A eso de las seis y media me despertó el ruidoso cambio de velocidad de un automóvil y la inmediata aceleración. Un trolebús pasó zumbando frente a la casa; se oyó el tintineo de botellas con que el lechero anunciaba su ronda. Pensé que no volvería a dormirme. Había salido de mi rutina.
La claridad del día llegaba a la sala de estar, pero no a la cocina. Encendí la luz, me preparé té, lo llevé a mi escritorio y encendí un cigarrillo.
Cuando sonó el teléfono, pensé que en Washington era aún de madrugada; para Juliet debían de ser las dos menos diez, poco más o menos. No podía ser nadie más que Juliet, que me llamaba a su regreso de alguna reunión de despedida.
El día era gris. Estaba ansioso por oír su voz. Pero al acercarme al aparato me asaltó un pensamiento deprimente. Ella tenía que estar a punto de regresar. ¿Por qué había de llamarme sino para anunciar que habría una demora en el regreso? Levanté el receptor.
—¿Mr. James Compton?
Creí que era una llamada personal. Y lo era, en cierto modo.
—Soy yo.
—Supongo que anoche recibió la nota.
Era una voz de hombre, cultivada, grave, más bien agradable.
—¿Qué nota?
Quería ganar tiempo para pensar. Me sentía mentalmente torpe.
—Una nota que se le entregó en mano.
—¡Ah, ésa! —dije.
—Sí, ésa. Se ha levantado temprano. He visto encenderse su luz.
—¡Oiga! —grité—. ¡Me importa un bledo quién es usted y qué persigue; pero quiero que suspenda en este mismo momento esas estúpidas jugarretas!
Me pareció que mi torpeza mental se estaba disipando.
—Escúcheme.
—No tengo la menor intención de hacerlo.
—Yo lo haría si estuviera en su lugar.
—Pero yo no soy usted —dije y me arrepentí en seguida de mi respuesta de colegial.
Stratford Road es una calle estrecha y desde afuera llegaron voces de dos camioneros que se llamaban uno al otro.
—¡Hola! —dije, tras unos segundos de pausa.
—No se preocupe, todavía estoy aquí —respondió la voz.
—Me importa un bledo que esté o no ahí.
—¿Entonces por qué no cuelga?
Colgué el receptor de un golpe, lo contemplé con fijeza por espacio de algunos segundos y luego me dirigí a la bandeja en la que había dejado mi té. Bebí un sorbo.
Cuando el teléfono volvió a sonar, dejé la taza, me acerqué al aparato y levanté el receptor. Ahora estaba muy tranquilo.
—Se ha cortado la comunicación —dijo mi interlocutor con su voz rica e imperturbable.
—Sí, he colgado yo —respondí.
—Creí que había sido la operadora. El servicio anda tan mal actualmente.
—El servicio no anda tan mal. Y no ha sido la operadora.
Supongo que no esperaba un contraataque. Creo que estaba acostumbrado a tratar con gente que se amedrentaba en seguida.
—¡Hola! ¿Mr. Compton? —dijo tras una pausa.
—No se preocupe. Todavía estoy aquí —repliqué, repitiendo su frase.
—No me importa que esté o no ahí.
—¿Entonces por qué ha vuelto a llamarme? —Pienso que deberíamos ir al grano.
—Sí… hágalo. Estoy aburrido.
—No lo creo.
—Termínenos de una vez —dije—. Supongamos que usted ha tenido éxito en esta disparatada guerra psicológica. —He tenido éxito.
—¡Está bien, viejo! ¿Y ahora qué? —Ahora nada.
—¿Nada? —exclamé—. ¿Qué quiere decir con eso de nada?
—Nada en lo que respecta a Lucy Dawson. Nada de parte de usted o por conducto de usted. Eso es todo.
Me sorprendió comprobar que, en cierto modo, estaba disfrutando del diálogo. Me sentía afinado, alerta; esto era, por lo menos, un contacto humano, y con seres de carne y hueso me las podía arreglar.
—¿Es usted un delincuente? —pregunté en tono amable—. ¿Por casualidad es usted un delincuente?
—A veces sí, a veces no. Como casi todo el mundo. ¿Es usted Dios? ¿Por qué apresurar el Día de la Resurrección? Mrs. Dawson no necesita que usted le proporcione carne y sangre.
—Usted es la cuarta persona que insiste sobre ese tema. La quinta si contamos a esa pobre mujer del tren.
—¿Qué mujer del tren?
—La que me entregó la nota.
—Creí que le había llegado por paloma mensajera.
Soltó una risita. Parecía el graznido de un pájaro carpintero y contrastaba con la voz bien modulada.
—No le veo la gracia —comenté—. Me parece una cursilería.
—No es una observación jocosa ni cursi. Es tan sólo evasiva.
—Mrs. Dawson ya no puede delatarle —argumenté—. Ella está muda para siempre. ¿Qué le ocurre? ¿Qué es lo que teme? No espero que me lo diga, no espero que usted me lo diga; simplemente estoy manteniendo una charla social, viejo.
—No me llame viejo.
—¡Sorpresa, sorpresa! ¿Cómo es su nombre? ¿Quién es usted? No es que me vaya a creer que me lo diga.
—Yo soy siete, como los diablos de la Biblia… o diecisiete… o setenta… o setecientos. Lo que usted prefiera.
—Les deseo suerte a todos.
—Y usted es uno solo —murmuró—. ¿Cuánto piensa sacar por su historia? ¿Quinientas libras? ¿Mil?
—No se trata de eso —aclaré.
—¿En billetes usados de una libra?
—No estamos hablando el mismo idioma.
Se produjo un silencio. Transcurrieron unos cinco segundos y él preguntó:
—¿En qué idioma está hablando usted? ¿Cuánto?
—Quizá me hubiera hartado, si ustedes no hubieran sido tan tontos. Ahora es cuestión de principios. Escuché un gemido en el auricular.
