Como decía, entré y sobre el felpudo, del lado interior, había otro sobre color pergamino. Por un segundo pensé que se trataba de una factura de mi garaje; pero estábamos a mediados de mes, no a comienzos, y supongo que al agacharme para recoger el sobre comprendí que se trataba de otra nota. La abrí en el acto.
El mensaje, muy cortés por cierto, estaba redactado en el mismo tono intolerablemente pomposo del anterior:
«Por lo que sabemos, usted es dueño de un pelargonio rojo, conocido por lo general bajo la incorrecta denominación de geranio. Nuestras observaciones nos han permitido establecer que la maceta que contiene esa planta está siempre en su cocina.
»Si usted decidiera acceder a la razonable propuesta que le fue formulada en su día, le sugerimos coloque esa planta sobre el antepecho de la ventana del frente, en donde es fácilmente visible desde la calle.
»Lamentamos que hasta el momento su reacción general haya sido de naturaleza negativa. Usted comprenderá, sin duda, que las presentes actividades significan una pérdida de tiempo y de dinero; por eso nos vemos obligados a comunicarle que a menos que mañana a las siete usted dé señales de una reacción más positiva, haciendo lo que se le ha indicado, nuestro desagrado se exteriorizará en alguna medida contra usted o contra su novia, Miss Juliet Bristow; en seguida, o en un futuro próximo. Preferiríamos no tener que llegar a esos extremos.
»Como usted no parece ser muy madrugador, quizá prefiera colocar la planta en el lugar indicado esta noche o ahora mismo».
La nota tenía fecha de ese día. Había sido escrita con mi máquina y en mi papel y la habían cerrado en uno de mis sobres. Sin embargo, al salir del apartamento yo había tomado ciertas precauciones.
Subí la escalera y examiné la cerradura empotrada. La película de papel de seda estaba en su lugar y la sal fina que había espolvoreado en forma apenas perceptible sobre la alfombra de la entrada estaba intacta.
Me senté y releí la nota.
Por segunda vez en pocas horas, advertí lo solo que uno puede sentirse cuando no le queda el recurso de acudir a la policía en demanda de apoyo. La última vez que los había visitado, ni siquiera había podido mostrarles la nota. Esta vez tendría una nota para mostrar.
«Miren —podría decir—. He recibido otra nota. ¡Aquí la tienen! ¡La cosa se está poniendo seria! Ustedes tienen que hacer algo».
«¡Ah, sí señor! —me dirían en tono amable y paternal—. ¿Qué le ocurre esta vez? ¿Podemos ver esa nota?».
Yo se la entregaría y ellos me dirían:
«¿Y ésta también ha sido escrita en su máquina, Mr. Compton, como la anterior?».
«Así es» —diría yo.
«De modo que alguien ha vuelto a entrar en su apartamento, ¿no es así, señor?».
«No, no han entrado. Eso es lo curioso. Desde que yo dejé el apartamento esta mañana hasta mi regreso, no ha entrado nadie. Coloqué un trozo de papel de seda en la cerradura empotrada y espolvoreé sal fina frente a la puerta de la entrada. Nada de eso ha sido tocado. De modo que nadie ha entrado, ¿comprenden?».
«¿De modo que usted esparció sal sobre su propia alfombra e introdujo un trozo de papel en la cerradura?».
«Así es».
«¿Y qué quiere que hagamos, señor? ¿Que barramos la sal?».
Al final yo perdería la paciencia y con eso no haría más que confirmar sus suposiciones sobre mí. No tenía valor para enfrentarlos.
Pero ahora sabía un poco más; estaba en posesión de una fracción más grande de aquel plan tramado en contra mía. Y lo que sabía no era tranquilizador. La campaña estaba organizada por alguien que había llegado a conocer muy bien mi carácter. Había sido planeada paso a paso, por anticipado. Quienquiera que hubiera entrado en mi apartamento para escribir la primera nota, también había escrito la segunda.
Sabían que mi primer impulso iba a ser el de resistir.
Supusieron que necesitarían la segunda nota.
Quizá habían escrito una tercera, más perentoria aún. Un aviso final. Pero yo tenía dudas al respecto. No seguirían así indefinidamente; no mantendrían la presión con su presente intensidad y lo que significaba en dinero y en tiempo.
El golpe final se aproximaba.
Una de las dos partes optaría por una acción decisiva.
Al evocar los hechos, veo que todo estaba centrado en torno a tres características de las nacionalidades que formaban parte de mi acervo hereditario: la combatividad irlandesa, la tenacidad boer, y la frialdad inglesa, unida a un innato instinto conciliatorio.
En esta mezcla de sangres, la tendencia a la lucha ganaba por dos a uno.
Me pregunto si ellos lo sabían. Ellos habían ajustado sus cálculos al carácter que estaba a la vista de todos: la despreocupada vena irlandesa, la bonachona vena holandesa, la fría vena inglesa. A primera vista, los cálculos parecían acertados; pero me pregunto si habían examinado en profundidad, individualmente y por separado las complicaciones subyacentes de esas tres diferentes corrientes de sangre.
De haberlo hecho, habrían sabido que si uno tira demasiado de la cuerda con un irlandés o con un holandés, puede provocar una explosión de violencia irracional e inesperada. El inglés reacciona en la misma forma, pero tarda más, porque es más calculador.
Pensé en la amenaza a Juliet, pero la consideré una baladronada. Tenían que saber que si ellos asesinaban a Juliet, ya nada me detendría.
De repente sentí que la explosión comenzaba a gestarse en mi interior.
Estaba harto de todo aquello. No iba a permitir que un hato de gangsters me llevara por delante. Me encargaría de enviarlos al infierno antes de que ellos me derribaran. Si tenía que ser un hombre contra toda una organización, pues así sería. ¡Por mí que se fueran a freír buñuelos! ¡Ah„ muchacho! ¡Qué valiente me sentía!
La ira giraba y giraba vertiginosamente en mi estómago. Sentía las venas que latían con violencia en mis sienes. Por mi mente cruzaban diálogos imaginarios con mis enemigos, y la furia continuaba hirviendo dentro de mí, y las frases violentas continuaban brotando.
Me puse de pie y avancé hacia las ventanas que daban a Stratford Road, abrí una de ellas y me asomé. Luego rompí la última nota en pedazos, hice una pelota con los fragmentos y los arrojé a la calle… arriesgándome de paso a que me multaran por arrojar basura a la vía pública.
A continuación, siempre con la sensación de una furia desafiante dentro de mí, me dirigí a la cocina.
La maceta con el geranio rojo estaba sobre un plato de cerámica azul-verdoso, que yo había traído del sur de Francia. Arranqué la planta del plato y me encaminé al cubo de desperdicios. Era uno de ésos cuya tapa se levanta apretando un pedal con el pie. Apreté el pedal, levanté el brazo para arrojar la planta, pero me detuve.
Esta vez actuó mi corriente de sangre inglesa, esa vena práctica, desapasionada, vil, fría, inmunda, razonable, cauta, sensata, calculadora y poco digna de ser amada, que conquistó un imperio y renunció a él sin muchas vueltas cuando consideró llegado el momento. Esa vena fue la que ahora me detuvo, susurrándome insidiosamente que no había razón para destruir la preciosa planta.
¿Qué me costaba conservarla en la cocina?
Volví a colocar el geranio sobre su horrible plato y ahí lo dejé, invisible desde la calle, pero con vida. Un testimonio verde y rojo de la renuncia anglosajona a quemar las naves.
Esa noche fui a comer a casa de Bristow.