A la mañana siguiente me levanté a eso de las ocho y cuarto, como era mi costumbre. Suelo tardar aproximadamente una hora y media en bañarme, afeitarme, vestirme y tomar un ligero desayuno. Sé que es demasiado tiempo, pero en ese intervalo leo un diario de la mañana mientras estoy en la bañera y otro mientras desayuno. De modo que a las diez de la mañana ya he preparado el terreno, por así decir, he absorbido las noticias del día en la medida deseada y estoy listo para mi jornada de labor.
Traté de escribir un artículo para una edición dominical, pero me resultó imposible concentrarme. Una de las cosas que me preocupaba era la conveniencia de informar a Juliet sobre los incidentes de la noche anterior. Por fin decidí no hacerlo.
Pensé que lo peor todavía no había llegado; que cuando llegara exigiría de mí toda la fuerza que pudiera acumular desde ahora; que tener a Juliet al tanto de los acontecimientos significaría esforzarme por mantener su espíritu alto, no sólo el mío. Fue una determinación tomada a sangre fría y creo que me equivoqué.
A mediodía nos encontramos para beber una copa y comer un emparedado de salmón ahumado. Pensé que podía estar un poco cohibida por la novedad de su adopción y que lo mejor sería afrontar abiertamente el tema, sin dilaciones. Por eso, no bien nos encontramos dije:
—Por más cariño que sienta por tus padres adoptivos, debo admitir que nunca entendí cómo habían podido engendrar a una persona atractiva como tú, querida. ¡Y me parece espléndido que no hayan sido ellos los autores!
Quizá mi relato haya creado la impresión de que en aquellos días Juliet era todo misterio y reserva. Nada más reñido con la verdad. La mayor parte del tiempo ella era vivaz y de risa fácil. Aquella mañana estaba radiante tras una noche de sueño reparador. Parecía haber llegado a la conclusión de que mis problemas eran producto de un melodramático intento por detener cualquier investigación sobre la vida y muerte de Mrs. Dawson, cuyos detalles podían resultar embarazosos a su familia y a sus amigos.
—Espero que todo este asunto se extinga a su debido tiempo. Cuando se convenzan de que tú no eres de los que se asustan, querido, dejarán de organizar esos disparates —dijo.
Evité aclararle que Mrs. Dawson no tenía familia y que sus amigos eran muy pocos.
Recordé a los hombres que había encontrado en la calle, la luz de la linterna en mi apartamento, la llamada telefónica sin respuesta y dije:
«Sí, sí, sí. Tienes razón».
Nuestra entrevista fue breve, porque ella tenía hora en la peluquería a las dos. Fue un encuentro feliz. Ahora lo evoco, lo saboreo y el recuerdo me enternece.
Por la tarde fui a la biblioteca de Londres y pedí algunos libros de historia romana. Aunque parezca tonto, seguía con la idea de situar un crimen en las cuevas de la sibila. Luego me corté el pelo en Trumpers y regresé a casa. En el buzón encontré el diario de la tarde con la noticia sobre Cara de Buñuelo. Su fotografía, a una columna, estaba en el centro de una información de primera plana.
Su cara de buñuelo me miraba desde el periódico con la misma expresión con que me había mirado en el tren a Brighton, cuando se enjugaba los ojos con un pañuelo pegoteado. Era el mismo rostro redondo, sin interés; el mismo pelo cortado como un hombre. Todo un poco confuso, bastante borroso; una instantánea ampliada más allá de la capacidad del negativo.
Había sido estrangulada la noche anterior en una estrecha calleja llamada Paradise Lane, en las afueras de Notting Hill Gate. La policía estaba tratando de establecer su identidad. Existían sospechas de que había sido asesinada por alguien que padecía de algún desequilibrio mental, aunque los titulares no iban aún tan lejos como para hablar del «loco asesino».
Lo primero que hice al entrar fue servirme un whisky con soda. «Bueno, ahora lo sabrá —pensé—. Ahora sabrá si la vida continúa más allá de la muerte; ahora sabrá si se puede encontrar con su amiga en el más allá». Ella había estado jugando con la idea del suicidio, yo no sabía si con seriedad o no; pero, por lo visto, no había tenido necesidad de quitarse la vida. Alguien se había hecho cargo de la tarea.
