7

Afuera el atardecer era agradable, cálido para el mes de octubre. El cielo todavía estaba azul. Por otra parte, yo no siento tanto frío como otras personas; pero en ciertas circunstancias hay un frío mental, una especie de congelamiento que puede ser devastador. Eso fue lo que sentí.

Uno sabe que está en una comisaría de policía y sabe que ha acudido voluntariamente; y uno toca la silla en que está sentado y la mesa que está ante uno y oye los ruidos del tránsito, y por eso sabe que está con vida. Además uno sabe que no está soñando porque en los sueños todo ocurre con más velocidad.

Uno percibe los latidos del corazón y siente un malestar en la garganta cuando traga; porque si uno no está muerto, no duerme ni está soñando, sólo queda una conclusión razonable a la cual se puede arribar.

Uno lucha para no llegar a esa conclusión. Aun quienes están mentalmente enfermos lo niegan y sostienen con una triste y desolada intensidad que no están locos, que los otros están equivocados.

A veces me pregunto si oyen las voces de los demás desde lejos, en un eco distorsionado, como yo las oía en ese momento.

—¿Cuál es su profesión, señor? —preguntó el comisario con inusitada ternura.

—Escribo. Escribo libros y artículos. Algo anda mal —añadí apresuradamente—. Algo anda mal en el sistema o yo me estoy volviendo loco. Ese sargento Matthews…

—No existe ningún policía llamado Matthews que pueda haberle visitado, señor —me interrumpió el sargento calvo—•. Eso es lo que le acaba de decir el comisario con toda claridad, señor. Le ha dicho que no hay ningún sargento Matthews en esta comisaría ni en ninguna comisaría próxima.

—Sea como sea… —comencé.

—No es —dijo el sargento—. Los hechos son los hechos.

—Bueno, alguien que dijo llamarse sargento Matthews estuvo en mi casa —exclamé con rabia—. Y le diré que, pensándolo bien, no me sorprende en lo más mínimo que esa mujer haya hecho una denuncia. Lamento mucho que haya terminado como terminó, pero estaba en un estado emocional lamentable y era una neurótica.

Ninguno de los dos hombres me miraba.

—Les digo, pues, que no me sorprende. No me sorprende nada.

El comisario se puso de pie, atravesó la sala y clavó la mirada en la pared, pintada de amarillo. Sin volverse, dijo:

—He procurado hacerle entender que no hay constancia de que esa mujer haya formulado una denuncia contra usted. ¿Por qué insiste en que la hizo?

—Porque lo hizo —repetí en tono hosco—. Alguien ha cometido un error. Lo mismo que respecto a ese sargento Matthews.

El comisario regresó a su lugar y se sentó.

—¿Se da cuenta de lo que está diciendo, Mr. Compton? —preguntó.

—Me doy cuenta.

—Asegura haber viajado con una desconocida que ha sido asesinada.

—Así es… Eso es lo que estoy diciendo.

—Está diciendo que aunque usted no le dio su nombre y dirección, ella los conocía.

—Así es.

—Y presentó una denuncia contra usted.

—Y presentó una denuncia contra mí.

—Y le entregó un mensaje que usted no tiene en su poder.

—No lo tengo en mi poder porque se lo entregué a un policía, a petición suya.

—Podría describirlo —me oí decir.

—¿Describir a quién? —preguntó el sargento—. ¿A la voz desconocida que le llamó?

—Era un sargento de mediana edad —proseguí sin hacerle caso—, tenía cutis fresco y era calvo. Era bastante robusto y sus ojos eran pardos.

Los dos hombres me miraban con aire plácido, como suele mirar la gente a un niño que recita un poema. Pero yo me esforcé por continuar.

—Llegó en bicicleta. Llevaba pinzas para bicicleta en los pantalones. Y dijo que su nombre era Matthews, sargento Matthews, de la Comisaría de Policía de Kesington. Ustedes me dicen que no existe y que no puede haberme informado sobre esa denuncia. ¿Pueden sugerirme algo, entonces? ¿Pueden ayudarme? ¿Qué debo pensar?

Me restregué la frente con los dedos de mi mano derecha y miré hacia donde aún estaba sentado el comisario. Vi que me observaba con más atención.

—¿Por qué fue a Italia, al lugar donde murió esa Mrs. Dawson? —preguntó con voz tranquila.

—Tuve un accidente de automóvil y quedé muy débil. Las piernas me trajeron problemas —dije con indiferencia y avancé en dirección a la puerta.

—Dicen que los accidentes de automóvil pueden provocar insomnio —comentó el comisario poniéndose de pie.

—Sí. Yo dormía mal. Pero ahora estoy muy bien.

—No me cabe la menor duda.

