controlando la veracidad de mis declaraciones en la medida de lo posible, eliminándome de la lista de gente que podía haber asesinado a la pobre Cara de Buñuelo.
Si hemos de llamar las cosas por su nombre, diré que —tras llegar a la conclusión de que era inconveniente y molesto postergar la boda— Stanley y Elaine Bristow se habían hecho a la idea de que Juliet se casaría con un sujeto que aún padecía los efectos de un accidente automovilístico.
Consideré y considero aún hoy, que los sentimientos de Juliet eran diferentes. Creía casarse con un enfermo nervioso, al que ella devolvería la salud mental con su ternura y sus cuidados. Pobre Juliet.
Advertí esa atmósfera brillante en cuanto entré. Había un exagerado entusiasmo por los regalos de bodas que habían llegado; los pronósticos sobre el tiempo eran optimistas; todos estaban seguros de que las damas de honor estarían agradecidísimas por los horribles regalos de pacotilla que les habían comprado y que, a juicio de Elaine, parecían valer el doble de lo que habían costado en realidad… Afirmación con la que yo no estaba de acuerdo en mi interior.
Los tres charlaban sin cesar sobre cualquier cosa, menos sobre lo que más ocupaba sus pensamientos. Les seguí la corriente hasta que nos levantamos de la mesa. Luego dije:
—Hoy recibí otra nota amenazante. Similar a la anterior.
Juliet no estaba en la sala. Elaine Bristow, sí; pero murmuró una excusa y me dejó a solas con Stanley.
Stanley, que estaba bebiendo brandy, dejó la copa sobre una mesita próxima a su sillón.
—Echémosle una ojeada, viejo —dijo, con su tono ansioso gangoso—. Creo que deberías entregarla a la policía, viejo. Pienso que es indispensable. Una broma pesada es una cosa; pero esto ya está pasando de castaño a oscuro, viejo.
Clavó en mí sus ojos saltones y extendió la mano. Supongo que esperaba que yo extrajera la nota del bolsillo y se la entregara.
—La he roto —dije.
—¿La has roto?
—Ahora usted sabe tan bien como yo, que es inútil dirigirse a la policía. Usted sabe lo que ellos piensan. Usted lo sabe, ¿verdad?
—No sé lo que piensa la policía, viejo —murmuró en forma evasiva—. ¿Cómo habría de saberlo?
Sentí que la ira comenzaba a bullir en mi estómago; no con la intensidad de antes, pero con bastante energía como para brotar.
—Estuvieron aquí anoche, ¿no es así? Vinieron a comprobar mis declaraciones.
—Estuvieron aquí, es verdad.
—¿Para comprobar mis movimientos?
—Me preguntaron unas cuantas cosas; sí, me preguntaron unas cuantas cosas, viejo. Asuntos de rutina. Nada que pueda preocupar.
—¿Nada que pueda preocupar a quién? ¿A usted? A eso se refiere, ¿verdad? ¡Qué amables son! ¡Qué amable es usted!
Yo estaba sentado en un canapé, a la izquierda del hogar y le observé mientras se ponía de pie y avanzaba hasta el guardafuego, se detenía y se volvía hacia mí. Observé su figura larguirucha, desgarbada, su aspecto ineficaz. La puerta se abrió y entró Juliet.
—Estaba diciendo que hoy he recibido otra nota, Juliet. Otra nota similar a la anterior.
—Pero la ha roto —murmuró Stanley Bristow—. La ha roto, no sé por qué razón; de modo que no puede mostrárnosla.
—No importa —dijo Juliet con tono alegre y despreocupado, y salió llevando un servicio de desayuno, regalo de una prima. Era color amarillo huevo y las tazas y la tetera eran cuadradas. Esa prima y yo nos hemos mirado con mutuo desagrado.
Antes de cerrar la puerta, Juliet me dirigió una sonrisa. Era una especie de sonrisa maternal, abierta y comprensiva. No le sentaba.
Yo prefería sus sonrisas lentas y discretas que inspiraban el deseo de preguntarle de qué diablos se reía. Prefería aquellas furtivas miradas de reojo y sus modales reservados. Prefería la corriente de sangre italiana, que había heredado de Bardoni; aquel franco elemento anglosajón no me atraía. Sin embargo, recibí su sonrisa con gratitud y me alegró la forma en que me había recibido. Ella había olvidado o fingía haber olvidado la amargura de mis últimas palabras de la noche anterior.