En casos como éste, los periódicos más delicados tienen la costumbre de hablar de «muchachas de vida alegre», en lugar de hablar de prostitutas; pero tras ver su fotografía, era un poco difícil identificar a aquel ser con una «muchacha de vida alegre». El artículo la describía como «una mujer desconocida de edad madura». La policía estaba ansiosa por ponerse en contacto con cualquiera que reconociese su fotografía. Me pregunté cómo habrían obtenido esa foto y supuse que la policía había hallado alguna instantánea en su bolso. Quizá fuera una instantánea de un fin de semana pasado con su amiga muerta.
De modo que allí estaba la desdichada, la desesperada mujer que me había entregado aquel mensaje, con su velada amenaza. Allí estaba la infortunada que me había denunciado a la policía por mi supuesta insolencia. Allí estaba la mujer que, según mis deducciones se había visto enredada en maquinaciones que ella desconocía, por simple debilidad y por pobreza de espíritu. ¿O acaso ella estaba enterada de todo? De cualquier manera, el resultado era el mismo para mí, y había sido el mismo para ella. Como ignoro las presiones a que pueden haberla sometido los carniceros de la jungla, no tengo derecho a culparla por no haberse resistido.
Aunque parezca sorprendente, tardé varios minutos en advertir en qué medida me afectaba aquel hecho. Aunque escribamos sobre crímenes, los autores de relatos policíacos tenemos poco contacto personal con esos asuntos. En algunos aspectos podemos ser unos pobres inocentes.
Cuando por fin vislumbré las posibles complicaciones, experimenté una conmoción. Aquella mujer había presentado una denuncia contra mí, por supuestas proposiciones deshonestas que yo le había formulado en el tren. Su fotografía indicaba que esas proposiciones eran algo muy peculiar, porque sin duda ella no podía jactarse de tener mucho sex-appeal. La comisaría de policía de mi barrio reconocería aquella fotografía y la vincularía con la denuncia. Se sugería que aquella mujer había sido asesinada por alguien que padecía algún desequilibrio mental; no se hablaba de perversión sexual ni de furia homicida; sólo se dejaba entrever que el asesino era alguien anormal en algunos aspectos.
Quería llegar a la comisaría antes de que enviaran a un agente en mi busca. Me repetía que no estaba nervioso, porque no había razón para estarlo; pero que debía adelantarme a ellos, porque era mejor brindar la información en forma voluntaria y no retenerla hasta que me la exigieran.
Iba a cruzar Earls Court Road desde Scarsdale Villas, cuando un auto se detuvo junto a mí. Pegué un salto cuando una voz de hombre me dijo:
—Perdón, señor.
El pobre hombre sólo quería que le indicara el camino a Old Brompton Road; sin embargo, aquel incidente hizo latir mi corazón, tan ansioso estaba por llegar a la comisaría de policía antes de que la policía llegara a mí.
No sabía bien qué podía decir sobre la pobre Cara de Buñuelo, que no le hubiera comunicado ya el sargento Matthews.
Entré y me dirigí al mostrador de informaciones. Tuve que esperar varios minutos. Una mujer de edad madura, pobremente vestida, estaba dando nombre y dirección, y detalles de una billetera que había perdido. Eran las seis y dos minutos según el gran reloj blanco que colgaba de la pared.
A las seis y cinco, la mujer había completado la descripción detallada de las circunstancias en que había perdido su billetera. El sargento de guardia era un rubio de unos treinta años, de aspecto brillante. La historia relatada por la mujer no alteraba mucho la situación. O alguien hallaba la billetera y la devolvía, o la hallaba y no la devolvía.
Sin embargo, el joven sargento escuchaba con paciencia, intuyendo que al volcar los detalles ella se aliviaba y hasta creía contribuir al hallazgo del bien perdido. El sargento era un maestro en relaciones públicas. La policía suele desempeñarse muy bien en esos menesteres. Es una tarea adicional que pocas veces se le agradece; una psicoterapia para la gente en dificultades, semejantes a la que cumple un sacerdote en el confesionario.
Cuando la mujer se apartó del mostrador, el sargento se volvió hacia mí.
—¿Sí, señor? —preguntó con el tono alegre que emplea un verdulero para atender al cliente que sigue en la fila. Yo miré a la mujer que atravesaba la puerta y oí que el sargento repetía su pregunta.
—¿Sí, señor?
En ese momento vi que una mujer más joven entraba llevando un perrito. Habría preferido hablar a solas con el policía, pero era imposible demorar más el asunto. Por eso dije con la mayor tranquilidad posible:
—En los diarios de la tarde hay una noticia acerca de una mujer asesinada en Paradise Lane. Quisiera decir unas palabras sobre el asunto.