—¡Santo Dios! ¡Cuestión de principios! ¡Pobre frase gastada! Ultimo refugio de los obstinados que se quedan sin argumentos; defensa final de los pobres de espíritu; terminal de la línea de la razón. Cuando nuestros flancos se desmoronan y nuestro centro se quebranta y las trompetas tocan a retirada, ¿qué podemos hacer sino refugiarnos en esa última, maciza, mohosa, antigua, venerable y vieja ciudadela?
—Buena pieza oratoria; pero demasiadas metáforas y analogías. ¿Tiene algún otro discurso preparado?
Mi interlocutor adoptó nuevamente un tono de conversación corriente:
—Bueno, ha sido un placer charlar con usted.
Oí un clic y creí que había colgado el tubo.
—¡Hola! —exclamé—. ¡Hola!
—¿Creyó que había colgado? —volvió a reír con su risita de pájaro carpintero simulando como cuando se habla con un niñito. Un niñito muy pequeñito, muy pequeñito e inocente—. ¿Nunca ha jugado a las simulaciones cuando era muy pequeñito, pequeñito e inocente? Apostaría a que sí, Jamie, mi muchacho. Apostaría a que usted sigue siendo un niñito inocente en el fondo de su corazón. Supongamos que lo es.
—Usted es inestable. Loco —dije, con toda sinceridad.
—Ni inestable ni loco. Tengo una mente fría y despejada.
—Todos los locos dicen eso.
—Todos decimos eso —admitió, risueño—. Mis amigos y yo; todos decimos eso. Decimos que tenemos mentes frías y despejadas. Supongamos, pues, que es así.
Yo ya estaba harto. Quería librarme de él. No podía sacar nada en limpio de todos los disparates que se estaban diciendo. Él era una voz; nada más que una voz y seguiría siendo una voz.
—Formularé una denuncia a la policía —dije.
—¿Qué denunciará a la policía? —preguntó en tono quejumbroso.
—Lo del mensaje escrito con mi propia máquina y con mi papel. Y la llamada telefónica.
—¡Ah, eso! Sí, por supuesto. ¿Quién no lo haría? Sigamos simulando.
Cuando cambié el auricular de una mano a otra, observé su brillo; pero no colgué. Pensé que si lo hacía el teléfono volvería a sonar y que si no sonaba yo desearía que lo hiciera. Una parte de mi mente trataba de convencerme de que aquel hombre era un desequilibrado. Pero yo sabía que no lo era; en el fondo de mi corazón sabía que no lo era.
—¿Simulando qué?
—Simulemos que usted está dispuesto a dejar esa historia de Lucy Dawson.
—No tengo intención de dejarla.
—Dije que simuláramos. De modo que usted abandona la idea… desde este momento. ¿Y qué ocurre? Usted queda en libertad. Será feliz y libre para seguir adelante con sus preparativos para la boda y vivirá dichoso para siempre. Bastante próspero, bastante respetado por todos los que le conocen. ¿De acuerdo?
—No, no estoy de acuerdo —murmuré—. No viviré respetado por todos los que me conocen.
—¿Quién dejaría de respetarle?
—Yo mismo.
—¿Es su decisión final?
—Es mi decisión final. A menos que usted me explique las cosas con más claridad.
Pude oír un clic; pero esta vez supe que ése era el final de la conversación. Dejé el auricular en la horquilla y me senté mirando fijamente la ventana. En mi ventana siempre hay un cuenco con agua para las palomas. Me gustan los pájaros; hasta las palomas, a las que se consideran tan destructivas.
Una paloma se posó en el alféizar y se aproximó al cuenco. Su plumaje blanco estaba sucio y su cabecita se movía nerviosa de un lado a otro, buscando el peligro, convencida de que le acechaba un peligro, pero sin saber dónde.
No me gustó el silencio del apartamento. Hubiera preferido que la conversación telefónica se prolongara. Mientras escuchaba la voz, aunque me molestara el tono zumbón, tenía la sensación de que me las estaba viendo con algo que yo podía enfrentar, porque estaba en contacto con algo real; aunque fuera intangible, aunque fuera negativo, estaba en contacto con algo.
Ahora sólo me quedaba la quietud interior de mi apartamento.
Alguien conocía mis movimientos, casi hora por hora. Sabía qué tren tomaría para Burlington, y había visto la luz en mi cocina cuando me levanté a preparar un té.
Somos siete, había dicho; o diecisiete, o setenta, o setecientos, y usted es uno. Caminé hasta la ventana y la paloma del plumaje sucio levantó vuelo y se posó en un techo de la acera opuesta.
Observé la calle. No se veía ningún sospechoso en los portales de las casas próximas. Pero, por supuesto, ellos no se apostarían allí. No se pondrían en evidencia. Pero sobre la acera opuesta había varias docenas de ventanas con cortinas de diferente tipo. Desde los pesados cortinajes de terciopelo, hasta los ligeros visillos de voile. Todas ellas igualmente eficaces desde el punto de vista de los ojos que atisban.
Se experimenta una sensación extraña cuando se está de pie ante una ventana, al descubierto, y se sabe que alguien nos está observando, no con interés personal, como podría hacerlo un vecino, sino con una atención fría, casi comercial. Sin alma, como lo hacía ahora la paloma.
Miré a la paloma y la paloma me miró. Esperaba que yo me retirara de la ventana para posarse en el alféizar y beber.
Me volví y me dirigí al cuarto de baño. Me afeité y me di un prolongado baño. Después de vestirme, observé mi imagen en el espejo mientras me anudaba la corbata. No me halagaba mucho lo que estaba viendo.
Era de constitución recia, admitido, pero no muy alto: alrededor de un metro setenta. Cabeza redonda como una munición, producto de una mezcla de sangre inglesa, irlandesa y boer. Pelo castaño, muy corto y ojos castaños. Cutis aún tostado por el sol de Italia, pero con una incipiente palidez. Rostro redondo, más bien tosco, mandíbula y labio inferior que denotaban obstinación. Pobre Juliet, pensé.
