9

Regresé al apartamento y me dormí a la una y media o quizá más tarde.

Hasta esa hora permanecí sentado en un sillón, con las cortinas corridas, mirando con fijeza la parrilla del hogar, y luego tendido en la cama con los ojos clavados en las tinieblas.

En una oportunidad, antes de acostarme, me acerqué a las ventanas, corrí las cortinas y observé la calle desierta. Desde la acera opuesta, las oscuras ventanas de las casas me devolvieron su mirada fija, indiferente, negativa y sin vida.

Supuse que no bien me apartara de la ventana alguien escribiría en una libreta:

A las cero diez el sujeto se acercó a la ventana y miró hacia afuera. A las cero veinte, el sujeto apagó la luz de la sala y aparentemente se retiró a descansar.

Me pregunté si después de garrapatear sus notas, el que me vigilaba se tomaría unos minutos de descanso, correría hasta un hornillo de gas y se prepararía una taza de té o de café instantáneo antes de instalarse para otra larga vigilia. ¿O acaso se haría cargo del puesto de observación algún amigo, compañero de trabajo, camarada o lo que fuera? ¿Trabajarían con turnos de cuatro horas, de dos horas o qué?

Por un momento estuve tentado de abandonar el apartamento y salir a dar un paseo. ¿Qué ocurriría? ¿Trataría alguien de seguirme disimuladamente por las calles desiertas? ¿Y si yo me encaraba con él, qué historia inocente inventaría?

Supuse que no intentaría nada de eso. Tenían que saber que a esa hora de la noche yo no haría nada digno de observarse. Eran ellos, no yo, quienes debían buscar el amparo de las tinieblas.

No era el ciudadano corriente quien tenía necesidad de acechar desde la maleza.

No obstante esos razonamientos, estuve a punto de someter el asunto a prueba. Fue tras un momento de pánico, cuando apagué la luz después de acostarme.

Mientras las luces estaban encendidas me sentía seguro de mí mismo y de mis hechos, como me había ocurrido casi todo el tiempo hasta el presente. Pero en las tinieblas uno se siente solo e inseguro.

Era la volte face de Juliet lo que ahora me hacía sentir agitado y temeroso. No temía un intento de asesinato; tenía necesidad de saber si, en realidad, mi mente funcionaba en forma normal.

En una situación de aparente irrealidad y confusión, hace falta una persona que nos brinde apoyo, una persona que diga: «Los demás están equivocados, pero yo sé que lo que tú dices es la verdad. No es sólo una verdad para ti, sino la verdad real. Esas cosas han ocurrido y tú no las has imaginado. No padeces de un desequilibrio nervioso. Eres mentalmente sano».

En el primer momento me había sentido herido y resentido, pero luego —como ocurre siempre con aquéllos a quiénes uno ama— había comenzado a justificarla. Me decía a mí mismo que ella había acogido con entusiasmo el punto de vista de la policía porque —aunque trajera emparejadas dificultades eventuales— por lo menos significaba que la vida no era un peligro. Se había apresurado a escoger el menor de los males, y si no me había palmeado la cabeza como lo había hecho la policía, me había dicho algo así como: «Bueno, bueno. Estate tranquilito, y cuando estemos casados mamá te cuidará y nadie te hará daño».

Con luz, esos razonamientos traían consuelo; en la oscuridad, bajo la presión de las tinieblas y el tamborileo intermitente de la lluvia contra los cristales, yo tenía conciencia de mi absoluta soledad en este asunto.

«Usted es uno» había dicho el hombre del teléfono y había demostrado que su afirmación era exacta. Casi me parecía oírlo a lo lejos, en medio de la oscuridad, riendo con su risa de pájaro carpintero, una risa aguda, ondulante y burlona. Y ahora en mi estado de semivigilia, comencé a desear que ocurrieran cosas extrañas que me permitieran tomar un triunfante contacto con la realidad.

