—Está claro lo que hizo entre las veintitrés treinta y la una treinta. ¿Qué nos puede decir ahora del período comprendido entre la una treinta y las tres de la mañana? ¿Qué pasó entonces?
—Estaba en la cama, en la cama y probablemente dormido.
—¿Había alguien más en el apartamento, Mr. Compton?
—No.
—¿Puede corroborar alguien su afirmación? —preguntó el sargento.
—Es probable.
—¿Nombre? Y dirección si la sabe.
Negué con la cabeza y comencé a avanzar hacia ellos, hacia la puerta. Yo había llegado por mi voluntad, podía retirarme por mi voluntad; a menos que me arrestaran en ese mismo momento y prefirieran acusarme. Yo lo sabía y ellos lo sabían. Lo más importante es que ellos sabían que yo lo sabía.
—No sé los nombres ni las direcciones. Los testigos a que me refiero son las personas que me han tenido bajo observación. A mí y a mi apartamento. Día y noche.
—¡Ah, ésos! —exclamó el sargento.
El comisario dijo con suavidad:
—¿Los que le persiguen? ¿La gente cuyas voces oye por teléfono? ¿Los que escriben mensajes en su máquina y tratan de atacarle en la calle?
Asentí con un gesto. Me sentía incapaz de decir una palabra más y salí sin que ellos me interceptaran el paso.
Creo que se alegraron de librarse de mí. Por lo menos momentáneamente.
Afuera estaba oscureciendo. Me detuve en la escalinata de la comisaría y respiré hondo, mientras contemplaba el lento fluir del tránsito. Pensaba en el hombre que se había presentado con el nombre de sargento Matthews, trataba de descubrir una clave en algo, pero no hallaba respuesta.
Avancé hasta el borde de la acera esperando que se produjera un claro en el tránsito. En un momento vi lo que me pareció una oportunidad para cruzar la calzada. Un automóvil azul, que marchaba tras un autobús, se había retrasado un poco. Consideré que tenía tiempo de llegar a la acera opuesta y bajé al pavimento. El automóvil avanzaba más rápido de lo que yo había pensado y me vi obligado a dar un paso atrás y a esperar; por el espacio cada vez menor que quedaba entre el autobús y el automóvil eché una mirada impensada hacia la esquina de una calle que desemboca en Earls Court Road, a poca distancia del lugar en que me encontraba.
Me pareció que los hombres detenidos en aquella esquina miraban en mi dirección. Uno era alto y llevaba gabán oscuro, largo hasta la rodilla, con aspecto de impermeable. El otro era de altura mediana y complexión recia.
El tránsito se cerró. Cuando volvió a producirse un claro, la esquina estaba desierta, excepto una mujer y un niño que pasaban en ese momento.
Miré en dirección a la comisaría de policía, pero sabía muy bien que era inútil; en el fondo sabía que iba a ser inútil. No podía regresar y decirles que creía haber visto a los dos hombres que me habían amenazado en la calle hacia sólo unos pocos segundos.
No podía hacerlo. No tenía fuerzas para volver a enfrentarme con ellos.
Me consolé con la idea de que quizá estuviera equivocado, de que quizá fueran otros dos hombres cualesquiera; pero sabía que era falta de coraje moral.
Imaginaba al sargento diciendo: «Un complejo de persecución con todas las de la ley. Con todas las de la ley, eso es lo que tiene este tipo. Bueno, los pescaremos a todos, ¿verdad, señor? Pescaremos al bajo y al alto, y a unos cuantos locos, de paso».
No, no podía regresar.
Así que aquel comisario y aquel sargento, agotados y sobrecargados de trabajo como estaban, habían encarado mi caso sin sensibilidad, de manera convencional. Quizá no tuviesen el tacto necesario. Pero ahora yo sabía lo que significaba no tener una fuerza policial a la cual recurrir.
Ahora sabía lo que era estar rodeado por la jungla, lo que era transitar por senderos peligrosos sin nadie a quien recurrir, sintiendo que hay ojos clavados en uno y sin tener una policía que brinde protección.
Ahora soy capaz de apreciar esas cosas, pero en aquel momento mis sentimientos eran muy amargos.
Regresé al apartamento y me lavé. El diario con la fotografía de la pobre Cara de Buñuelo en primera plana, estaba donde lo había dejado. Lo recogí y, cuando abandoné el piso para visitar a Juliet, eché doble cerrojo a la puerta.
Además de la cerradura tipo Yale yo había hecho instalar un sistema de cerradura empotrada que no había utilizado hasta ese momento. Se hace girar dos veces la llave en esa cerradura y la puerta queda a prueba de ladrones. Salvo que la echen abajo o recorten la cerradura.