No estaba orgulloso de ser obstinado. Lejos de eso. Simplemente sabía que en ciertos asuntos nunca tenía la más mínima intención de desviarme un ápice de mis intenciones. Uno de esos asuntos era Lucy Dawson. Eso obedecía a la corriente de sangre boer que había en mis venas. Esa característica racial que condujo a los boers a su Gran Migración y que los metió en tan graves dificultades desde entonces.
Con todo, fue una gran migración mientras duró.
Salté como un gato escaldado cuando el teléfono volvió a sonar. Ése es mi problema; parezco flemático, pero no lo soy. A veces salto como un gato escaldado. Avancé a grandes zancadas hasta el aparato, levanté el auricular y pregunté casi a gritos:
—Bueno: ¿y ahora qué quiere?
Era Stanley Bristow, mi futuro suegro, que me llamaba para confirmar o rectificar los compromisos contraídos para esa noche. Él era así, tenía que controlarlo todo por lo menos dos veces.
—¿Qué te ocurre, viejo? —exclamó Stanley Bristow con su vocecita gangosa.
—Perdón, le he confundido con otra persona.
—¿Con quién? ¿Con tu acreedor? ¿Te han estado importunando? ¿No puedes pagar, viejo? ¡Siempre queda el recurso de ampararse en la Ley del Juego, viejo!
—No… no se trata de eso. Ya se lo diré. Es una larga historia.
—Muy bien. Y yo tengo que contarte un chiste cuando te vea, viejo. Algo sobre un soldado americano de color y tres coristas, una irlandesa, una escocesa y una inglesa. Hazme memoria para que te lo cuente.
—Se lo recordaré. Si se le olvida, se lo recordaré —dije.
—Un minuto. La vieja ha salido de la habitación. Si quieres te lo cuento ahora.
—Es que alguien está llamando a la puerta —mentí. Algunos chistes verdes son divertidos; pero los de Stanley, no. Los de Stanley, jamás.
—Está bien. Sólo quería decirte que he modificado los planes para esta noche. Creo que es mejor no ir en auto.
—¿Le parece?
—Así es. He reservado mesa en un pequeño restaurante de Charlotte Street. Es imposible estacionar en esas inmediaciones. El taxi es el único recurso.
—Taxi —repetí.
—Taxi, viejo. De modo que puedes dejar a Juliet aquí a las cinco y media, después de recogerla en el aeropuerto, luego regresarás a tu casa a cambiarte, y vendrás en tu coche hasta aquí, para estacionar cerca de casa; también puedes venir a pie.
—Ir con mi auto o a pie —repetí pacientemente.
—No es muy lejos, como ya sabrás.
—No, no es lejos. Bueno, me tengo que ir.
—Te veré esta noche, viejo.
La idea de seguirle viendo durante el resto de mi vida era espantosa. Sin embargo, uno tenía que ser atento con él. No había malicia en el hombre. En realidad, a pesar de la irritación que me provocaba, yo le tenía lástima.
Se había retirado recientemente del cargo de gerente de una pequeña pero antigua empresa que había comenzado fabricando juguetes de latón y madera para llegar, por último, a la etapa del plástico. Stanley decía que quizá fueran un poco anticuados, pero que se adaptaban a la época. Era uno de esos comentarios típicos de él. También decía que combinaban la tradición del pasado con el espíritu del futuro. Santo Dios.
Se había casado con Elaine Bristow siendo ya un hombre maduro con su posición hecha. Elaine también había aportado fondos al matrimonio. Todo eso, sumado a una pequeña herencia de un hermano y a su pensión, les permitía vivir con un nivel razonable, en un apartamento de la planta baja situado entre Kensington Church Street y Camden Hill, que no es un barrio barato.
Debía haber sido feliz; pero yo dudaba de que lo fuera.
Desde el momento en que se retiró de su trabajo había dividido su tiempo entre las carreras y varias organizaciones benéficas que le exigían visitar a mucha gente y comer y beber por caridad.
Era dudoso que se interesara. Su interés en las carreras y en la caridad dejaba bastante lugar a dudas; realmente, era alejarse de su casa y no porque Elaine Bristow le mortificara en forma activa; simplemente le trataba con un vago aire burlón y despectivo.
—Por supuesto, hoy en día es imposible hacer una verdadera fortuna cuando se es honesto como Stanley —decía algunas veces; y otras—: Personalmente habría preferido tener varios hijos; pero… no pudo ser.
Stanley fingía hacer caso omiso a esos comentarios, con alusiones malignas a su perspicacia financiera y a su virilidad.
Elaine era una mujer alta y enérgica y conmigo fue siempre muy atenta. Yo le seguía la corriente, como lo hacía su marido.
A veces pensaba cómo era posible que una pareja tan superficial pudiera haber engendrado un ser como Juliet, con su manera seductora y reservada, sus miradas reflexivas y profundas. Tanto Stanley como Elaine eran de tez clara. Ambos eran altos y fuertes, aunque no fornidos. El pelo de Stanley era ralo, apenas cubría su cráneo rectangular de anglosajón, y ya había encanecido del todo, con excepción de unos pocos mechones que conservaban su primitivo color estopa.
El pelo de Elaine Bristow se mantenía íntegramente rubio; las conclusiones quedaban libradas al juicio de cada uno. Ambos tenían ojos grises. Ambos eran —cada uno a su manera— tipos extrovertidos.
De esa mezcla nórdica había surgido Juliet: de estatura mediana y pelo oscuro; pálida, esbelta, con ojos castaños y temperamento sereno.
Lo que más me llamó la atención en un comienzo fue su actitud alerta.
Hojeaba una revista o comía, casi sin hablar, mientras sus padres y yo charlábamos. De cuando en cuando, sin mover la cabeza, nos miraba y si se encontraba con mis ojos bajaba la vista. No flirteaba de manera consciente; observaba con discreción.