—Está bien, señor —respondió el hombre con el mismo interés que podía haber demostrado si le hubiera hablado del robo de una bicicleta. Tomó una hoja de papel.
—¿Su nombre, señor?
—James Compton.
—¿Dirección?
—Stratford Road 274… Aquí a la vuelta.
—Supongo que usted puede proporcionar alguna información, ¿no es así?
—Sí, poco más o menos.
—¿Puede darme una idea aproximada de la naturaleza de su información, señor? Usted comprende que en casos como éste recibimos una cantidad de…
Interpreté mal lo que él iba a decirme.
—Sí, lo sé. Información imaginaria —completé.
El sargento sonrió.
—Bueno, sí… Pero lo que le quería decir es que recibimos mucha información duplicada. No es que no agradezcamos la buena voluntad de la gente, por supuesto; sólo se trata de establecer con quién debo ponerle en contacto, señor.
—Bueno, ocurre que yo viajé en tren desde Brighton con esa mujer. Anteanoche —comencé.
Me interrumpió.
—¡Ah! ¡Ésa es harina de otro costal, señor! —exclamó.
—¿Cómo dice?
—Quiero decir que eso es muy interesante. Un minuto por favor…
Hizo ademán de alejarse del mostrador. La mujer del perrito, que había simulado leer unas circulares policiales adheridas a la pared, se acercó al mostrador con aire distraído. Allí había algo que no se podía perder.
—Entre paréntesis, el sargento Matthews, de esta comisaría está al tanto del asunto. Pero pensé que podía haber algún pequeño detalle… ¿comprende?… Bueno, el caso es que he creído conveniente venir por aquí por cualquier cosa.
—¿Dice usted que el sargento Matthews está al tanto del asunto?
—Él estuvo en mi casa ayer por la mañana.
—¿Ayer por la mañana, señor? El crimen se cometió por la noche.
—Él me fue a ver por otro aspecto del caso… Algo vinculado, pero diferente.
—¿Vinculado, pero diferente?
—Así es.
La mujer acariciaba ahora la cabeza del perrito y fingía concentrar toda su atención en él. Estaba a mi derecha. Casi me parecía ver cómo se estiraba su oreja izquierda. Yo no pensaba decir ni una palabra más. No diría nada acerca del incidente en la calle, ni de las luces en mi apartamento, ni de la inspección policial sin resultados. Para entretenimiento gratuito la mujer ya tenía de sobra.
—Un minuto, señor —dijo otra vez el sargento y desapareció por una puerta.
Pocos minutos después, reapareció.
—¿Quiere pasar a la sala de espera, señor? Le enseñaré dónde es.
—Ya sé dónde es. Estuve ayer por la tarde.
—Está bien, señor.
Me miró con aire pensativo; pero yo no me detuve a inquirir el motivo de su mirada. Insistió en acompañarme hasta la sala de espera. Tuve la impresión de que temía que yo cambiara de idea. Cuando cerró la puerta tras de mí, advertí que podía vigilar aquella salida desde el mostrador de informaciones. Comencé a llenar mi pipa y apenas había conseguido hacer arder el tabaco cuando entró un joven detective vestido de paisano.
Era alto y moreno, con pelo negro y ensortijado y un cutis fresco. Era brillante, animado y amable. Se dejó caer en una silla y arrojó una libreta y un lápiz sobre la mesita que nos separaba.
—Buenas noches, señor. Usted es Mr. Compton, ¿no es así? ¿Qué desea informarnos, señor?
—No se trata de que desee informar nada en especial; pero me ha parecido mejor pasar por aquí y recordarles que yo viajé con la mujer asesinada, anteanoche, en un tren procedente de Brighton. Ustedes ya saben lo ocurrido.
—¿Dice usted que nosotros lo sabemos?
—Sí, aquí están enterados. Ella estuvo esa misma noche en esta comisaría y me acusó de haberle formulado proposiciones deshonestas. Pobre mujer. Pobrecita. Dudo que alguien le haya hecho alguna vez una proposición deshonesta o no. Sea como sea, el sargento de guardia tomó nota de su denuncia y el sargento Matthews me visitó ayer por la mañana para informarme. Creo que el sargento de guardia la catalogó a primera vista. Pensó que la mujer debía de estar… bueno, un poco tocada. No obstante, consideraron conveniente informarme para que yo rechazara formalmente la acusación.