Fuimos a comer a Soho, a un restaurante italiano. Una de las cosas que más me habían sorprendido fue la calma con que Juliet tomó la noticia de la supuesta denuncia de Cara de Buñuelo contra mí. Ocurre que yo no entendía uno de los hechos más simples de la vida. Si una mujer ama a un hombre, ese hombre siempre tiene razón, y quien se queje de él será un embustero. No hay argumento que valga.
Juliet no trató ninguno de los temas importantes en el viaje a Soho. Eso me sorprendió y me alegró.
Cuando estuvimos sentados en el restaurante dije:
—¿Has leído los diarios de la tarde? Ha habido un asesinato cerca de tu casa.
Juliet hizo un gesto afirmativo.
Ésa es una de las cosas típicas de la vida moderna. El asesinato no significa nada, a menos que nos afecte personalmente. En tiempos de los anglosajones, cuando los ciudadanos no pululaban en este suelo, el asesinato era algo grave. Significaba la pérdida de un par de manos para la comunidad. Se lanzaba la alarma y todo el mundo estaba obligado por ley a abandonar lo que tenía entre manos y a lanzarse a la búsqueda del criminal. Ahora las cosas son diferentes, porque ahora somos muchos. Nos podemos dar el lujo de perder a unos cuantos.
—¿Viste la fotografía? —pregunté.
Ella estudiaba el menú con expresión preocupada. Volvió a asentir con la cabeza.
—Es la mujer que viajó conmigo en el tren desde Burlington a Brighton —anuncié.
Ella dejó el menú, se quitó las gafas de oscura montura y clavó los ojos en mí. A la luz de la lámpara, su rostro tenía la palidez de una magnolia.
—¿Estás seguro?
—Completamente.
—Tienes que ver a la policía, querido.
—Ya he estado allí.
—¿Y qué te han dicho?
—Varias cosas. Dijeron que ella no había formulado denuncia alguna contra mí, por ejemplo.
—¿Pero y el…?
—¿Qué quieres de primero?
Un camarero se había detenido junto a Juliet. Ordenamos nuestra comida y el hombre se retiró.
—Dicen que el individuo que me visitó no era policía —proseguí—. No creen nada de lo que les digo, salvo que viajé con esa mujer en el tren.
Juliet miró el mantel y tomó un panecillo con la mano izquierda.
—¿No les pediste ayuda… consejo o algo así?
—Sí, poco más o menos.
—¿Pero qué te dijeron? No puede ser que hayan dicho simplemente «No le creemos», tienen que haber dicho algo; tienen que haber expuesto alguna teoría. ¡Esto es muy serio!
Me encogí de hombros y ordené una jarra de vino tinto al encargado de bebidas.
—Tomaron las cosas muy a la ligera.
—¡Pero no pueden tomar esas cosas a la ligera, querido!
—Bueno, pues así ha sido.
—¿¡Y no les exigiste, por el amor de Dios!?
—¿Exigirles qué, mi amor?
—Bueno… investigaciones. Y protección.
—¿Investigaciones de qué? ¿Protección contra qué? ¿Un mensaje escrito con mi propia máquina, que no pude exhibir? ¿Maleantes que me atacan por la calle? ¿Gente que entra en mi apartamento y a la cual nadie ve? ¿Hombres que se disfrazan de vigilantes…?
Juliet no contestó. No pudo hacerlo porque acababan de llegar los spaghetti a la bolognese. Se inclinó sobre el plato, pero a los pocos segundos me dirigió una de sus rápidas miradas silenciosas y reservadas.
—No trates de intervenir —protesté—. No entiendes.
—No, no entiendo. Es preciso hacer algo. Deberías haberlo exigido.
—Mira, para la policía un crimen tiene dos móviles: el dinero, de cualquier manera que sea, o el sexo, en alguna forma. Me preguntaron si podía proporcionarles un móvil y no puedo hacerlo. Si el dinero o el sexo intervienen de alguna manera, están tan disimulados que yo no alcanzo a distinguirlos.
Juliet se agachó, recogió el diario que yo había dejado, junto a la mesa, y contempló la fotografía.
—Por lo que me has dicho, podría haber un ángulo sexual —murmuró—. Supongo que es posible.
Vacilé, pensando en lo que acababa de decirme.
—Quizá —concedí de mala gana—. Supongo que podría haber intervenido ese móvil, aunque de una manera retorcida. Pero lo dudo.
—Yo también —dijo Juliet.
—¿Celos, quizá? Una coincidencia.
Juliet asintió con la cabeza.
—Deberías haberla visto, querida —proseguí—. Deshecha y encerrada en su pequeño y triste mundo. Creo que casi había olvidado la razón por la cual la habían obligado a viajar conmigo. Creo que estuvo a punto de olvidar que debía entregarme un sobre. Deben de haberla dominado por algún motivo, pero en ese momento…
Me detuve, procurando elaborar mi teoría.