Era difícil saber si su actitud obedecía a reserva o a timidez. A mí eso me tenía sin cuidado. Yo sólo sabía que desde el instante en que la vi en un cóctel, la encontré encantadora y deseé casarme con ella. Yo había cumplido los treinta y dos años y no era un corderito perdido en el mundo; pero Juliet fue la primera mujer que despertó en mí un sentimiento que justifica la expresión «pasión ciega». Pasión era, sin duda alguna; aunque al comienzo fue sólo física. Y ciega, porque aunque los hombres maduros consideren el aspecto físico del amor como un gran incentivo, siempre buscan otros ingredientes antes de proponer el matrimonio. Se tiene en cuenta el carácter, el ingenio, el sentido del humor; hasta la dulzura, aunque esta cualidad ocupa un peldaño más bajo en la escala del amor. Yo no creo que los hombres se fijen mucho en el dinero, aunque las mujeres así lo piensen.
Cuando conocí a Juliet, supe que no me interesaría ninguna de esas cualidades. Por lo tanto fue pasión ciega. Para mal o para bien. Tenía conciencia del riesgo que estaba corriendo, pero yo quería a esa mujer y lo demás no me importaba. La tendría, me arrepintiera o no más tarde.
Usaba gafas, no todo el tiempo, no en las reuniones o cuando deseaba manifestar todo su esplendor; pero no se las podía quitar cuando iba al cine o al teatro, cuando leía o cuando conducía.
Las mujeres con gafas me atraen, como atraen a muchos hombres. Quizás una de las mayores falacias jamás enunciadas por una mujer de talento fue la de Dorothy Parker cuando dijo que a los hombres no les gustaban las chicas con gafas. Sí que les gustan. Y mucho.
No es una cuestión de fetichismo o de desviación sexual. La explicación psicológica es muy simple. Las gafas indican una debilidad física. La debilidad despierta el instinto protector del hombre. La mayoría de los hombres tienen debilidad por mostrarse protectores. Como se ve, es perfectamente claro y simple.
Juliet, con gafas o sin ellas, no despertaba en mí un particular instinto de protección. Su manera, entre tímida y ladina, su voz suave, sus suaves manos y suave espalda —cuando bailábamos— no me inspiraban, precisamente, sentimientos de Sir Galahard, puedo asegurarlo. Los sentimientos que no necesitan enunciarse con todas las letras en los tiempos en que vivimos.
No creo que haya sido el rostro de Elena lo que movilizó una flota de mil barcos y los condujo al asalto de Troya. No hay rostro de mujer que merezca ese esfuerzo. Pero si usted me dice que los mil barcos se movilizaron porque Elena tenía una manera entre tímida y ladina, un modo reservado y pensativo de mirar a los hombres, y, por añadidura, un cuerpo flexible y dócil, y una piel de pétalo de magnolia, entonces sí le creería, sin importarme si su rostro era bello o, como el de Juliet, ovalado y clásicamente vulgar.
Miremos las cosas de frente: la concupiscencia fue lo que me llevó a correr el riesgo con Juliet.
Fue la buena suerte, nada más, lo que determinó que ella contara con esos otros ingredientes que los hombres buscan y unas veces encuentran, otras no. De modo que arriesgué y gané; pero lo cierto es que le hubiera propuesto matrimonio de cualquier manera.
La montura de sus gafas era negra y quizá demasiado gruesa para la delicadeza de su rostro. No es que eso importe ahora, no es que importe nada.
Fue la llamada telefónica del padre de Juliet lo que me hizo pensar en ella, mejor dicho en ellos tres, mientras me vestía, cocía un huevo y me preparaba unas tostadas, antes de dirigirme a la comisaría de policía.
No llegué a hacer esa visita, porque el timbre sonó poco después de las ocho y media. Abrí la puerta pensando que se trataba de un encargo o quizá de un cable de Juliet anunciando que había variado su hora de llegada, pero era un sargento de policía. Al parecer, había venido en bicicleta desde la comisaría de Kensington, porque todavía llevaba las perneras de sus pantalones sujetas con pinzas.
Me sorprendió y me complació verle, pues pensé que un vecino podía haber denunciado algún movimiento sospechoso observado en mi ausencia.
El sargento era un hombre de mediana edad, más bien bajo para lo que suelen ser los policías londinenses. Cuando se quitó el casco, pude observar que la parte superior del cráneo era calva y que el pelo de las sienes era entrecano.
Me preguntó si yo era Mr. James Compton y yo le dije que sí y le ofrecí una taza de té. Él dijo que no; acababa de tomar una taza. Le rogué que se sentara, pero dijo que no; su visita sería breve y prefería permanecer de pie.
Yo dije:
—Me alegra que haya venido.
A lo cual él replicó:
—Entonces mi visita no le sorprende mucho.
—Bueno, sí y no —dije—. Ocurre que he estado ausente unos pocos días y creo… mejor dicho, estoy seguro de que alguien ha entrado en el apartamento en mi ausencia. Me disponía a ir a la comisaría a formular la denuncia. Me pareció que debía informar a la policía. No es que se pueda hacer nada al respecto…
El sargento había extraído una hoja de papel del bolsillo mientras yo hablaba, y cuando terminé, levantó la vista y miró la sala de estar, meneando la cabeza. Sus grandes ojos, pardos y mansos, parecían buscar algún intruso que aún estuviera allí.
Me miró por espacio de unos segundos y luego volvió a mirar la hoja de papel que sostenía en la mano. Luego se aclaró la garganta.
—Bueno, ya hablaremos de eso después, señor. Lo que haya sucedido o dejado de suceder aquí no es el motivo de mi visita, señor.
Tuve la impresión de que se sentía incómodo.
—¿Qué quiere usted decir? —pregunté.
—¿Viajó usted en el tren que salió anoche a las veinte y veinticinco de Burlington, vía Brighton, con destino a Victoria Station, señor?