Imaginé que el «sargento Matthews» me visitaba nuevamente, con algún pretexto, y que yo le arrancaría un botón del uniforme para presentarlo como prueba de su existencia. Luego vi al mismo hombre devolviéndome el mensaje que me entregara Cara de Buñuelo y diciéndome que lo conservara como recuerdo… y lo tendría en mis manos, una prueba para mí —aunque no lo fuera para nadie más— de que no había imaginado todo aquello. Por un momento llegué a desear que el teléfono sonara en la oscuridad.

El teléfono permaneció silencioso, pero en alguna parte crujió una tabla. Mi primer impulso fue encender el velador, pero luego dudé.

Si mi mente funcionaba con normalidad y había un hombre en la habitación, entonces —para bien o para mal— yo podría hacerle frente y me alegraría de hacerlo. ¿Pero si era así, qué vería yo? ¿Qué animal heráldico, qué figura del pasado, qué espíritu de otro mundo?

Permanecí inmóvil unos segundos, sudando, luchando por recuperar totalmente la conciencia, antes de apretar el botón del velador y convencerme de que la habitación estaba vacía.

Fue en ese instante cuando estuve tentado de volver a vestirme y lanzarme a las calles mojadas, con la extraña esperanza de ver una figura que me seguía de lejos.

Renuncié a la idea, porque el experimento no demostraría nada. Si podía imaginar otras cosas también podría imaginar que me seguían. Sería su palabra contra la mía y, ¿qué valía mi palabra?

Con todo, ahora había algo evidente: si yo era capaz de razonar con tanta lógica como lo acababa de hacer, quería decir que mi mente funcionaba bien. Quizás el razonamiento fuera errado; pero me satisfacía.

Apagué la luz y me dormí sin dificultades.

Esa noche me dejaron en paz.

Era como si, luego de haber insertado la levadura, la dejaran allí para que fermentara la mezcla. Y por la mañana, mientras tomaba el desayuno, vi algo en el diario que acabó con todas las dudas sobre mi estado mental. Era una carta arrinconada al pie de la columna de correspondencia y decía así:

LA AMIGA DE LOS PRISIONEROS

Señor:

He esperado en vano la publicación de algún artículo de homenaje a Mrs. Dawson, Lucy Dawson, cuyo asesinato en Pompeya ha estremecido a sus amigos. Como director de una de las cárceles de Su Majestad, fui testigo de la maravillosa labor que ella realizaba —sin alardes, casi en secreto— en favor de la rehabilitación de los presos que habían cumplido su condena.

El suyo fue un esfuerzo casi solitario, sin el respaldo de una organización como las que hoy realizan este tipo de tareas. Ella no tenía oficina, ni ayudantes; sin embargo, tiene que haber muchos exconvictos que deben su actual felicidad y prosperidad a la incansable labor de esa mujer.

Que la gratitud de esa gente sea el mejor homenaje a su memoria.

A. PEARSON   

Teniente Coronel (R)

14 Benton House

Londres, S. W. 1.

Leí la carta dos veces con creciente excitación.

Aquí, en alguna parte, podía yacer el oscuro motivo de su muerte. Terminé mi desayuno a toda prisa, cogí un cuaderno de notas y tomé un taxi rumbo a Benton House, que queda detrás de Eaton Square. En el camino elaboraba teorías sobre las reacciones psicológicas de alguna gente respecto de quienes les habían ayudado. Ni siquiera descarté la vieja teoría de la necesidad de destruir la Figura Paterna; aunque en el caso de Lucy Dawson, sería la Figura Materna.

Me pregunté si Scotland Yard habría visto aquella carta y si habría enviado copia a la policía italiana o habría entrevistado al coronel. Quizás aquel hombre pudiera suministrar una lista de la gente a la cual ella había ayudado en el pasado. Quizás aquella lista incluyera el nombre de alguien que había vuelto a meterse en dificultades y había procurado obtener ayuda o dinero.