Stanley y yo permanecimos inmóviles, mirándonos en silencio durante algunos segundos. Luego él se aclaró la garganta y dijo:
—Elaine y yo hemos estado pensando, viejo…
—Sé muy bien lo que han estado pensando. También sé lo que piensa Juliet. En cierto modo, no les culpo. No puedo proporcionarles pruebas. Lo haría si pudiera, pero no puedo; sin embargo, creo vislumbrar una respuesta.
—¿Vislumbrar una respuesta?
—Vagamente. Es una posibilidad.
Le hablé de la carta publicada en el diario de la mañana y de mi visita al anciano coronel Pearson, le expuse la teoría que yo había elaborado como resultado de aquella fortuita observación final del coronel.
Stanley me escuchaba con atención, bebiendo de tanto en tanto su brandy a pequeños sorbos, y diciendo:
«¡Ah! ¡Conque delincuente!», o «¡Conque extorsión!, ¿eh?», o «¡Gangsters! ¡Qué me dices!».
En el instante que terminaba mi relato se abrió la puerta y entró Juliet, seguida de Elaine.
—James dice que ha encontrado la respuesta a todos estos disparates. Según parece es extorsión organizada. Esa anciana, Mrs. Dawson, ayudaba a exconvictos a conseguir trabajo y años después los extorsionaba. Y ahora ha sido desplazada por unos gangsters que se han hecho cargo del negocio. James ha obtenido los datos a través de un coronel que fue director de una cárcel y suministraba los candidatos a Mrs. Dawson. ¿Qué te parece, Elaine? ¿Qué opinas, Juliet? Eso lo explica todo, ¿no es así? Es un asunto muy serio, ¿eh?
Yo habría caído en el engaño, habría pensado que el entusiasmo era genuino, si no hubiera visto los ojos de Stanley, si no hubiera observado su falta de brillo. Se estaba esforzando por sonreír y estaba forzando el tono de interés que tenía su voz; pero sus ojo saltones parecían los de un pescado.
—¿Y qué tiene que ver James con todo eso? —preguntó Elaine pacientemente.
—¿En dónde entra James? —preguntó Juliet.
Stanley las miró sin parpadear.
—James dice que ellos temen lo que él pueda descubrir. Los gangsters quieren que él abandone el asunto.
—Ese hombre, ese coronel debe ir a la policía e informar lo que sabe —dijo Elaine con voz cansada—. Tienes que conseguir que vaya a la policía, Stanley; llévalo mañana mismo, es importante.
—Lo haré, y James puede ir conmigo. De esa manera se podría aclarar todo el asunto. Iré a verlo mañana mismo y tú vendrás conmigo, ¿verdad, James?
No entendí la sugerencia.
—No es tan simple como ustedes creen —dije desalentado—. Se han apresurado a extraer conclusiones. Yo no afirmo que eso haya ocurrido. Yo no he dicho eso. Lo que digo es que podría haber sucedido. Y, para colmo, mi teoría se basa en un comentario jocoso del coronel Pearson. De todos modos, es demasiado tarde. Ya no podemos entrevistarlo. Se ha ido.
—¿Se ha ido? —exclamó Juliet.
—Ha emigrado. Se ha marchado a Portugal. Salió hoy por la mañana.
—¿Se ha ido? ¿Así de repente? ¿Desapareció así sin más ni más? —preguntó Stanley.
Vi que los ojos del muy estúpido cobraban vida. Era exasperante.
Uno llega a un punto en que los nervios ya no resisten más pruebas.
—Ya sé que ustedes piensan que estoy loco, ¿no es así? —grité de repente—. Creen que todo este asunto es una lucubración de mi mente. Sólo porque no les he podido mostrar una fotografía del tipo que se hacía llamar sargento Matthews, porque no les he mostrado los mensajes o no les he dejado oír una grabación de la conversación telefónica con ese hombre… Y ahora piensan que estoy un poco chiflado… Bueno, digan: ¿no es así? Simplemente porque esto es algo que ustedes no han conocido en su vida monótona y segura, consideran que no puede existir. Ustedes me enferman y no de los nervios, aunque podrían llegar a eso, Dios lo sabe.
Vi que Elaine Bristow se hinchaba y enrojecía.
—¡Stanley sólo estaba tratando de ayudarte, James! Por cierto, que estaba a punto de hacerte una sugerencia.