Yo había llevado a la sala de estar una bandeja con mi desayuno, que consistía en tostadas, huevos, mantequilla y mermelada. Estaba sirviéndome una taza de té cuando él formuló la pregunta. Continué sirviéndome, sin idea de lo que se avecinaba.
—Sí, así es.
—¿Viajaba en su compartimiento una mujer, de unos cuarenta y cinco a cincuenta años, que llevaba un impermeable blanco y un gorro de lana atada bajo la barbilla?
Añadí la leche al té e hice un gesto afirmativo con la cabeza. Luego dejé con todo cuidado la jarra de la leche sobre la bandeja. No sentía náuseas, pero sí un dolor en la boca del estómago que se iba haciendo cada vez más intenso
—Sí, la recuerdo —dije y se me representaron los ojos ingenuos arrasados en lágrimas.
Pensé también en la nota que me había entregado, pero el recuerdo predominante era el de aquel dolor del que yo había sido testigo.
La nota, con su mensaje, era algo sin importancia en ese momento; era un pequeño misterio, trivial y estúpido, comparado con la negra noche del alma, con la muerte por suicidio, con mi inoportuna observación de que «más valdría meter la cabeza en un horno de gas», con mi torpe ineptitud para satisfacer su necesidad de consuelo.
Comprendí la importancia de su anhelo de sentirse apoyada en sus esperanzas respecto a la vida eterna y a la posibilidad de volver a ver a su amiga. Sin advertirlo, yo había errado el camino.
Al asegurarle que ella y su amiga sobrevivirían más allá de la tumba, y que se volverían a encontrar, le había proporcionado los argumentos que necesitaba, la confianza en lo que ocurriría si se quitaba la vida. Si le hubiera dicho que tras la muerte no hay otra existencia, ella habría seguido luchando, esforzándose por mantenerse alerta —es decir viva—, para no caer en el Sueño sin Ensueño que es la muerte de los ateos.
Es sorprendente la rapidez con que esos pensamientos pasan por la mente.
La cruzan como relámpagos, en el tiempo que lleva levantar una jarra y echar unas gotas de leche al té, o en el tiempo que se tarda en echar dos terrones de azúcar a la taza. En un instante uno es feliz o si no lo es, por lo menos está estabilizado en el tráfago de la vida, y en el próximo instante uno se siente enfermo de culpa y oprimido por el desesperante sentimiento de la propia incapacidad para conducir o inspirar.
Yo me sentía seguro —y aún me siento seguro y siempre me sentiré seguro— de que sus emociones habían sido genuinas, aun después de oír al sargento que decía:
—A eso de las veintitrés y treinta, una persona que responde a esa descripción se presentó en la comisaría de Policía de Kensington y formuló una denuncia contra una persona que lleva el mismo nombre que usted, señor, y que, según la denunciante, le había hecho proposiciones deshonestas. La denunciante se negó a dar su propio nombre y dirección, señor, y tampoco quiso presentar una declaración formal.
El policía consultaba un papel, como para no apartarse de la terminología exacta.
—Debo informarle, señor, que dadas las circunstancias y por falta de pruebas adicionales, la policía no tiene intenciones de adoptar otras medidas. Se ha considerado, sin embargo, conveniente que usted tome conocimiento del asunto, por si desea formular alguna declaración. Estoy autorizado a tomársela.
Tras esas palabras, plegó la hoja que había estado consultando y la guardó en el bolsillo de su chaqueta. Su suspiro de alivio fue casi audible. Nos miramos, incómodos, en silencio.
—De vez en cuando suceden estas cosas, señor —dijo con tono objetivo, sedante—. Supongo que usted niega terminantemente la acusación y no considera necesario formular una declaración formal para rechazarla.
Sólo faltaba que me diera un codazo disimulado o que me guiñara un ojo. La sugestión no podía ser más clara. Pero yo no podía aceptar la salida que me estaba ofreciendo.
Yo pensaba en los dos aspectos de aquella mujer: el montón amorfo que era su cuerpo, la mano rojiza y agrietada que enjugaba las lágrimas con un pañuelo pegoteado, las disculpas infantiles por sus lloriqueos; y por el otro lado, las instrucciones que había recibido y cumplido. Era probable que la misión careciera de significado para ella, que ni siquiera estuviera enterada del contenido del sobre, que no tuviera la menor idea sobre lo que estaba ocurriendo y que nada le interesara, salvo su tragedia personal.
—El sargento de guardia me la describió, señor. Las mujeres suelen sufrir alucinaciones en un determinado período de su vida. Es común que los dentistas sean objeto de acusaciones por el estilo, señor… cuando emplean anestesia. Son cosas de este tipo. Bueno, regresaré a la comisaría a presentar mi informe; a menos que usted tenga algo que decir.
Recogió el casco que había quedado sobre una silla.
—Supongo que usted no querrá formular declaración alguna, ¿verdad, señor? Salvo el rechazo oral de la acusación, por supuesto.
Yo meneé la cabeza, pero él interpretó mal mi gesto y comenzó a ajustarse el casco. Creía que su misión había terminado.
—Sí, quiero formular una declaración —dije.
El policía me miró y también meneó la cabeza.
—No hace falta, señor, dadas las intenciones de la policía en este caso. Ya se las he comunicado.
Me puse de pie, caminé hasta la ventana y dije:
—No es tan simple como usted cree. Esa mujer por la cual usted ha venido, esa mujer que formuló una acusación contra mí… Hay algo raro en todo eso, y yo no lo entiendo.
El policía movió la cabeza con gesto comprensivo.
—No hay por qué preocuparse, señor. Como ya le he dicho, suelen presentársenos casos como ése, de tiempo en tiempo. Si le incomoda, si le sigue incomodando, señor; si se convierte en una verdadera peste puede querellarla. Por lo general da resultado. El susto les devuelve un poco la cordura.
Otra vez comenzó a avanzar en dirección a la puerta.
—No es tan simple —repetí—. Es difícil de explicar. Viajé con ella y recibí sus confidencias sobre una serie de problemas emocionales. Habló de suicidio.