Recordé las marcas de lápiz en el mapa de Pompeya, y mi certeza de que su encuentro con el asesino había sido planeado de antemano.

Al leer la carta pensé que si mi seguridad estaba en peligro —y yo hasta este momento sólo había marginado el problema—, ¿qué podía ocurrir con el coronel? Quizá se debiera a eso mi prisa por verle.

Yo no sé nada de instintos subconscientes, sólo sé que cuando mi taxi llegó a Sloane Street me embargaba una sensación de desesperada urgencia.

Alguien se sentía amenazado por las actividades de Mrs. Dawson en el pasado. Y ese alguien temía perder dinero y capacidad de organización. Ese alguien —como había señalado Juliet en su período de ansiedad— era lo bastante cauto como para lograr sus fines apelando al amedrentamiento; el asesinato era su último recurso. Pero cuando era menester, echaba mano de ese recurso, y si había leído aquella carta, podía considerar que en el caso del coronel Pearson no había tiempo para guerras psicológicas.

Benton House era una calle de antiguas mansiones transformadas en apartamentos. No me habría sorprendido encontrar unos cuantos autos policiales y una ambulancia en la puerta de la casa, y una muchedumbre contenida por un agente. Aunque la breve calle estaba despejada, tenía mis dudas respecto a lo que hallaría en el apartamento.

Consulté la pizarra con los nombres de los inquilinos y vi que el apartamento del coronel estaba en el segundo piso. Había un vetusto ascensor; pero en esos momentos estaba en el piso más alto del edificio, de modo que subí a toda prisa los dos tramos de la escalera y llamé a la puerta del apartamento.

Llegué justo a tiempo, pero no por lo que imaginaba.

Me abrió la puerta un hombre apuesto, menudo, que vestía traje de tweed, zapatos muy bien lustrados y una corbata de estilo militar. Era delgado, de unos setenta años. Su abundante cabellera blanca estaba muy bien recortada. Tenía unos brillantes ojos azules y rostro atezado.

—¿El coronel Pearson?

—Pase… Están en la cocina. Acabo de pulirlas —dijo.

Vacilé.

—¿Qué es lo que está en la cocina?

—¿No es usted el hijo del brigadier Robertson?

Cuando negué con la cabeza él sonrió y dijo:

—Perdón… He vendido mis armas al brigadier la semana pasada. No las quiso llevar consigo y dijo que su hijo pasaría a recogerlas hoy por la mañana. Estaba empezando a preocuparme. Parto dentro de pocas horas.

Me hizo pasar y señaló el equipaje apilado en el vestíbulo. Había dos anticuados baúles-ropero, un baúl de metal negro con su nombre y el número de su regimiento pintados en blanco, una vieja y baqueteada maleta, dos cañas de pescar, prismáticos, un bastón, un impermeable y un sobretodo.

—Se va por una buena temporada, según parece —comenté—. Tiene suerte de alejarse cuando llega el invierno.

—Me voy para siempre. Me voy a vivir a Portugal —explicó brevemente—. No puedo seguir viviendo en Inglaterra. He luchado por mantener este apartamento por espacio de diez años; desde que murió mi esposa. Pero ya no puedo costearlo; por lo visto no puedo costear nada de nada, aquí.

Sus ojos azules tenían ahora una expresión rabiosa.

—Uno sirve a su país… treinta años en el ejército y quince en el Servicio Penitenciario, y su país se encarga de que uno no pueda seguir viviendo en él. ¡Es una calamidad! ¡Le aseguro que esto es una calamidad! Pero, en fin, así son las cosas. ¿En qué puedo servirle?

—Esta mañana he leído su carta en el diario —le dije y expliqué cuál había sido mi contacto con Mrs. Dawson.

—Pobre Lucy Dawson… ¡Qué calamidad! No entiendo; no puedo entender. Pase a la sala.

Le seguí y el coronel se detuvo ante una chimenea vacía, mirando en derredor con expresión desolada.