—¿Ah, sí? ¿Qué tipo de sugerencia? —pregunté con tono ácido.
—Aun antes de este… bueno, digamos… último estallido… iba a sugerirte que…
Había comenzado a tartamudear.
—Conozco a un hombre —dijo Stanley Bristow con inesperada energía—. Conozco a un excelente especialista en Harley Street.
Le miré y vi que estaba tan rojo como Elaine.
—Muy amable de su parte.
—Escúchame, viejo —prosiguió Stanley gangoseando las palabras con una rapidez que hacía su discurso casi incoherente—. No hay por qué preocuparse, ni por qué avergonzarse. No te sugerimos que adoptes ninguna medida en este momento; más adelante, quizá después de la boda y de la luna de miel. Nosotros, es decir Elaine y yo hemos pensado que quizá un… ¿cómo diríamos? Un examen a fondo practicado por ese tipo no te haría ningún daño. ¿Comprendes? No se trata de un psicoanalista ni ningún disparate por el estilo. Le conocí en el ejército. Un tipo magnífico con mucho sentido común. No ahora. Más adelante. Quizá cuando Juliet y tú regreséis del sur de Francia. Entonces volveremos a tratar del asunto. Quizá para entonces esos… esos gangsters… hayan dejado de perseguirte, ¿comprendes?
Se detuvo. No advertía las contradicciones en que estaba incurriendo. Elaine le miró casi con admiración. Parecía considerar que su marido había enfocado bastante bien el tema.
Luego ambos me miraron, y Juliet —que había simulado leer el diario de la noche— me dirigió una de sus miradas de reojo, sin levantar la cabeza.
Me puse de pie y avancé con mi copa hasta donde estaba Stanley.
—¿Me sirvo otro brandy?
—Por supuesto, viejo —dijo Stanley sin demasiado entusiasmo.
Probablemente pensaba que el té caliente y azucarado era mejor para los casos de shock. Me sirvió una de las medidas más pequeñas que haya visto en mi vida.
—Por el médico —dije, levantando la copa—; y espero que sepa cocinar porque, lo que es por mí, puede irse a freír espárragos. Gracias de todos modos.
Se produjo un incómodo silencio.
—Lamento que lo hayas tomado así, viejo.
—Stanley sólo estaba tratando de ayudarte —dijo Elaine.
—Lo sé —dije con un suspiro—. ¡Ay Dios, si lo sabré! Pero, Elaine, ese coronel Pearson existe… ¡Hay una carta suya en el diario! La he leído esta mañana.
—Ya sé que la has visto, querido —dijo Elaine.
—La lástima es que se haya ido —murmuró Stanley.
—¿Y por qué? ¿Por qué es una lástima? Todo lo que hizo fue despertar en mí la idea de la extorsión.
—El muchacho tiene razón, Elaine —dijo Stanley, mirando a su mujer con expresión serena—. Todo lo que hizo el coronel fue despertar en él la idea de la extorsión. Fue a raíz de una broma. Él no habría creído en esa teoría. ¿Comprendes? De todas maneras es inútil lamentarse por lo irremediable.
—¿Qué es lo irremediable? —exclamé con rabia. Mientras hablaba apoyé con fuerza mi copa sobre la repisa de la chimenea. El fino cristal se hizo añicos y los restos de brandy formaron un charquito sobre el mármol.
—Lo siento —murmuré—. Lamento haber roto la copa.
—Está bien, viejo —me consoló Stanley, mientras observaba cómo Elaine recogía los fragmentos con la escobilla y la pala del fuego.
Repentinamente se oyó la voz de Juliet, que aún estaba sentada en el canapé:
—Quisiera hablar a solas con Jamie —dijo—. Saldremos a dar una vuelta.
—No te molestes, querida —dijo Elaine, hablándole por encima del hombro—. Stanley y yo pensábamos retirarnos en este momento.
—¿Retirarnos? —exclamó Stanley—. Es un poco temprano para acostarse, ¿no te parece? Entre paréntesis, viejo: ¿qué decía ese mensaje que según dices, has recibido hoy?
—No es que yo diga que haya recibido un mensaje. Lo he recibido realmente. —Bueno, está bien, viejo… ¿qué decía ese mensaje?
—Poco más o menos lo mismo que el anterior —gruñí—. Sólo que esta vez me pedía que colocara un geranio rojo en la ventana, en señal de acatamiento.
—¿Un geranio rojo?
—Sí, un geranio rojo.