—Será mentalmente inestable, supongo. Entre nosotros: eso es lo que piensan en la comisaría. Me dicen que ella no era precisamente una belleza, ¿se da cuenta?, y yo vengo aquí y le veo a usted y veo el apartamento en que vive… Bueno, si me permite, lo primero que pensé fue: «Si éste hubiera querido hacerse el vivo, se habría elegido otra cosa». Claro que uno nunca sabe…
Había llegado a la puerta y apoyaba una mano sobre el picaporte. Tenía una idea fija respecto al modo en que habían sucedido las cosas y no parecía interesado en proseguir la conversación. Comprendí que tendría que hablar rápidamente para detenerle.
—Me entregó una nota en un sobre color pergamino. Justo en el momento en que nos separábamos en Victoria Station. Quiero mostrársela. Hay algo muy curioso en todo esto. Recogí la nota de mi escritorio y él se acercó de mala gana.
—Si usted me permite, no dé su nombre y dirección a la gente rara que conozca en los trenes; sobre todo si son medio chiflados. Eso siempre trae complicaciones de algún tipo. Supongo que usted se apiadó de ella.
Le alcancé la nota y dije:
—No le di mi nombre y dirección… Ésa es otra de las cosas que quería decirle. Pero lea esto y luego le aclararé el asunto.
Se acercó a la ventana y sostuvo el papel a una considerable distancia de los ojos, como suele hacerlo la gente madura, cuando no tiene ganas de sacar las gafas. Sonó el teléfono y cuando le dejé para atender a la llamada, estaba tratando de descifrarlo con el ceño fruncido.
Era otra vez el padre de Juliet, para cerciorarse de que yo la recogería en el aeropuerto a las dieciséis y media, y no en las oficinas de la compañía de aviación. Escuché la voz gangosa que, como un sonsonete, repetía las instrucciones para nuestros movimientos de la tarde y la noche.
—De modo que estaréis aquí a eso de las dieciocho, ¿no es así, viejo?
—Así es, señor.
—Luego tomaremos una copa e iremos a comer afuera.
—Espléndido.
—Estoy ansioso de verte, viejo.
—Y yo a usted —dije.
Siempre me llamaba «viejo». Acomodaba la palabra al final de casi todas las frases que me dirigía.
—Era mi futuro suegro —expliqué mientras colgaba el receptor—. No le gusta dejar las cosas al azar. Es un gran organizador. Él mismo se lo dirá si usted se lo pregunta, y si no se lo pregunta, también.
No es que creyera que mi comentario era ingenioso; pero pensé que merecía, por lo menos, una sonrisa cortés. Sin embargo, el policía no sonrió.
—Esta nota que me acaba de mostrar —dijo. Su voz denotaba un incipiente interés…— Usted dice que se la dio ella, señor. Estuve observando los tipos con que ha sido escrita y, por casualidad, miré esta hoja a medio escribir que usted dejó en su máquina, y el papel que usted usa.
Asentí con entusiasmo.
—Exactamente. Es mi máquina, es mi papel y son mis sobres. Eso es lo que quería decirle.
—¿Qué es lo que quería decirme, señor?
—Que la nota que ella me entregó estaba escrita con mi máquina y en mi papel; además había utilizado uno de mis sobres.
Me miró confundido, tratando de deducir las inferencias.
—Eso es lo más curioso —añadí.
—Este mensaje que usted ha escrito —comenzó el policía, pero yo lo interrumpí.
—Creo que usted no ha entendido bien adonde quiero llegar yo. Yo no lo escribí.
—Usted no me lo ha dicho al entregármelo para leerlo, señor.
—Estaba a punto de hacerlo cuando sonó el teléfono.
Volvió a recoger la hoja de papel y miró una vez más mi máquina de escribir. Creo que se sentía obligado a hacer algo.
—Bueno, no sé adónde quiere ir a parar usted, señor —dijo con aire sombrío—. ¿Está sugiriendo que la señora que formuló la denuncia contra usted entró de alguna manera a este apartamento, se enteró de su nombre y dirección, escribió esto en su máquina, se lo llevó consigo hasta la playa, regresó en el tren con usted, le entregó el mensaje en Victoria Station y luego se presentó en la comisaría de policía y le denunció ante las autoridades? ¿Es eso lo que está tratando de decir?
—Bueno, no necesariamente eso.
—¿Qué quiere decir con «no necesariamente», señor?
—Lo que he dicho… No necesariamente. Quizás ella haya entrado al apartamento y quizá no. Personalmente, no creo que haya sido ella.
—¿Entonces quién sugiere usted que haya sido, señor?
—No lo sé.
—¿No lo sabe?
—No lo sé… Ése es el asunto.
El diálogo comenzaba a asemejarse a una conversación entre sordos.
Yo me estaba irritando y él lo advertía… y eso es malo cuando uno trata con policías. Se pasó la lengua por los labios y dijo:
—No hay necesidad de ofuscarse, señor. Ha sido usted quien ha sacado a colación el tema, no yo.
—No me ofusco.
—Nosotros estábamos dispuestos a aceptar su palabra contra la de ella en el otro asunto… por falta de pruebas y en vista de las circunstancias. No tenía usted necesidad de mostrarme este papel.
Entre líneas me estaba diciendo que para él todo aquello era una oscura patraña mía para desacreditar a la mujer.
—¡Por supuesto que había una razón para que yo le mostrara la nota! —insistí, levantando la voz—. Demuestra que alguna persona entró sin autorización a este apartamento. Si ése no es asunto para la policía, ¿me quiere decir qué es?
El hombre se había puesto rígido, pero debo reconocer que conservó la serenidad. La policía está acostumbrada a tratar con ciudadanos excitados.
—¿Le han robado algo, señor? —preguntó suavemente.
—Nada.
—¿Han movido algo de su sitio? ¿Cajones en el suelo, puertas de armarios abiertas… cosas así?