—Hay bastante desorden aquí. He vendido todo lo que contenía el apartamento. Lamento irme, pero no me queda otro remedio. Según me dicen, en Portugal hay una nutrida colonia inglesa. Espero hacer amigos. Con todo, echaré de menos las truchas de Hampshire… Pero no hay nada que hacer. A las cacerías ya había renunciado, de todas maneras. Ahora prefiero ver los animales vivos, aunque no me opongo a comerlos.

Comenzó a llenar una pipa estilo Lovat Fraser, extrayendo el tabaco de una anticuada bolsa de cuero negro.

—Sobre Mrs. Dawson —comencé.

—Lucy Dawson… Es una historia simple. Se puso en contacto conmigo cuando yo dirigía la Prisión de Parkway, en los Midlands. Me pidió que observara a los reclusos jóvenes e inteligentes, que cumplían su primera condena. Quería seleccionar a aquellos capaces de hacer algo si se les brindaba una oportunidad. No se trataba de seleccionar a muchos, sólo a aquellos sobre los que yo me sintiera seguro… en la medida en que uno puede estarlo con esa gente. Me explicó que no podía encargarse de muchos. Uno o dos por año; más no. Creo que se puso en contacto con uno o dos directores de otras cárceles. Con cárceles de mujeres también.

Se interrumpió para arrimar un fósforo a su pipa, chupó y lanzó una enorme nube de humo, mientras aplastaba el tabaco ardiente con el dedo índice, como si su dedo fuera a prueba de fuego.

—¿Y cómo les encontraba ocupación, coronel Pearson? ¿Lo sabe usted?

—Ése era el problema. Siempre lo ha sido. Sobre todo con gente de esa clase. Ella buscaba tipos muy especiales que pudieran abrirse camino en el mundo si se les proporcionaba una oportunidad. El campo es limitado. Uno no puede pretender que los bancos los tomen, ¿no le parece? Y nada por el estilo, ¿me comprende? Pero ella conseguía lo que buscaba. Era una mujer maravillosa.

Meneó la cabeza con gesto admirativo.

—Andaba por ahí, visitaba gente que podía ayudar. Dirigentes de empresas. Gente así. Nadie se enteraba, a excepción del director de la prisión y el de la empresa. Ella se veía obligada a confiar en mi criterio o en el del director de la cárcel con el cual trataba. Era un asunto difícil, puedo asegurárselo. Pero dio resultado.

—¿No se produjeron fracasos? —pregunté.

—Ninguno, que yo sepa. Y ella se mantenía en contacto con esa gente, ¿sabe? Con ellos y conmigo. Me envió una postal poco antes de su muerte, Y yo envié una corona a su funeral, en recuerdo de los viejos tiempos.

—¿Usted envió una corona? —repetí—. Yo sólo vi una.

Se quitó la pipa de la boca y me miró atónito.

—¿Una sola corona? ¿Ninguno de los otros envió flores?

Negué con la cabeza.

—¡Pero eso es terrible!

La desilusión que reflejaba su rostro me conmovió.

—La gente olvida —dije, sintiéndome incómodo—. El tiempo pasa. La gente olvida.

—Esa gente no puede haberla olvidado. Ya le he dicho que se mantenía en contacto con ellos.

—Quizá no hayan visto la noticia de su muerte… o no hayan sabido adonde enviar sus flores.

Él se aferró a esa última posibilidad.

—Es probable que ésa haya sido la causa… ¡No han sabido dónde enviar las flores! De no ser así, me resultaría incomprensible, después de lo que ha hecho por ellos.

Su alivio ante la frágil excusa que yo le ofrecía resultaba patético.

—¿Por qué firmó usted la tarjeta «Stepping Stones»?

El coronel caminó hasta la ventana y miró hacia afuera.

—¡Ah, sí!… Los «Stepping Stones», las piedras de apoyo… Bueno, fue un nombre que se nos ocurrió en aquella época. Éramos las piedras de apoyo para iniciar un camino nuevo. Era un apodo que nos dábamos nosotros mismos.