—En ese momento estaba casi libre —completó Juliet en voz tan baja que apenas alcancé a oír sus palabras.
—Su tragedia, su luto, su dolor, que ella creía sin sentido… la habían liberado.
En aquel restaurante italiano de mala muerte había atisbado el tenue resplandor de algo trascendente. Juliet también lo había alcanzado a distinguir y me miraba con ojos brillantes.
Se acercó el camarero con el plato siguiente.
Es difícil pensar en el infinito cuando se tiene por delante un lenguado a la parrilla y una ración de patatas fritas. El instante pasó. Pero más de una vez lo recuerdo, con un soplo de la primitiva excitación. A veces me ha servido de solaz.
—Por eso la mataron —dijo Juliet.
—Porque estaba libre o más allá del bien o del mal, o ambas cosas. Ya no podían confiar en ella.
—Y podía hablar —añadió Juliet—. Y podía hablar contigo especialmente.
Se había puesto las gafas para comer el pescado. El marco oscuro contrastaba con la palidez de su piel.
—¿Hablar de qué, por amor de Dios?
Juliet meneó la cabeza. Seguimos comiendo en silencio.
—Y podrían matarte a ti, querido, si sigues con esto. Temen lo que puedas descubrir —dijo Juliet, por fin.
Comprendí que había aprovechado esos segundos para recuperar el control de sí misma. Me dirigió una de sus fugaces miradas por encima de las gafas y luego bajó la vista.
—¡Bueno, basta! —exclamé riendo—. Vivimos en un país civilizado.
—Ella también creía eso. Quizá Mrs. Dawson haya pensado, por su parte, que Italia era un país civilizado. Ambas fueron estranguladas. Por lo visto se trata de un verdugo ambulante, ¿no?
Juliet dejó los cubiertos e hizo a un lado el plato. Vi que sus labios temblaban.
—Si hubieran querido terminar conmigo, lo habrían hecho ya. Han tenido, por lo menos, dos o tres oportunidades.
Juliet movió la cabeza con vehemencia.
—¡Estoy segura de que ellos no quieren matarte! ¿Por qué habrían de quererlo?… A veces te pones muy tonto. Es peligroso matar a la gente.
—¡Justamente! ¡Ahí tienes!
—Pero terminarán por hacerlo… terminarán por hacerlo, si no consiguen asustarte.
—¿Y tú quieres que me asuste? ¿Eso es lo que deseas, en realidad?
—No es que lo desee. Pero yo te seguiré amando, querido. ¿Comprendes? Quiero que vivamos felices libres de temor… y, sobre todo, que vivamos. Lo único que te pido es que finjas estar atemorizado.
—Y que me dé por vencido. Es eso, ¿verdad?
—Y que te des por vencido. Si tienes valor para eso.
—No me parece justo que lo plantees de esa manera.
—No esperaba que lo consideraras justo.
Nos miramos con expresión desafiante. Los dos nos sentíamos un poco heridos.
—Lo pensaré —repetí.
—Eso significa que seguirás en tus trece —suspiró Juliet.
Luego se acomodó las gafas y lanzó una mirada de desolación en torno de ella, como si buscara ayuda e inspiración en algún rincón del restaurante.
—Es tonto —murmuró—. El mundo está lleno de ideas y de temas sobre los que puedes escribir. Me parece que estás obsesionado.
—No se trata de eso.
—¿De qué se trata, entonces?
—No me gusta que me lleven por delante… Eso es todo.
—A eso me refería. Es obstinación u orgullo, o algo así en lo que los hombres parecen especializarse… Te obsesiona.
—Te he dicho que lo pensaré. De cualquier manera, en este momento no puedo hacer nada. No puedo hablar con nadie, no puedo escribir a nadie. No tengo contacto con nadie.
—Ya se pondrán en contacto contigo… Tratarán de doblegarte y si no te sometes perderán la paciencia y…
No completó la oración. Le pregunté si quería fruta o café por decir algo. Se puso bruscamente de pie y anunció que estaba cansada y quería regresar a su casa. Cuando estábamos saliendo le oí decir algo así como que nunca sabríamos cuál era la última oportunidad ni en qué punto preciso ellos decidirían terminar con el asunto.
El regreso fue triste. Hicimos la mayor parte del camino en silencio.
—Probablemente sea puro teatro —dije en un momento.
Fue una observación inoportuna.
—Dos personas pensaron lo mismo —me recordó ella.
—Puede haber sido coincidencia —murmuré.
—¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¡No empecemos de nuevo, querido! No me has dicho qué te dijo la policía.
Detuve el auto frente a su casa.
—No pude presentar pruebas.
—¿Y entonces qué?
