—¿Qué ocurre con Juliet?
—Espero que ella misma te lo diga, si es que no lo ha hecho ya. Supongo que lo ha hecho, ¿verdad?
—¿Si no me ha dicho qué, por Dios? ¿Cómo puedo saberlo? —exclamé sin poder evitar que mi voz trasluciera mi irritación.
Era tarde y ahora comprendo que, subconscientemente, yo estaba comenzando a preocuparme por la actitud de Juliet.
—No puedo decirle si me lo ha dicho o no me lo ha dicho, a menos que usted me informe de qué se trata. ¿No le parece? ¡Dígame! ¿No le parece?
Él se volvió y me miró con aire bobalicón desde su altura. Advertí que el bigote color estopa no había encanecido
como su cabellera rala. Parecía un oficial de caballería retirado. Muchas veces él dejaba entrever a los extraños que había formado parte de un regimiento cuyos oficiales eran miembros de las clases más pudientes; pero yo sabía por Elaine Bristow que durante la última guerra él había actuado en los cuerpos pagos.
—Bueno, a decir verdad, viejo… no es justo que tú no estés enterado; Juliet no es, en realidad, hija nuestra. La adoptamos.
Me observó con mirada ansiosa, mientras agitaba su whisky en el vaso. Parecía preocupado. Estuve a punto de echarme a reír en sus narices.
Lejos de sentirme descorazonado tuve conciencia de una ola de alivio que me invadía al saber que Juliet no era el resultado de la unión de esta pareja tan sin interés. Y en medio de mi alivio comencé a comprender ciertas cosas como aquel atractivo oscuro y reservado de mi novia, su mezcla de alegría y seriedad, el toque de misterio que la rodeaba, las miradas furtivas que de vez en cuando lanzaban sus ojos. ¿Se debería a su sangre o a lo que ella sabía respecto de su pasado? ¿Había sospechado ella la verdad mucho antes de que se la confirmaran? Una frase escuchada al pasar, una conversación bruscamente interrumpida puede revelar a un niño mucho más de lo que los adultos suponen. Los niños no son tontos.
Ninguna de sus características podía haber derivado de los Bristow y yo debía haberlo adivinado. Aun cuando en la estirpe hubiera habido antepasados más interesantes, lo antitético de aquel matrimonio habría bastado para neutralizar cualquier influencia favorable.
—Pero mi querido Stanley, ¿qué importancia puede tener eso? —dije con tono ligero y advertí que, en mi entusiasmo al comprobar que Juliet no tenía ni una gota de sangre Bristow, acababa de llamar por primera vez a mi futuro suegro por su nombre de pila.
—Esperaba que dijeras eso, viejo. Yo me lo he dicho muchas veces a mí mismo. Te diré lo que sé acerca de sus padres. Te diré algo que ella misma no sabe.
—No es preciso que lo haga.
—No sería justo, viejo.
Avanzó con gesto aparatoso hasta la puerta, la abrió sin ruido y miró por la rendija para asegurarse de que nadie se acercaba por el pasillo; luego la volvió a cerrar y regresó a su lugar junto a la chimenea.
—En realidad, preferiría no saber nada —le previne rápidamente—. Preferiría que no existiera esa clase de secretos entre Juliet y yo.
—Creo que debes saberlo, viejo… Te diré: ella sólo tiene un cincuenta por ciento de sangre inglesa.
Hablaba en un susurro y me miraba como esperando que yo cayera redondo.
—Cincuenta por ciento inglesa, cincuenta por ciento italiana —murmuró—. ¿Recuerdas el hotel que te recomendé cerca de Sorrento? ¿Recuerdas al signor Bardoni? Es su padre. Un buen tipo, ¿eh? No conozco a su madre, viejo. Era inglesa; pero no pasa de ser un nombre… Smith o Brown o algo así. Desapareció. ¿Comprendes?
Asentí con la cabeza. Había comprendido. Pero no podía hablar.
—¿Y ella lo sabe?