—Ella murió cerca de unas piedras de apoyo en Pompeya.

—¿En serio? ¡Qué coincidencia tan curiosa! ¿Había llegado a alguna conclusión la policía cuando usted dejó Italia?

—Lo dudo.

No sabía si relatarle lo que me estaba ocurriendo. Oí que decía, sin mirar en torno de él:

—Si este mozalbete del diablo no viene en el término de media hora tendré que irme. Supongo que no habrá inconveniente en que confíe las armas al portero y deje una nota en la puerta del apartamento. Los jóvenes de hoy en día no conocen la puntualidad.

Decidí no decirle nada. Partiría dentro de media hora; dejaría el país y, por lo tanto, los peligros que lo rodeaban en Londres.

«Que se vaya en paz —pensé—. Que se vaya sin preocupaciones. Que viva sus últimos años al sol, cómodo y feliz». El coronel regresó junto a la chimenea, golpeó la pipa contra la parrilla e inmediatamente comenzó a llenarla con tabaco nuevo.

—¿Sabe una cosa? —dijo con expresión pensativa—. Esa mujer era en cierta manera una santa.

—¿Usted lo cree? ¿Cree eso en verdad?

—Y le diré por qué. Puede aprovechar este dato; puede incluirlo en su libro o en su artículo o en lo que esté escribiendo. Ayudaba a esa gente contra sus propios sentimientos.

—¿Se refiere usted a lo que había padecido por causa de los delincuentes? ¿Lo que le había ocurrido a ella, a sus padres y a su marido? —¿Lo sabía?

—Me lo dijeron en el hotel.

—Consideraba que cualquier castigo era benigno para el criminal corriente. Tendría que haberla oído más de una vez… «habría que colgarlos, habría que azotarlos, habría que encerrarlos de por vida». Creo que exageraba un poco. En mi opinión esos sentimientos le dejaban una sensación de culpa, pero no podía controlarlos. Creo que hacía ese trabajo para apaciguar su conciencia. Problemas psicológicos, ¿comprende? —aclaró con solemnidad—. De eso se trataba, de un problema psicológico… No es que yo crea mucho en esos disparates.

Había vuelto a su pipa y su rostro se dibujaba tras una nube de humo.

—Dios sabe qué tendré que fumar en Portugal —murmuró.

—Tenía una enorme autodisciplina —prosiguió, tras una pausa—. Creo que encaraba esta labor así como algunas personas toman una ducha helada por la mañana… Desagradable, pero bueno para el alma.

—¿Se ducha usted con agua fría por la mañana? —le pregunté.

Quería mantener la conversación a toda costa, quería distraerlo para que no pensara en el poco tiempo que le quedaba y en las cosas de último momento que le quedaban por hacer.

Temía que mirara el reloj y dijera: «Bueno, ahora tiene que disculparme». Yo no quería disculparle, porque lo que parecería una teoría simple, a juicio de cualquiera que leyera más tarde mi informe, no era tan simple para mí en ese momento y en ese lugar. Yo me asomaba a aquellas novedades con sorpresa y excitación. No era fácil seleccionar las preguntas más importantes entre el cúmulo de interrogantes que pasaban por mi mente.

Le oí decir:

—¿Si me ducho con agua fría por la mañana? No, por supuesto que no. Eso es un disparate por si le interesa mi opinión. ¿Usted lo hace?

—No, yo tampoco.

—Ya me parecía.

—¿Y qué clase de trabajos les encontraba? —pregunté—. ¿En qué terrenos?

En efecto, él estaba consultando ya su reloj.

—¿En qué terrenos? Bueno, ahora no recuerdo… empresas técnicas, químicas, de construcción, de reparación de barcos… Ese tipo de cosas.

—¿Y en el ramo de la alimentación?

—¿De la alimentación? ¡Ah, sí, por supuesto!, en el ramo de la alimentación y en la administración de hoteles.