—Un mal golpe, un accidente automovilístico grave —dijo el sargento con suavidad.

—¿Dormía bien en Italia? —preguntó el comisario.

—A los pocos días de llegar recuperé el sueño.

—Un tipo que conozco tuvo un choque y anduvo mucho tiempo con la idea de que tenía un aparato de radio en la cabeza —comentó el sargento—. Pero ahora anda bien. Con todo, eso demuestra…

Me detuve y le miré con fijeza.

—Por lo general, eso es un síntoma de esquizofrenia. Eso no es producto del choque. Nada tiene que ver con accidentes automovilísticos —dije rápidamente.

—¿Usted cree, señor? Bueno, quizá haya sido esquizo. Ahora anda bien. En estos tiempos se cura cualquier cosa.

Había abandonado su tono balandrón. Se puso de pie, extrajo un paquete de cigarrillos del bolsillo y me ofreció uno.

Los tres estábamos cerca de la puerta de la sala de espera. Casi parecíamos tres amigos que han concluido un negocio difícil en forma satisfactoria. Pero los músculos de mi estómago aún estaban contraídos y yo deseaba desesperadamente salir de allí. Pero el comisario se había apoyado contra la puerta y el sargento estaba cerca. Y yo estaba dentro de la habitación.

—Bueno, tengo que irme —dije con firmeza y avancé hacia ellos. Pero no se movieron. No me quedó más remedio que detenerme. El comisario gris me miró como distraído y luego miró al sargento. Comenzaron a hablar entre ellos como si yo no estuviera presente.

El comisario dijo que sí, que por supuesto, que era una cuestión de diagnóstico precoz, como cualquier problema médico. El sargento dijo que bueno, que sí señor, pero que lo difícil era inducir a la gente a que se sometiera a tratamiento, sobre todo en ciertos casos.

—Uno no puede certificarlos —añadió en voz baja—, a menos que estén chiflados del todo. Es decir que si se las arreglan solos, más o menos (tal vez menos que más), y si no se convierten en una molestia pública, uno no puede hacer nada, ése es el problema.

El comisario dijo:

—Es una desgracia, para ellos y para los demás.

—Tienen que presentarse voluntariamente.

—Los médicos son reacios a certificar —dijo el comisario—, y no es de sorprender… Un error y se acabó; los demandan por daños y perjuicios. Realmente, es una lástima.

—Así es, señor.

—Un breve tratamiento y quedan como nuevos. Nada de equipos de radio en la cabeza, nada de voces surgidas del éter, nadie que los espíe, y todas esas historias. Vuelven a ser felices.

—Pero se resisten a ir, señor. No van voluntariamente —se lamentó el sargento.

Sentí que si no me iba en seguida, en ese mismo instante, la presión que se estaba acumulando en mi interior reventaría y yo saldría de un salto haciéndoles a un lado con violencia. Luego correría en dirección a la calle, aunque supiera que no iba a llegar muy lejos.

Eran demasiado cautos, tenían demasiada experiencia para decírmelo abiertamente. Habían aceptado el hecho de que yo había viajado en el mismo tren que Cara de Buñuelo. No les había quedado otro remedio, porque yo la había descrito con detalle. Pero no esperaban nada más.

Creían que yo oía voces, que soñaba historias y veía visiones. Tenía la impresión de que, tras largos años de entrevistar a toda clase de sujetos, esta gente se había forjado patrones mentales respecto a la conducta de las personas en determinadas circunstancias y a lo que podía o no podía ocurrir.

—Ha sido una pérdida de tiempo —dije con amargura—. Para ustedes y para mí. Ustedes no pueden concebir lo que me está ocurriendo; no les culpo. Están ante una situación con la que nunca se habían enfrentado.

—¡Sí que la hemos enfrentado! —exclamó el sargento en actitud defensiva.

—Una última pregunta, señor —dijo el comisario haciendo un movimiento en dirección a la puerta.

Yo me había estado preguntando cuándo haría esa pregunta.

—Adelante —dije—. Ya me imagino de qué se trata.

—Es una simple formalidad, Mr. Compton. Nada que deba preocuparlo. Se trata, más bien, de unir ciertos eslabones, ya que usted se ha presentado y admite haber conocido a esa mujer de Paradise Lane, cosa que nosotros ignorábamos… Y si tenemos en cuenta que usted insiste en que ella formuló una denuncia contra usted. Si eso queda en claro ya no habrá razones para preocuparse.

—No, ya no habrá razones para preocuparse —murmuré.

—¿En dónde estaba usted anoche entre, digamos, las once y media y la una y media? Eso es extremar las cosas, por supuesto; pero es sólo para los archivos del caso. Usted es un hombre inteligente y…

—¿Soy un hombre inteligente? —le interrumpí—. ¿De modo que usted cree eso? Hace un instante estaba comentando que necesitaba un tratamiento psiquiátrico.