—Comprendo.
El joven detective no tomaba notas.
—Cuando hablé con el sargento Matthews le mencioné también algunas otras cosas.
—¿Qué cosas, señor?
—Es una historia muy larga. Esa mujer me entregó un mensaje escrito en mi propia máquina y en mi propio papel. Pero todo es muy complejo y está ligado a otras cosas. Además, el sargento Matthews ya tomó nota de todo. Sólo vine para saber si había algún otro detalle que ustedes desearan conocer.
Observé cómo garabateaba sobre una página en blanco de su libreta, con el lápiz de mala calidad provisto por la repartición. Tras una pausa dijo:
—Se lo agradecemos, señor. Se lo agradecemos mucho. ¿Podría usted proporcionarme una descripción detallada de la mujer que viajó con usted desde Brighton? Se trata de simple rutina.
La describí sin vacilaciones y sin dificultad. Cuando hube concluido, el detective me dijo:
—Bueno, señor. Sólo me resta añadir una nota al informe del sargento, señalando que usted estuvo a vernos. Si le necesitamos para algo nos pondremos en contacto con usted. ¿Le parece bien?
—Perfecto —dije y me puse de pie.
Pero él vaciló.
—Si usted me permite, señor. Preferiría consultar el informe del sargento. Yo no le he visto. Esta comisaría es grande y no estamos al tanto de todos los informes. Quiero decir que no podemos leer todo lo que se escribe cada día, ¿comprende? De lo contrario nos pasaríamos todo el tiempo leyendo. ¿Me comprende? Pienso que puede haber un punto o dos que quizá convenga aclarar sin demoras. Por eso, si no le importa permanecer unos minutos más aquí, señor…
Me gustó su manera ansiosa, tartamudeante e incoherente. Era simpático y amable.
—Nos evitaría futuros contratiempos —añadió como si fuera una ocurrencia ulterior.
—Por supuesto, si usted lo desea —dije y volví a sentarme.
El joven detective abandonó la habitación. Era un personaje grato e ingenuo; probablemente un joven oficial a prueba en el puesto de detective.
Esperé diez minutos. Por fin la puerta se abrió: pero esta vez entraron dos hombres de paisano a quienes yo no conocía. No tenían nada en común con el joven detective.
Uno de ellos se presentó como el comisario a cargo de lo que él llamó «el caso Paradise». Más tarde se dirigió al otro hombre llamándole «sargento».
Mi primera impresión del comisario fue de un hombre alto, bien constituido, de unos cincuenta años, ojos grises, una abundante cabellera gris y traje gris. Su rostro parecía gris, también. Era un rostro de líneas fuertes, frente despejada y boca firme, aunque no cruel. La nariz era quizá excesivamente larga y la barbilla, más bien puntiaguda; pero en términos generales era un rostro agradable e inteligente. Hablaba un inglés correcto, con un ligero acento norteño, y su voz era bien timbrada.
En el sargento dominaban las tonalidades pardas. Era más bajo y más robusto que el comisario; su cabeza era redonda, su nariz breve y mandíbula y labio inferior se adelantaban en gesto agresivo. El pelo se adhería en mechones al cráneo casi calvo, y era castaño, salvo los aladares que ya tenían una tonalidad grisácea. Sus ojos eran pardos y llevaba un traje pardo. La piel tenía el color de la masilla. Debía de ser de la misma edad que el comisario, pero creo que no tenía su educación ni su inteligencia. Se asemejaba, más bien, al típico sargento que suele darse en el ejército.
Pero ambos tenían algo terrible en común: la fatiga. No era esa fatiga superficial que desaparece con nueve horas de sueño reparador. Era algo mucho más profundo, algo que se había ido gestando en el trascurso de muchos años. Así como el polvo y el tizne de ciertas ciudades industriales parece incorporarse a la piel de los obreros, así se habían implantado en los rostros de aquellos dos detectives el tono gris y las líneas de la fatiga. La apariencia de ambos era más elocuente que cualquier artículo de fondo sobre las exigencias sobrehumanas a que se somete al personal de la policía, sobre la cancelación de fines de semana y vacaciones, sobre las largas noches de vigilia y los interminables días de trabajo, sobre la falta de reconocimiento y la falta de placer en el trabajo.
El comisario tenía un folio escrito a máquina en la mano.
—Buenas tardes —saludó—. ¿Usted es Mr. James Compton, de Stratford Road 274?