—Sabe que es hija adoptiva, viejo. Pero no sabe quiénes eran sus padres. No sabe que Bardoni es su padre. Y su padre no sabe quién la adoptó. Así se hacen esas adopciones, por supuesto. Y está muy bien, viejo; evita una cantidad de contratiempos y dolores más tarde. Yo me enteré por un amigo de un amigo. ¿Te das cuenta? Anduve investigando. Nunca están de más las precauciones.
—¿Y usted fue al hotel y paró allí hace algunos años? ¿Usted con Elaine y Juliet? Le miré desconcertado.
—No había peligro alguno, viejo… Elaine conocía la relación, por supuesto, pero sólo ella. De todas maneras queríamos ir a Italia y pensamos que podía ser un experimento interesante… ¿Te das cuenta? Nos intrigaba lo que ocurriría: la voz de la sangre y esas cosas. Queríamos ver si se sentían atraídos. ¿Y sabes lo que ocurrió, viejo?
Tendría que aguantarle años y años. No ganaría nada con demostrarle que yo no estaba de acuerdo, que toda la idea me parecía repelente. Él esperaba que yo preguntara «¿Qué ocurrió?», pero eso era demasiado; no podía. No pude obligarme a mí mismo a darle ese gusto. Bebí un sorbo de whisky y me puse a juguetear con un cigarrillo.
—¿Sabes qué ocurrió? —volvió a preguntar. No me quedaba otro remedio.
—¿Qué ocurrió? —pregunté.
—¡Nada! ¡Absolutamente nada, viejo! Todos hablamos con Bardoni una y otra vez; pero ni Juliet ni él se interesaron el uno por el otro. ¡Fascinante, viejo! —¿Cómo se enteró usted de que él administraba ese hotel?
—En forma indirecta, a través de ese tipo de la sociedad de adopción. A veces se mantienen en contacto, ¿sabes? Por las dudas. ¿Comprendes?
Yo permanecía sentado, contemplando mi vaso y preguntándome por qué Juliet no me había dicho que era hija adoptiva. Tenía que saber que eso no influiría para nada en nuestras relaciones. Volví a preguntarme si ésa podía ser la explicación de su carácter reservado, de su manera furtiva. Comprendí que me estaba sintiendo lastimado.
—¿A qué edad le confesó usted la verdad? —pregunté.
—¿A qué edad? ¡Bueno, a los veintidós, viejo! Se lo hemos dicho esta noche… Después de dejarla tú aquí. Mientras se cambiaba para salir. Elaine entró y se lo dijo.
—¿Así nada más? ¡Una especie de saludo de bienvenida!
No pude ocultar la nota acre de mi voz. Pensé que era típico de esta pareja mediocre y poco imaginativa el comunicar semejante noticia en un momento en que la muchacha acababa de regresar al hogar y se sentía exhausta. Yo estaba indignado y él lo advirtió.
Se puso rígido y su voz sonó más gangosa que de costumbre.
—No hacía falta decírselo… ni a ella ni a ti, viejo. Espero que comprendas. En la actualidad las partidas de nacimiento sólo consignan el nombre, la fecha y el lugar de nacimiento. Pero Elaine y yo lo estuvimos discutiendo, viejo. Y al final decidimos decírselo. Se mostró muy razonable respecto a todo el asunto. Muy razonable.
Parecía ofendido.
Terminé mi whisky y me puse de pie. Es inútil con la gente estúpida, y no tiene sentido discutir con ella.
—No es de sorprender que haya estado tan pálida durante la comida. Pensé que era sólo cansancio.
—Yo creo que era sólo cansancio, viejo.
Me miró con sus saltones ojos grises y se apoyó contra la repisa de la chimenea, mientras acariciaba su rala melena. Tenía una expresión preocupada.
¡Para qué perder el tiempo! Me di por vencido.
—Quizá haya sido sólo el cansancio. Espero que esa haya sido la razón principal.
Me esforcé por sonreír. La expresión de Stanley se transformó; ahora estaba radiante.
—¡Así me gusta! Y ahora todo está claro, viejo.
—Así es.
—¡Regio!