Vi que los dos se ponían rígidos; repentinamente parecían menos cómodos, más alertas. Cuando el sargento habló parecía estarse dirigiendo a un niño de diez años. No me palmeó la cabeza, pero su tono era acariciante y engatusador. Me sentí mal.

—Bueno, bueno, señor; el comisario no ha dicho nada de eso. ¿Verdad, señor? Y yo tampoco.

—Eran comentarios de orden general, Mr. Compton. No creo que usted tenga motivos para creer que hablábamos de usted.

—Ningún motivo —apoyó el sargento. Me separé de ellos y caminé hasta el extremo opuesto de la sala. Mientras lo hacía, oí al comisario que decía:

—Tengo que informarle, Mr. Compton, que usted no está obligado a declarar nada hasta tanto no llegue su abogado.

Me volví bruscamente y me encaré con ellos; al alto y gris, y al bajo y pardo. Eran tan diferentes en su aspecto, como en sus maneras: uno con apariencia amable, otro áspero. Una buena orquestación. Uno me levantaba y el otro me arrojaba al suelo de un revés. Pero ambos estaban agotados. Creo que eso explicaba muchas cosas. Meneé la cabeza.

—Ya conozco todo eso. No necesito un abogado para que me diga qué hice hace pocas horas.

—Bueno, dígalo entonces —exclamó el sargento—. Queremos conocer lugares y horas. Con eso nos arreglaremos por el momento.

Se dirigió a la mesita junto a la ventana, se sentó con movimiento decidido y abrió su libreta de taquigrafía.

—A las veintitrés y media estaba hablando todavía con mi suegro.

—O. K. De modo que a las veintitrés y media aún estaba con él.

—A las veintitrés y cuarenta y cinco me separé de él y anduve por Kensington-Church Street. A medianoche, o un poco antes, estaba aquí.

—¿Aquí?

—Sí, aquí… esperando, declarando ante unos oficiales vestidos de paisano. Eso me llevó una hora aproximadamente. Justo antes de la una estaba con su gente en mi casa.

—Con nuestra gente, no. Con gente de la comisaría de Kensington. Nosotros somos de Scotland Yard.

—Bueno, con gente de la policía.

—¿Fue cuando no encontró nada ni a nadie?

—Cuando no encontré nada ni a nadie.

—¿Y después? —preguntó el comisario con su voz serena—. ¿Después de eso qué?

—Después de la una y media, nada. Me acosté. Pero eso cubre el período, eso me deja a salvo hasta la una y media de la mañana.

—Así es —dijo el sargento, levantando la vista de su cuaderno de notas—. Eso le deja a salvo hasta la una y media de la mañana, señor. El caballero está a salvo hasta la una y media de la mañana —repitió el sargento, mirando al comisario.

Debí haberme dado por satisfecho, pero nunca puedo resistir la tentación de resolver el puñal en la herida. Es probable que eso se deba a mi sangre irlandesa, no a la holandesa ni a la inglesa.

—De modo que pueden revisarlo si lo desean —dije fríamente—. Aparte de los pocos minutos que anduve por Church Street, cuando me siguieron esos dos individuos en cuya existencia ustedes no creen, pueden comprobar paso a paso mis movimientos. Pregunten todo lo que se les antoje, vuelvan a comprobar, pidan las declaraciones firmadas que les plazca y todo lo que se les pase por la cabeza.

—Lo haremos, lo haremos —dijo el sargento alegremente—. Lo haremos, señor.

Pero aún no me daba por bien servido, porque aún bullía en mí el resentimiento.

—A menos que ustedes crean que esos oficiales de civil que me atendieron aquí, también fueron producto de mi imaginación. A menos que piensen que los agentes uniformados que revisaron mi apartamento no existían —proseguí en tono sarcástico—. Y que el patrullero era un auto fantasma. Y ahora me voy. He venido aquí lleno de buena voluntad; más me valdría haberme mantenido alejado.

El sargento se puso de pie con agilidad y se acercó a la puerta. Quizá haya tenido la intención de abrirla para que yo saliera, pero yo sentí que no era así. Si algún propósito tenía era el de mantenerla cerrada.

—¿Y a las tres de la mañana? —preguntó el comisario rápidamente—. Digamos entre la una y media y las tres de la mañana.

—¿Por qué las tres de la mañana, comisario?

—Es la hora aproximada en que murió la mujer… El que las da las toma, señor.

—El comisario se estaba acercando a eso, paso a paso, para no forzar demasiado su memoria —dijo el sargento.