Moví la cabeza con gesto negativo.
—¿Signos de puertas o ventanas que hayan sido forzadas? —No.
—¿Alguien aparte de usted tiene llave de este apartamento, señor?
—Sólo la mujer que se encarga de la limpieza… Y ella no escribiría un mensaje tan pomposo como éste, ¿por qué había de hacerlo? Mi novia también tiene llave, pero su coartada es perfecta: está en Norteamérica desde hace un mes.
—¿La mujer de la limpieza o su novia conocen a esa Mrs. Dawson que se menciona en la nota?
—Por supuesto que no.
—Preguntaba nada más, señor.
—Tiene razón. Bueno, no; no la conocían.
—Está bien, entonces —dijo el policía en el tono paciente de quien no sólo conserva la serenidad, sino que procura que uno lo advierta—. ¿Y quién es esa Mrs. Dawson, entre paréntesis?
—Fue asesinada en Italia recientemente.
—¿Conque asesinada?
—Salió en los diarios en su momento.
—No leo mucho los diarios… A no ser las páginas de fútbol. ¿Era amiga suya?
—No. No era amiga mía. Pero estoy preparando un trabajo sobre el caso. Escribo artículos y novelas policíacas. He estado tratando de descubrir algo acerca de sus antecedentes y eso me ha dado mucho trabajo. Llegué a pensar que la gente procuraba entorpecer mi labor. Fue una simple ocurrencia; pero ahora me llega esta nota. Esto confirma mis suposiciones.
—¿Quién está tratando de entorpecer su labor, como dice usted?
—No lo sé. Ésa es la cuestión. No sé quién ni por qué. Y hay algo más: alguien a quien no conozco me ha llamado por teléfono esta mañana temprano y me ha preguntado si había recibido la nota y luego ha tratado de disuadirme con métodos parecidos.
—Comprendo, señor.
El sargento observó su casco azul y lustró la visera con el pulgar derecho. Luego dijo:
—De modo que usted escribe novelas policíacas, como usted las llama. Son historias de suspense, de misterio, ¿verdad? —Así es.
Vi lo que estaba pasando por su cabeza. Había cambiado de perspectiva o por lo menos, la había ampliado. Ahora avanzaba tanteando hacia una teoría según la cual yo había escrito esa nota y estaba creando un misterio, por alguna oscura razón vinculada con una historia de suspense. Pero era demasiado puntilloso para exteriorizar sus sospechas. Simplemente asintió con la cabeza y dijo:
—¡Ah!
Luego se irguió.
—Muy bien, señor. En lo que respecta al otro asunto, informaré que usted niega en forma terminante la acusación. Y en cuanto al asunto que acabamos de tratar: ¿desea usted que comunique oficialmente su denuncia? ¿O prefiere reconsiderarla? Me estaba ofreciendo una escapatoria.
—Me gustaría que usted informe oficialmente —repliqué con obstinación—. Comprendo que es poco lo que puede hacerse; pero me gustaría que la policía estuviera informada.
—Muy bien, señor. Me llevaré ese mensaje que, según usted dice, fue escrito por un intruso desconocido. Informaré oficialmente sobre el asunto, si usted lo desea.
Plegó el papel con todo cuidado y lo colocó en su billetera. No suspiró resignado, pero fue el no-suspiro más sonoro que jamás he escuchado.
—Buenos días, señor.
—¿Cuál es su nombre sargento?
—Matthews, señor; sargento Matthews. Pero no se preocupe; informaré lo que usted desea. Para eso nos pagan, señor.
—No me preocupa.
—Entonces todo está en orden, ¿verdad, señor?
Se colocó el casco y salió sin volverse. Sentí que me consideraba un fiasco, un hombre con el cual la autoridad había adoptado una actitud tolerante, con el cual él mismo había asumido un papel amable, un papel de tío viejo; un hombre que había inventado una loca historia y persistía en ella, a pesar de la oportunidad de retractarse con dignidad que le había brindado.
Oí el ruido de la puerta de calle que se cerraba y me acerqué a la ventana. Le vi pedalear en dirección a la comisaría de policía.
La paloma —a la cual yo había dado el nombre de Mary el Palomo, ante la imposibilidad de establecer sexo— había regresado al techo de la casa de enfrente y miraba hacia mi ventana con sus ojos de abalorio.
Supuse que Mary el Palomo no era el único ser que me estaba observando; pero me aliviaba el hecho de haber puesto al tanto de las cosas al sargento Matthews. El policía había tomado mi historia con pinzas, pero al menos se la había llevado consigo.
En cuanto a la pobre mujer del tren, a quien yo ahora recordaba como Cara de Buñuelo, no me era imposible adivinar las razones de su proceder.
Era evidente que la policía se había equivocado al juzgarla.
Sus pensamientos, conscientes e inconscientes sólo giraban en torno de la muerte, la autodestrucción y la vida eterna; el hombre, las fantasías sexuales y las expresiones de deseos estaban lejos de su imaginación.
No era una neurótica en el sentido que ellos creían. Su dolor era genuino. Por eso, si había presentado la denuncia era porque le habían ordenado hacerlo. Y, sin embargo, yo habría jurado que ella me tenía simpatía y que me estaba agradecida por haber escuchado sus cuitas.
La imaginaba consultando mi nombre y dirección en algún arrugado trozo de papel que le habían entregado, extrayéndolo de su destartalado bolso y sosteniéndolo con sus toscas manos enrojecidas a la luz de un farol próximo a la comisaría de policía y descifrando la escritura con sus ojos miopes.
Luego, de mala gana, y porque no le quedaba otra alternativa, debía de haber entrado en la comisaría, con plena conciencia de lo que pensaría de ella el sargento de guardia.
—«¡Pobre Cara de Buñuelo!», pensé «¡Pobre víctima!».
Pero ¿víctima de quién?