—¡Regio! —repetí yo, al borde de la náusea—. Ahora tengo que irme. Me asomaré para ver si está dormida.
La luz del velador estaba encendida pero ella ya dormía y no se movió cuando asomé la cabeza por el vano de la puerta. Comprendí que estaba convencida de que la revelación de esa noche en nada alteraría nuestras relaciones. No estaba preocupada. Sin embargo, eso también podía significar que le tenía sin cuidado mi reacción.
La noticia sobre Juliet había desplazado otras preocupaciones de mi mente; pero no había transcurrido un cuarto de hora cuando ocurrió algo que me provocó una considerable conmoción, por ser una premonición de la violencia que me esperaba en lo futuro.
No debe olvidarse que yo era demasiado joven para haber intervenido en la guerra y que vivía en una sociedad pacífica y bien organizada. No estaba preparado para riesgos que no fueran los vinculados con accidentes o con enfermedades.
Había leído acerca de ciudadanos que eran vigilados, amenazados, acechados y finalmente abatidos de un zarpazo por los carnívoros de la jungla; pero siempre creí que —salvo algún caso fortuito— si uno recorría caminos seguros podía confiar en mantenerse físicamente a salvo, en este siglo veinte. Hasta el último instante, no tuve idea de la magnitud de lo que había emprendido.
Lo que ocurrió después de separarme de Stanley Bristow está contenido en la declaración que formulé a la policía a eso de las doce y cuarto de la noche, y cuyo contenido fue más o menos el siguiente:
Mi nombre es James Compton, domiciliado en Stratford Road 274, Kensington, Londres, W. 8. Soy escritor. A las 23,50, aproximadamente, abandoné el domicilio de mi prometida, Juliet Bristow, y de sus padres, en Jameson Street y me dirigí a pie hacia mi casa.
En la esquina de Jameson Street y Kensington Place, miré hacia la derecha para cerciorarme si avanzaba algún vehículo por la calzada y pude ver a dos hombres de pie bajo unos árboles en la acera opuesta de Kensington Place. Kensington Place no está muy bien iluminada y no presté demasiada atención al hecho.
Recorrí Kensington Place hasta llegar a Church Street. Allí crucé la calzada para mirar un escaparate de la acera opuesta. Cuando cruzaba de regreso, las luces de los coches me permitieron ver a dos hombres que podían ser los mismos que había visto unas manzanas atrás. Doblaron la esquina hacia la avenida Kensington a paso muy vivo y los perdí de vista.
Seguí andando por la avenida y doblé a la izquierda por Wright’s Lane. Al final de Wright’s Lane doblé a la derecha y pasé junto a una entrada de automóviles estrecha y profunda. Unos diez metros más allá —se trataba de una manzana muy corta— un hombre dio la vuelta a la esquina y me detuvo para pedirme fuego.
Se agachó para acercar su cigarrillo a la llama de mi encendedor y advertí que llevaba la mano derecha en el bolsillo del impermeable. Sé que este tipo de acercamientos suelen terminar en un ataque. La calle estaba desierta. Sostuve el encendedor a prudente distancia de mi cuerpo y, aun cuando no vi nada sospechoso, observé atentamente al hombre. Cuando se inclinó, con el cigarrillo entre los labios, advertí que sus ojos no se fijaban en la llama, sino en algo que estaba a mis espaldas. Al mismo tiempo oí un leve rumor detrás de mí.
Me hice a un lado de un salto y me volví. Un hombre alto, que a mi juicio se dirigía hacia mí, cambió en ese instante de dirección y pasó junto a nosotros por el borde de la acera. Marchaba de prisa, casi a la carrera, y desapareció a la vuelta de la esquina. Llevaba un objeto corto en su mano derecha; algo que podía ser una cachiporra.
Llevaba conmigo un bastón hecho con una maza africana; se trata de un garrote con protuberancias en un extremo y que muchas tribus africanas emplean como arma. Al volverme lo levanté en posición defensiva. Es posible que con la luz de la calle el hombre no haya podido distinguir la naturaleza del objeto que yo llevaba, y quizá le detuviera la presencia de ese objeto en mis manos.