—¿Podría darme usted ejemplos de cómo se desenvolvieron en la vida esas personas?

—¡Ah, no! No puedo darle nombres ni nada que le permita identificar a esa gente. De eso ni hablar. Y ahora, si usted me disculpa…

—No le pido nombres —dije apresuradamente—, sólo ejemplos.

El coronel comenzó a avanzar hacia la puerta de la sala.

—Bueno, creo que sin pecar contra la ética puedo decirle que el actual subgerente de una gran empresa técnica es, bueno… uno de nuestros muchachos, por así decir. También hay un gerente de una firma exportadora en Suiza, un administrador de hotel en el sur de Francia y otro en Italia y uno aquí, en Inglaterra, en la costa sur. En este último caso se trata de una mujer.

Se detuvo junto a la puerta y me miró con aire cómplice.

—Ella siempre me mantenía informado. En ese aspecto no había secretos entre Lucy Dawson y yo.

Tenía que irme.

Me habría gustado seguir interrogándole, pero él esperaba que me retirara. Le seguí hasta la puerta de la entrada mientras él refunfuñaba algo acerca de sus armas y de la falta de puntualidad.

Pero cuando ya nos separábamos, y tras haberle expresado mi agradecimiento, el coronel me proporcionó un dato que me pareció fundamental.

Recuerdo que rió con jovialidad y comentó:

—¡Menos mal que todos nosotros éramos gente honesta!, ¿eh? Lucy Dawson, yo, Caroline Gray.

—¿Caroline Gray?

—Lucy Dawson comenzó trabajando sola; pero más tarde la ayudaba una mujer llamada Caroline Gray. Había sido vicedirectora de una cárcel de mujeres y al jubilarse comenzó a colaborar con Lucy. Tenía un excelente ojo clínico para la gente. Fue una gran ayuda para Lucy. Se hicieron muy amigas. Como le decía ¡es una suerte que hayamos sido honestos! ¡Qué oportunidad para la extorsión!, ¿eh?

Yo también reí. Fue una de las risas más falsas que haya lanzado en mi vida.

Nos separamos sonrientes y yo le deseé un futuro feliz y pleno de salud.

Regresé a pie desde Benton Mansions hasta Kensington. Caminaba paso a paso, pensando en lo que Lucy Dawson y su familia habían sufrido por causa de unos delincuentes y en lo que ella sentía respecto a los sujetos al margen de la ley.

Pero más que nada pensaba en la venganza que había escogido. Era aterradora por su crueldad a largo plazo y, precisamente, por la engañosa benevolencia con que armaba la trampa.

La imaginé, alta, afable, tierna —y tal vez bonita en aquel tiempo— entrevistando a las víctimas con simpatía y comprensión. Cerciorándose con su manera cortés, del tipo de trabajo para el cual estaban más capacitados; escogiendo las esferas a las que mejor se adaptaría su personalidad; sin prometer nada al principio, señalando las dificultades, insistiendo en la necesidad de trabajar duro y, sobre todo, en la importancia de la integridad.

Sin duda aludiría, de pasada y con todo tino, a los riesgos que corría su propia reputación, al peligro que estaba expuesta su obra, si alguien traicionaba su fe en la bondad intrínseca del género humano.

Luego, a través de los años, llegaban las cartas periódicas. Las amables averiguaciones sobre los progresos alcanzados. Y las tarjetas de Navidad; por supuesto, las tarjetas de Navidad.

Lucy Dawson no era la Dama de la Lámpara, sino la Dama del Salvavidas. Y el salvavidas estaba sujeto a una cuerda, a una cuerda que ella nunca soltaba.

Y el salvavidas llevaba prendida una factura.

Cuando uno se debate en aguas profundas y está próximo a ahogarse no piensa en las facturas. Sobre todo no piensa en el tipo de facturas que presentaba Lucy Dawson.