—Creo que me consideraron víctima de un complejo de persecución o algo así. Hablaban de gente que cree tener equipos de radio en la cabeza y disparates por el estilo. Mi error fue mencionar el accidente automovilístico. Eso es lo que les llevó a pensar en que yo podía sufrir algún tipo de perturbación mental. Efectos del shock y cosas por el estilo. Y por eso no llegamos a ningún lado. Creo que de cualquier manera no habríamos llegado a ningún lado. No eran personal de Kensington, eran unos tipos de Scotland Yard —añadí.
—¿Y qué diferencia hay?
—Supongo que no mucha.
—¿Y por qué lo mencionas especialmente?
—Bueno, lo digo de pasada, eso es todo. Digo que eran de Scotland Yard, no de la comisaría del distrito. ¿Qué tiene de malo eso?
—No tiene nada de malo.
Permanecíamos en el auto mirando al frente; otra vez nos estábamos tratando con frialdad.
—Su punto de vista es razonable —dijo Juliet con voz serena.
—Será razonable para ti.
—La gente de Scotland Yard tiene mucha experiencia, querido. Tiene experiencia en muchos aspectos.
—No lo pongo en duda.
De pronto se volvió hacia mí, me echó los brazos al cuello y me besó. Sentí que su disgusto se disolvía y que sus labios, hasta ese momento fríos y secos, volvían a ser cálidos y húmedos.
—Te quiero —dijo—. Y estoy segura de que todo saldrá bien. Y no te preocupes, querido. Sobre todo no te preocupes. Pronto estaremos casados y yo me encargaré de cuidarte… de modo que no te preocupes por nada. ¿Me lo prometes?
Yo asentí con la cabeza en la oscuridad del auto.
—No te preocupes por la mujer del tren, ni por los mensajes escritos con tu máquina, ni por las llamadas telefónicas a medianoche… ni por nada. Trata de olvidarlo todo. ¿Me lo prometes?
La aparté suavemente y sentí una repentina sensación de frío y soledad.
El cielo nocturno estaba negro. Se había nublado de repente. Sobre el parabrisas caían algunas gotas de lluvia.
Me humedecí los labios y dije:
—Hace unos instantes eras tú quien se preocupaba.
—Lo sé, querido. He sido tonta. Ahora me siento mejor.
—¿Y por qué? —pregunté bruscamente—. ¿Por qué te sientes mejor? No puede ser que estés preocupada y de pronto, porque sí, te liberes de toda preocupación… Tiene que existir alguna razón.
—He pensado que las cosas se arreglarán. Después de todo vivimos en un país civilizado, como decías tú, Jamie.
—¿Y la historia de Lucy Dawson? —pregunté simulando indiferencia lo mejor que pude—. ¿Qué ocurrirá con la historia de Lucy Dawson?
Juliet vaciló unos segundos. Fueron segundos de esos en los que el cómputo habitual del tiempo se convierte en una farsa. A través de la ventanilla, clavé la mirada en las tinieblas de un jardín, a la espera de la respuesta que temía. Una ráfaga aplastó una hoja mojada contra la ventanilla y yo eché la cabeza atrás creyendo que era una mariposa nocturna. Odio las mariposas nocturnas.
Por fin ella dio la respuesta que yo temía.
—Yo seguiría con eso, querido. Pero no trabajes demasiado. ¿Me lo prometes?
—Te prometo no trabajar demasiado.
Yo repetía sus palabras como un autómata mirando fijamente la hoja adherida a la ventanilla.
—También podrías dejarlo por un tiempo, mi amor… Quizá fuera mejor volverlo a estudiar con la mente fresca. Después de la boda y tras otras vacaciones al sol.
—Ya te lo he dicho… No sé cómo ponerme en contacto con ellos.
Ya había pronunciado las palabras cuando advertí su futilidad, en vista de lo que ella estaba pensando.
—Ellos se enterarán de alguna manera —replicó Juliet, incómoda.
Accioné la llave de contacto, dispuesto a poner en marcha el automóvil.
—Sé lo que estás tratando de decirme, Juliet.
En ese momento se abrió la puerta de calle de los Bristow y, a la luz del farol, vi la figura del viejo Stanley y la de otros dos hombres. Uno de ellos era el comisario gris y aunque el otro, el más bajo, me daba la espalda, adiviné que se trataba del sargento.
—Ahí están —dije—. Son los tipos de Scotland Yard, que tanta experiencia tienen. Están atando cabos.
Extendí el brazo por delante de Juliet y abrí la portezuela de su lado.
Buenas noches, querida. Si estuviera en tu lugar charlaría un rato con ellos. Compararía observaciones sobre gente con colapsos nerviosos y complejos de persecución. Tendrás mucho que decir, ¿no?
Oí su sollozo cuando descendía del automóvil sin volverse. Fueron palabras amargas y crueles de las que ahora me arrepiento.