El otro hombre me preguntó si me ocurría algo. Le dije que no; pero no pude ocultar mi inquietud. Me dio las gracias y se alejó en dirección a Wright’s Lane.
El hombre alto mediría un metro ochenta, aproximadamente; era de constitución normal, su cabeza era muy redonda y llevaba el pelo cortado al rape, vestía pantalones grises y un impermeable parduzco, corto, y con cinturón. Llevaba el cuello levantado, a pesar de que no llovía ni hacía frío. La parte inferior de su rostro permanecía, pues, oculta. No usaba sombrero y su pelo era castaño.
El otro hombre mediría un metro setenta, tenía rostro cuadrangular y barbilla hendida. Llevaba un sombrero blando de ala estrecha, con cordón en torno a la capa. Su camisa era rayada y tenía botones en las puntas del cuello. Su impermeable era gris, sin cinturón y le llegaba hasta más abajo de las rodillas. Creo que tenía ojos claros. Hablaba con ligero acento extranjero. No puedo identificar el acento. Los dos hombres parecían ser de unos treinta años. No puedo afirmar que hayan sido los mismos que vi en Kensington Place o en Church Street. Quizá podría identificarlos si les volviera a ver; sobre todo al más bajo.
—Esto es, poco más o menos, lo que ha ocurrido —dije y firmé la histérica y endeble declaración.
El joven detective me miró con aire aburrido. Apagó el barato cigarrillo con filtro que estaba fumando y se echó atrás en su asiento.
Yo sabía lo que estaba pensando. Yo pensaba lo mismo: así escrito el asunto parecía carecer de fundamento. Y ahora no había nada que hacer.
Lo malo era que habíamos comenzado sobre una mala base. Cuando entré a la comisaría dije que quería dar parte de un incidente vinculado con algo sobre lo cual yo ya había hablado con un sargento de allí. El sargento de guardia dijo: «Está bien, señor». Y me indicó que entrara en una salita. Luego entró el joven detective, que no me quiso escuchar.
—Está bien, señor —me dijo—; pero primero quiero tener una idea acerca de lo que le ha ocurrido ahora. Luego veremos. Luego hablaremos sobre el resto. Y bien, ¿cuál es su actual problema, señor?
Y ocurre que mi problema momentáneo sonaba endeble, a menos que uno tuviera conocimiento de los antecedentes. Pero él me interrumpió cuando traté de explicarle. Quería los hechos escuetos de mi presente «demanda», como él la llamaba.
Por eso, cuando leyó mi declaración, comprendí que adoptaría una actitud burlona.
—Lo que usted vio en la mano de ese hombre pudo haber sido una linterna, dijo.
—Así es. Pudo haber sido una linterna.
—Usted dice que se le estaba acercando. Quizá tuviera intenciones de pasar entre la línea de edificación y el lugar en donde se habían detenido usted y el otro tipo… es decir del lado interior de la acera.
—Quizá fuera así. Pero nosotros estábamos muy cerca de la pared. Lo más lógico era que pasara por afuera.
—La gente hace cosas curiosas cuando camina.
—Es verdad. Pero se me aproximaba en un ángulo muy marcado, desde el bordillo de la acera.
Vi que le daba vueltas al asunto en la cabeza, buscando algún otro motivo plausible.
—Quizá él también haya tenido intenciones de pedirle fuego.
—¿Dos personas sin fuego para sus cigarrillos en la misma calleja desierta y en el mismo momento? Bueno, pero suponiendo que hubiera sido así: ¿Por qué no me lo pidió?
—Quizá haya sido porque usted blandió ese bastón-maza en sus narices.
—Quizá —dije con paciencia.
Comenzaba a arrepentirme de haber acudido a la comisaría de policía y decir: «Creo que dos tipos intentaron atacarme hace diez minutos, en Wright’s Lane. Pensé que les interesaría saberlo». Pero las cosas no son así. Considérese afortunado si se hace en un plazo menor de una hora.