La guerra de Lucy Dawson contra el mundo criminal era una larga guerra; tanto más cruel por cuanto sus víctimas eran precisamente aquéllos que podían haber sido salvados y, en realidad, eran salvados. Pero en su oscura y retorcida mente no había discriminación.

Y así, mientras caminaba, yo trataba de imaginarla.

No le importaba esperar, porque durante todo ese tiempo presentía el sabor de su venganza. La perspectiva de un placer puede proporcionar tanto deleite como la realidad o quizá más. Y cuando el fruto estaba en sazón, ella lo arrancaba.

Me pregunté cómo sería el punto de partida de la extorsión. Quizá enviara una carta para preparar el terreno:

«Teniendo en cuenta que usted conoce, por propia experiencia, el tipo de acción social a que me dedico, se me ha sugerido que quizás esté dispuesto a contribuir al sostenimiento de nuestra obra. De más está decir que no me atrevería a formularle esta petición si no tuviera la certeza de que usted está plenamente identificado con nuestros ideales. Me comunicaré telefónicamente con usted, o quizá podamos encontrarnos, para fijar la cuantía de su contribución anual a tan noble causa».

Nada amenazante.

Sólo la implícita certidumbre de que no habría negativas.

¿Cuánto les exigiría? ¿Cinco, diez, veinte por ciento de los ingresos? ¿Se los exigiría en dinero o en especie? ¿O en dinero y en especie? ¿Se haría cargo Bardoni de toda su cuenta de hotel, cuando paraba allí? ¿Harían lo mismo los demás? ¿Y qué ocurriría con Miss Brett y el hotel El Retiro? ¿Pagaría Lucy Dawson una cierta suma a Miss Brett y ordenaría a aquella poco atractiva mujer que se hiciera cargo de la diferencia?

¿Y qué ocurría con Mrs. Gray? En ese caso no cabía pensar en una mente enferma. A ella sólo podía importarle el dinero. ¿Cuál sería su participación?

Las preguntas cruzaban veloces por mi mente y aunque no esperaba hallar respuesta, estaba convencido de estar sobre la pista correcta.

Creía haber dado con la respuesta a todo el enigma: Mrs. Dawson había cumplido sus planes de extorsión en forma sistemática y, por último, alguien se había rebelado y la había asesinado en Pompeya.

Creí que el planteamiento era así de simple.

Cuando llegué a mi apartamento aún me sentía seguro de haber dado con la verdad. A manera de control, telefoneé al Fondo Internacional para Ayuda a las Viudas y Huérfanos de Marinos, que obligaba a Lucy Dawson a mantener una correspondencia tan activa, según el relato de Mrs. Dacey.

No me sorprendió enterarme de que esa institución nunca había oído hablar de Mrs. Dawson. Ella estaba demasiado ocupada escribiendo a sus víctimas, para preocuparse por las viudas y los huérfanos de marinos.

Pero el núcleo del problema, el enorme y amenazante signo de interrogación, continuaba pendiente.

Me parecían comprensibles las obstrucciones menores con que había tropezado; los intentos de Bardoni por disuadirme de mis investigaciones. Pobre viejo Bardoni, pensé, y casi experimenté ternura hacia él, pese a sus ojos tallados en roble. ¿Qué crimen habría cometido en su juventud? ¿Cuánto pagaría a Mrs. Dawson y durante cuánto tiempo le había estado pagando? ¿Sabría ella que Juliet era hija de Bardoni, cuando Stanley y Elaine Bristow pararon en el hotel para llevar a cabo su malhadado experimento?

Ahora comprendía muy bien sus temores. Ahora comprendía los de la poca atractiva Constance Brett, cuya vida entera estaba dedicada a su trabajo en el hotel El Retiro.

Mrs. Gray era otra cosa. ¿Hasta qué punto estaba enterada de los antecedentes de las víctimas? ¿Pensaba hacerse cargo de la empresa?

A esta altura de mis razonamientos sentí que estaba pisando terreno poco firme.