—Así es. He venido porque…
—Sí, señor; muchas gracias —me interrumpió—. Hay uno o dos puntos que me gustaría aclarar.
—Adelante —invité.
Me dio la impresión de ser un hombre que tenía prisa y eso nunca es muy halagüeño.
—Según este informe, anoche, al regresar a su domicilio, usted se consideró amenazado por dos hombres no identificados hasta ahora. ¿Es así?
—Creo que el agresor era uno solo. El otro hombre…
Pero él no me dejó terminar.
—Bueno, sea como sea, usted se consideró amenazado, ¿no es así?
—Así es —asentí brevemente.
—Usted dio parte del incidente. De lo cual hizo muy bien. Luego se dirigió a su domicilio en Stratford Road, en donde algo despertó sus sospechas y le hizo pensar que había intrusos en su apartamento. Pero la inspección de la policía reveló que sus sospechas eran, aparentemente, infundadas. ¿No es así?
—Sí… podría plantearse de esa manera.
Las líneas de cansancio en torno a su boca se acentuaron.
—Mire, señor, yo no quiero plantear las cosas de otro modo que el correcto.
—Bueno, está bien —dije de mala gana—. Pero creo que mis sospechas no eran infundadas y creo que existe una vinculación entre esos acontecimientos y la mujer del tren que presentó esa denuncia contra mí.
Me volvió a interrumpir.
—Hábleme de ella, señor.
—No hay mucho que decir, y yo ya he hablado del asunto con el sargento Matthews.
El comisario se sentó frente a mí. El sargento asomó la cabeza por la puerta y gritó:
—Bert, trae otra silla, ¿quieres?
El comisario esperó hasta que el sargento se hubo sentado. Luego dijo:
Nárreme en forma breve la historia desde el comienzo, señor.
—¿Desde el comienzo? ¿Inclusive lo de Mrs. Dawson en Pompeya?
—¿Quién es Mrs. Dawson? —preguntó.
Supuse que el sargento Matthews no se había molestado unos pocos puntos. Es un hombre ocupado; tiene que entender eso. Cuando se produce un caso como éste, está muy ocupado.
—Le volveré a formular una pregunta que ya le he formulado —dijo el comisario—, pero ahora sobre una base más amplia. Le pregunté si se le ocurría una razón por la cual esa mujer podía haber presentado una denuncia contra usted… Ahora le pregunto si se le ocurre alguna razón por la cual usted puede haber imaginado que esa mujer presentaba una denuncia contra usted.
Lo miré confundido.
—¿Me hace el favor de repetir esa pregunta?
—¿Se le ocurre alguna razón por la cual usted puede haber imaginado que esa mujer presentó una denuncia contra usted, Mr. Compton?
Me eché atrás en mi silla y volví a mirarlo.
—¡Que yo lo he imaginado!
Él se había puesto de medio perfil y estaba llenando su pipa con tabaco que sacaba de una bolsa de goma gris.
—Eso y otras cosas.
—¿Qué cosas?
—¿Se le ocurre alguna razón por la cual dos supuestos asesinos conjurados pueden haber tratado de intimidarle?
—Sólo las razones que ya le he expuesto.
—¿Se le ocurre alguna razón por la cual un desconocido misterioso le puede llamar por teléfono?
—Mire —dije—, así no vamos a ir a ninguna parte… Ustedes tienen que aceptar mi historia tal cual se la relato o rechazarla de plano.
El sargento había dejado de tomar notas taquigráficas. Garrapateaba el papel con expresión aburrida. El comisario acababa de arrimar el segundo fósforo a su pipa.
—Ocurre lo siguiente, Mr. Compton —dijo—. Nadie sabe de una mujer que haya presentado una denuncia contra usted en esta comisaría o en cualquier otra del área metropolitana.
—Por eso el comisario le preguntaba si… —comenzó el sargento, pero se detuvo y continuó garrapateando, sin levantar la cabeza.
—¿Sí qué, por amor de Dios? —pregunté casi a gritos.
—Por eso le pregunté si usted creía que ella podía haberlo hecho… aunque no lo hubiera hecho, señor —replicó el comisario.
—Los archivos —dije apresuradamente—. El error debe estar en los archivos policiales. Si usted los revisa…
El comisario me interrumpió.
—El otro punto es que no tenemos ningún sargento Matthews en esta comisaría y no lo hemos tenido desde hace años.