Me había costado un buen rato sacar en limpio lo que deseaba que yo informara por escrito. La salita destinada a las entrevistas, con su cruda luz fluorescente, estaba caldeada, asfixiante e impregnada de un rancio olor a humo de cigarrillo.
—Me pareció conveniente denunciar el hecho —expliqué—. Siempre se nos dice que denunciemos a la policía las cosas anormales o sospechosas; por eso me pareció mejor venir. Sobre todo teniendo en cuenta los antecedentes, que usted no me ha permitido mencionar.
—Yo no le prohíbo que mencione lo que quiera, señor —dijo, poniéndose rígido—. ¿Qué más desea informar?
Pero yo ya había caído en la obstinación.
—No tiene importancia. Ya comuniqué el hecho a uno de sus hombres. Añada esta denuncia a los antecedentes. No voy a relatar toda la historia de nuevo. En algún momento se verá que existe una conexión entre mis denuncias. En algún momento se verá. Tarde o temprano se tiene que producir, supongo: quizá sea mañana o pasado mañana; este año o el próximo.
La actitud del joven detective había comenzado a suavizarse.
—Ha hecho bien en denunciar este asunto, señor. Es una buena idea recurrir a nosotros. Tomaré nota de lo que acaba de decir.
Nos pusimos de pie. Él hablaba por hablar y sabía que yo no creía en sus palabras, pero las apariencias estaban salvadas. Ahora se sentía más cómodo y me sonrió.
—Quizá dentro de diez minutos le tome declaración a un tipo alto con un impermeable corto. Dirá que un caballero le amenazó con un bastón-maza. Así son las cosas.
—Bueno, ya conoce mi dirección —dije, sin sonreír.
Salí de la comisaría. Un agente uniformado caminaba lentamente en torno a mi automóvil; casi me pareció oírlo olfatear como cuando un perro da vueltas en torno a otro perro.
—¿Es suyo este auto, señor?
Asentí con la cabeza.
—Estaba en la comisaría de policía prestando una declaración.
—Tenía que haber dejado encendidas las luces de posición, señor.
—Bueno, lo he dejado bajo un farol. Por otra parte, ignoraba que en plena ciudad de Londres fuera obligatorio dejar las luces de posición encendidas.
Yo sabía adónde quería ir a parar, pero una vez más era preciso conservar las apariencias.
—Cuando se estaciona un automóvil en una calle por la que transitan autobuses deben dejarse las luces de posición encendidas; sea cual sea la iluminación de la calzada.
—Lo ignoraba —mentí, ya fatigado.
—Está bien, señor. Buenas noches.
—Buenas noches. Gracias.
El agente caminó pesadamente hacia el edificio de la comisaría. Probablemente, él también estaba cansado y aburrido.
Me dirigí a Stratford Road.
Mi apartamento se levantaba sobre una ferretería. Era una situación muy conveniente porque no había más pisos arriba y porque los edificios vecinos estaban destinados a oficinas. De esa manera estoy seguro de no molestar a nadie cuando escribo a máquina hasta horas avanzadas.
El apartamento no es gran cosa desde fuera, pero por dentro es muy bonito, aunque está mal que lo diga yo. La sala de estar es muy amplia, y hay un dormitorio grande y dos más pequeños. Uno de los dormitorios me sirve de estudio y el otro es el que Juliet había proyectado usar como comedor. La idea había contado con mi aprobación, porque de esa manera no nos quedaría dormitorio para huéspedes.
Hay uno o dos muebles antiguos de valor, obsequio de mi padre. También pertenecieron a mi padre algunas piezas de plata de estilo georgiano y algunos grabados del siglo dieciocho, con motivos deportivos. En lo que respecta a estos últimos estoy convencido de que Juliet decidió reemplazarlos en el preciso instante en que los vio; aunque, sin duda, la operación se cumpliría con mucho tacto.
Tenía también algunos proyectos de cambio en los esquemas de colores, para cuando estuviera instalada en el piso. Sin embargo, era lo bastante discreta como para no insistir mucho sobre el tema por el momento.