—¿Y tú tienes un geranio rojo?
—Por supuesto que tengo un geranio asquerosamente rojo —estallé—. ¡Está en mi cocina! Y ellos lo saben muy bien.
Juliet se levantó del canapé. Stanley interpretó la indirecta y se dirigió a la puerta. Elaine le siguió. En el momento de salir, Stanley se detuvo y dijo:
—¡Ahí tienes, viejo! Coloca el geranio en tu ventana… y ellos dejarán de molestarte, ¿no es así?… Desaparecerán todos esos gangsters que andan detrás de ti.
Antes de que cerraran la puerta les dije:
—No se trata de eso. Quizá ustedes no lo entiendan, pero es algo muy importante para mí.
Stanley se detuvo con la mano en el picaporte y me miró con fijeza.
—¿Y qué es lo importante para ti, viejo?
—Es el individuo lo que me importa; se trata de establecer si el individuo puede sobrevivir cuando es desafiado por la organización. Eso es lo importante, eso es lo que me importa a mí. Por eso me empecino… No es que quiera comprobar si el individuo se sumerge en el Estado; esto es algo mucho más primitivo… Trato de establecer si el individuo; yo en este caso, tiene la posibilidad de defenderse de los peligros de la jungla en nuestros días, sea la jungla del Estado o cualquier clase de jungla moderna. El ciudadano común tenía una posibilidad en otros tiempos, no era mucho, pero era una posibilidad; pero ¿la tiene ahora, Stanley?
Elaine había desaparecido por el corredor y Stanley Bristow me miraba con ojos vacíos.
—Está bien —le dije—. Olvídelo. Usted no me entiende.
—Por supuesto que te entiendo, viejo. Quieres demostrar que eres capaz de valerte por ti mismo. ¡Y me parece muy bien!
Comprendí que era tonto haberlo sumergido en una corriente de palabras e ideas. Sin duda estaría pensando que ya tenían bastante con mi complejo de persecución, para que encima comenzara a elaborar teorías abstrusas sobre mi propio mal.
—Está bien —dije apresuradamente—. Bueno, buenas noches.
—Buenas noches, viejo.
Le ayudé a cerrar la puerta para que no volviera a asomarse. Me sentía incapaz de tolerarlo un minuto más. Luego volví y vi a Juliet. Por un lado me alegré y por el otro experimenté una conmoción.
Estaba de pie junto al hogar, muy rígida. Toda aquella alegría superficial había desaparecido.
El miedo estaba otra vez presente en sus ojos.
—No te preocupes —le dije, sintiéndome incómodo.
Me acerqué a ella y traté de abrazarla, pero ella se apartó.
—¿Qué ocurre? —pregunté como si lo ignorara.
—Ahora pienso que es cierto —dijo, clavando en mí sus grandes ojos atemorizados—. Creo que te has enfrentado a algo… a algo grande y criminal. Carecía de sentido hasta que hablaste con el coronel Pearson. Pero ahora sí lo tiene.
—Quizá mi teoría sea acertada y quizá no lo sea —le dije con el tono más ligero que pude adoptar—. ¡Vamos! ¡Arriba los corazones!
La rodeé con mis brazos y la besé. Ella no se resistió, pero sus labios estaban fríos.
—Nunca volveré a pedirte que hagas algo —dijo—. ¿Pero no harás esto por mí?
—¿El geranio?
Ella asintió con la cabeza. Yo me aparté.
—No —le dije—. No, querida. No puedo. Ni siquiera por ti.
Los ojos se le habían llenado de lágrimas.
—Ahora no se trata sólo de una historia. No es sólo porque me rebela el hecho de que me lleven por delante. Necesito comprobar algo.
—¿Qué? —preguntó ella con voz sin matices y un instante después oí su sollozo.
Ante mi sorpresa me oí a mí mismo repitiendo las palabras que acababa de espetar a Stanley Bristow:
—Que si un hombre tiene razón o por lo menos no está violando el derecho, puede valerse por sí mismo; puede enfrentar a la organización, aun en estos días. Eso no significa mucho para la mayoría de la gente, supongo. Pero yo estoy ansioso por comprobarlo.
Cuando nos separamos Juliet estaba más animada. Si no lo estaba, fingía estarlo. No le dije que en la última nota se mencionaba su nombre. Con toda honestidad, yo creía que era una baladronada. Supongo que fue una negligencia criminal de mi parte.