Esa gente eran pececillos que nadaban ansiosos y alertas, temerosos de cualquier cosa que pudiera perturbar la calma de las aguas que habían alcanzado tras grandes esfuerzos y contratiempos. Recordé lo que había pensado en el taxi cuando volaba al encuentro del coronel Pearson.

¿Quién era, pues, el Pez Gordo? ¿Quién era el fuerte, el que contaba con el poder, la fortuna y la capacidad de organización? ¿El que era frío y cauteloso? ¿El que prefería alcanzar fines por el amedrantamiento antes que arriesgar un asesinato y que, sin embargo, no había vacilado en matar a la pobre Cara de Buñuelo?

A veces soy lento en mis razonamientos y mis pensamientos suelen seguir líneas tan complejas que me impiden ver lo que es obvio, aunque esté ante mis propias narices.

Pero ahora, de repente, vi lo que debía haber visto desde hacía mucho tiempo.

Hasta ese momento yo había vinculado la mezquina obstrucción de Bardoni y de Constance Brett con la campaña en contra mía. Había considerado que ambas tenían un mismo motivo. Había relacionado al Pez Gordo con los desvalidos pececillos.

Ahora comenzaba a entrever la verdad, o por lo menos parte de ella.

Los pececillos temían por sí mismos.

El Pez Gordo, el Gran Carnívoro, temía por la organización.

Alguien se había hecho cargo de la empresa de Lucy Dawson. Su asesino no había sido una de sus víctimas de extorsión.

El móvil había sido el dinero.

Excelentes beneficios sin arriesgar capital.

Los riesgos eran inexistentes si se sabía jugar las cartas como correspondían.

Era una maniobra de gangsters que podía o no haberse originado en Italia. Me pregunté si le habrían ofrecido constituir una sociedad.

Pero la habían juzgado erróneamente. Sin conocer su triste pasado, los rincones secretos y oscuros de un alma trágica, inhibida e implacable, no comprendieron que el arrebatarle aquello era como quitar el muelle real a un reloj.

El último encuentro en Pompeya había sido el intento final.

Yo la imaginaba diciendo: «Antes pasarás por encima de mi cadáver».

Y así había sido. Así había sido, realmente.

Estaba aliviado y encantado con la nueva teoría cuando abrí la puerta de calle. Pero el sentimiento dominante era el de alivio.

Algunas cosas, algunas tretas que me habían jugado, aún me desconcertaban; pero ya no me quedaban dudas respecto a mi equilibrio mental. Tampoco estaba muy atemorizado, a decir verdad. Simplemente me había enfrentado a un puñado de delincuentes bien organizados. Y con un puñado de delincuentes me las podía arreglar.

Y si entré, anonadado por mi perspicacia, deslumbrado ante mi agudeza y muy feliz de saber que, pensaran lo que pensaran los demás, yo había descubierto la clave del problema.

Sin duda, había algo de cierto en mi nueva teoría. Aunque muy poco.

Por lo demás era del todo errónea, como todos mis pensamientos y acciones en aquel calamitoso asunto.

Y sin embargo, así eran las cosas, como habría dicho el gallardo coronel Pearson. Uno hace lo que puede.

Uno recorre los caminos de la jungla y si le alarma el crujir de dientes, siempre puede pensar que se trata de un cerdo salvaje; un animal que no es precisamente inofensivo, pero contra el cual hay defensa. Pero si uno oye el rumor de cuerpos que se deslizan por el suelo, la cosa cambia de aspecto. Pero lo único que queda por hacer es avanzar lanza en ristre y confiar en que todo salga bien. Uno puede consolarse con la idea de que son más los que se salvan que los que sucumben.

Sin embargo, aun en esta época y en estos días, puede ser fatal no mantener los ojos abiertos y la lanza dispuesta, y pensar que siempre es otro el que puede caer víctima de un zarpazo.

Y con toda probabilidad siempre es otro ciudadano el que cae, hasta que un día el otro ciudadano es uno.