Lo cierto es que, con grabados deportivos o sin ellos, con esquemas de colores o sin ellos, aquélla era una excelente vivienda para una pareja de recién casados.
Uno se siente tentado a modificar la última frase y añadir: si es que la boda llegaba a realizarse.
Regresé de la comisaría de policía a la una, estacioné en un espacio libre, a pocos metros de la puerta y entré pensando en que muy pronto las habitaciones se alegrarían con la presencia de Juliet.
Odio los ruidos, sobre todo los ruidos abruptos, de modo que siempre cierro la puerta con suavidad. Cerré la puerta de abajo sin ruido. Miré la alfombra azul de la escalera y subí paso a paso hacia mi apartamento. Estaba cansado pero satisfecho, pensando que hasta el momento había hecho todo lo posible.
Cuatro peldaños antes de llegar arriba, me detuve y miré la alfombra; mejor dicho miré la ceniza de cigarrillo, poco más o menos un centímetro y medio, que yacía sobre ella.
Permanecí inmóvil mirando con fijeza aquella ceniza.
Nunca salgo de mi apartamento ni de ningún otro lugar cerrado fumando un cigarrillo y tampoco fumo al entrar. La explicación es muy simple: a mi juicio, lo único que sabe bien al aire libre es una pipa. Por eso me detuve a contemplar la ceniza. Luego levanté la vista y miré la puerta del apartamento. Recuerdo haber observado cómo brillaba a la luz de la escalera la madera lustrada y el llamador de bronce.
Ascendí los cuatro escalones que me faltaban para llegar al piso. Me detuve ante la puerta, apagué silenciosamente la luz de la escalera y escuché los latidos de mi corazón.
Tras una breve pausa levanté la lengüeta del buzón. La puerta de la entrada se abría sobre un pequeño vestíbulo que se comunicaba con la sala de estar. A la derecha de la sala estaba mi estudio.
No vi nada anormal a través de la abertura y pensé si el incidente de aquella noche no habría afectado mis nervios. Bajé la lengüeta del buzón sintiéndome bastante tonto.
No me quedaba otra cosa por hacer que entrar. Sin embargo, me detuve unos segundos más y traté de escuchar. Regulaba mi respiración y me sentía dichoso de que Juliet no pudiera verme en esos instantes. Luego avancé en la oscuridad procurando localizar al tacto la llave de la puerta de la entrada entre las que tenía en el llavero. Estaba en eso, cuando una tos ahogada que llegó del interior del apartamento paralizó mis movimientos y mi respiración. Me dije a mí mismo que los ruidos engañaban, sobre todo de noche, y volví a levantar la tapa del buzón.
Quienquiera que fuese, no estaba en la sala de estar, pero alcancé a divisar los reflejos de su linterna, que se movía en mi estudio.
No creo ser más cobarde que el común de los hombres; pero quizá sea más cauto y calculador, y es posible que también más imaginativo. Supuse que debía de ser un solo hombre el que se encontraba en el piso y me sentí tentado de entrar y atacarlo. ¿Pero qué ocurriría si eran dos los intrusos?
Quizá subconscientemente el factor decisivo haya sido la idea de mi casamiento. Descendí la escalera de puntillas, cerré la puerta de la calle con toda suavidad y me dirigí a toda prisa a las cabinas telefónicas de Marloes Road. Como es tan frecuente, el primer teléfono que probé no funcionaba, la moneda cayó una y otra vez en la ranura. No sé por qué las cabinas telefónicas están siempre tan sucias y por qué los teléfonos públicos funcionan tan mal.
Lancé un juramento, dejé la cabina y me arrojé a otra.
Ésa también estaba sucia, pero cuando levanté el auricular oí la señal y di gracias al cielo por tener cuatro peniques y por haber hallado un teléfono que los aceptara.
Luego de introducir las monedas en la ranura advertí que no se necesitaban para marcar el «999». Temeroso de que alteraran la rutina apreté el botón marcado con una letra «B» y recuperé mis peniques. Luego marqué «999» y conseguí comunicación con Scotland Yard. Una voz impersonal dijo:
—Scotland Yard… ¿En qué puedo servirle?
—Quiero informar que…
—¿Desde dónde habla, por favor?
Desde una cabina telefónica de Marloes Road. Mi nombre es James Compton, domiciliado en Stratford Road 274, Kensington.
—Un minuto, por favor, señor.
Se produjo una pausa de algunos segundos. Luego, la misma voz dijo en tono sereno, casi tranquilizador:
—¿Cuál es su problema, señor?
—Hay intrusos en mi apartamento. Quizá ustedes pueden enviar a alguien por aquí.
—Un minuto, señor.
Esperé. Tras una breve pausa regresó la voz.
—Enviaremos un coche-patrulla, señor. Llegará dentro de tres o cuatro minutos. ¿Está bien?
—Está bien.
—Le ruego regrese a su apartamento y espere fuera. Creo que el coche-patrulla llegará junto con usted. ¿De acuerdo?
La voz era sedante. El hombre cumplía muy bien su función. Tampoco estuvo errado en sus cálculos El auto no estaba allí cuando llegué, pero tardó unos dos minutos tan sólo. No llegó precedido por el aullido de la sirena, sino que estacionó casi sin ruido. Debe de haber hecho los últimos veinte o treinta metros en punto muerto. Se detuvo junto al cordón sin más ruido que un ligero «crunch».
Había dos agentes uniformados y un detective de paisano. Descendieron en silencio y permanecieron juntos por un instante, mientras observaban las ventanas de mi piso. Luego se acercaron al lugar donde yo estaba, cerca de la puerta de la entrada. El sargento habló con voz serena.
—No creo que salte por la ventana, señor. Hay demasiada altura. ¿Hay alguna otra salida por atrás?
Negué con la cabeza.
—Entonces todo andará bien, señor. ¿Nos permite entrar?
Les abrí la puerta de la calle, encendí la luz de la escalera y subimos los peldaños alfombrados de azul. Aun cuando no había más salida que la que habíamos usado, nos movíamos sin ruido. No sé por qué.
Imagino el informe que deben de haber pasado más tarde:
«Una inspección a fondo del lugar no reveló indicios de la presencia de un intruso. Tampoco había señales de que hubiera sido forzada la entrada. El ocupante manifestó que nada parecía haber sido robado o movido de su lugar. En vista de esos hechos, se supone que el ocupante debió confundir una tos que llegaba de la calle, con la de alguien que podía haberse introducido en su apartamento. Se advirtió que las cortinas de la habitación utilizada como estudio no habían sido corridas. Por consiguiente, es posible que el ocupante haya confundido las luces de algún automóvil que pasaba con la de una linterna. El coche-patrulla regresó a las oficinas centrales a las 2.35.
»Cabe señalar que el ocupante se había presentado en la comisaría una hora antes para denunciar a dos hombres cuyos movimientos había considerado sospechosos. Se adjunta declaración escrita.
»Mr. Compton parecía estar sobrio en ambas ocasiones».
Cuando se fueron, permanecí junto a la ventana mirando la noche. Las ventanas de las casas de enfrente estaban oscuras y la calle estaba desierta. Pero yo sabía que ninguno de esos factores tenía importancia. Alguien o algo estaba allí.
Me pregunté qué habría ocurrido si no hubiera marcado el «999», si me hubiera atrevido a entrar solo en el piso. Aún hoy me lo pregunto. Corrí las cortinas. Ahora sólo les restaba vigilar la puerta de la entrada. Estaba mortalmente cansado y me acosté. A los pocos minutos estaba dormido. Pero antes de meterme en la cama revisé la máquina de escribir, el papel y los sobres. Los había dispuesto de una manera especial.
Nadie los había tocado. Eso era seguro.
A las cuatro y media sonó el teléfono, que estaba junto a mi cama. Pero cuando levanté el receptor nadie respondió.
Un instante después se oyó un «clic» y se restableció la señal para marcar.