Pasé parte del día tratando de trabajar y parte tratando de juntar las piezas de un rompecabezas. Quienquiera que hubiese dado las instrucciones a Cara de Buñuelo debía saber que la policía no tomaría ninguna medida. En ese caso, la denuncia era algo así como una finta, una puñalada al aire, un golpe como el que los tigres suelen ensayar con sus garras.
En ese momento yo pensaba que había sido una cosa así. Pero había algo más.
Tras un par de gin-tonic y un emparedado, que constituyeron mi almuerzo, me sentí mejor. Afortunadamente tengo una mente seccionalizada y mis pensamientos se habían concentrado ahora en Juliet y su llegada. Estaba alegre y excitado cuando me dirigí en mi automóvil hacia el aeropuerto de Londres.
Pero había olvidado que, como secretaria del ministro, ella podía haberse hecho cargo de uno o dos portafolios y que quizá viajara de regreso al ministerio con su jefe y con toda la corte de funcionarios públicos que suelen acompañar a los ministros cuando viajan.
En efecto: mi viaje al aeropuerto fue una pérdida de tiempo. Todo lo que pude hacer fue saludar a Juliet desde lejos, y seguirla con mi auto a una distancia prudente. Por último pude recogerla en Whitehall y, a pesar de que ella estaba destrozada por el cansancio, la velada se cumplió inexorablemente según el programa planeado por Stanley Bristow.
Durante la primera mitad de la velada mi corazón sangró por la pobre y pequeña Juliet. El padre la acribilló a preguntas, con su voz gangosa, y la madre se encargó de añadir preguntas suplementarias en el tono enérgico y animado de un periodista de televisión. Si Juliet hubiera respondido a todo aquel cuestionario, los secretos de las Conferencias de Washington habrían corrido por los clubs de Londres y por muchos otros lugares, en menos de cuarenta y ocho horas. Pero ellos no estaban a la altura de su hija, por cansada que estuviera.
Por fin Stanley Bristow puso un gangoso final al proceso, con un quejumbroso reproche a su hija, que nunca les decía nada. Creo que para entonces Juliet ya ni siquiera oía bien. Hundía con desgana el tenedor en su plato de pescado a la mortecina luz de las velas del restaurante de Charlotte Street. Una o dos veces levantó la vista y sus ojos se cruzaron con los míos. Me dirigió, entonces, una de sus pequeñas sonrisas reservadas y volvió a mirar el plato.
Stanley había encargado champaña para celebrar el retorno. Nunca era mezquino con las bebidas. Mediada la comida, Juliet tenía un aspecto más animado. Hasta ese momento yo no había dicho nada acerca de la mujer del tren de Brighton, del mensaje, de la visita del sargento de policía o de la llamada telefónica.
Pensé que ahora podía hacerlo. Confiaba en la reacción superficial de Stanley, suavizada por el alcohol. En efecto, su reacción fue superficial. Esperé que eso diera la tónica a las mujeres. Stanley lanzó una de esas carcajadas con sordina, que le sirven de risa.
—Probablemente.
—¡Por supuesto que es eso, viejo!
—¿Y por qué?
—¿Por qué? No sé por qué, viejo. ¿Por qué se gastan bromas? Si te interesa mi opinión te diré que se trata de una broma muy tonta, viejo.
Asentí con la cabeza.
—Es probable que usted tenga razón. Es demasiado elaborada, se ha extendido sobre un área demasiado amplia y no veo bien qué persigue, pero…
—Una broma nunca persigue gran cosa, viejo.
Sentí que había llegado el instante en que comenzaría a narrarme anécdotas de graciosos que habían cavado pozos en calles principales, de estudiantes que se habían disfrazado de potentados indios y habían pasado revista a guardias de honor, y otros cuentos del vetusto repertorio de los bromistas.
—La puerilidad de alguna gente es infinita —comentó Elaine Bristow, en tono brillante—. Hasta Stanley solía hacer bromas con los automóviles de la gente que nos iba a visitar cuando éramos recién casados. Les sacaba algunas piezas del motor y mientras ellos solicitaban auxilio mecánico por teléfono, se deslizaba hasta el coche y volvía a poner la pieza en su lugar. ¿Recuerdas, Stanley?
—Espero que ustedes dos estén en lo cierto —intervine apresuradamente—. Espero que sea algo así.
Por instinto creí necesario comunicarles lo que estaba ocurriendo, por si el asunto seguía. Supongo que instintivamente sabía yo que el asunto seguiría. Ahora ya estaba dicho. Ahora podía cambiar de tema.
—¿Quién ganará el handicap de noviembre? —pregunté.
Stanley se mostró complacido. Comenzó a explayarse y repasó los méritos de los principales contendientes equinos, uno a uno, casi pata por pata. Encendí un cigarrillo y me apoyé en el respaldo de mi asiento, asintiendo de cuando en cuando con la cabeza. Elaine también se echó para atrás, aburrida pero resignada.
Juliet jugueteaba con la taza de café. Su piel parecía más pálida y excitante a la luz mortecina de aquel mediocre restaurante de Soho. No llevaba las gafas puestas.
Una o dos veces me miró sin mover la cabeza, levantando los ojos con esa mirada llena de reserva, que siempre me había excitado. Esta noche su mirada no me excitó. Sus ojos tenían una expresión preocupada. Ella había percibido mi verdadero estado de ánimo.
Juliet anunció que se iría directamente a la cama cuando regresáramos al apartamento de sus padres. La fatiga del trabajo en la Conferencia de Washington, sumada al vuelo a través del Atlántico, había terminado por vencerla. Yo habría preferido proseguir viaje en el mismo taxi hasta mi propio apartamento, pero Stanley insistió en que les acompañara a tomar una última copa y despachó al conductor.
Una de las dos maletas de Juliet estaba aún en el vestíbulo; yo la cogí y marché tras ella por el corredor. Cuando dejé la maleta en el dormitorio vi que Juliet se bamboleaba de puro exhausta. A pesar de que casi no habíamos tenido un instante de soledad, desde su llegada, murmuró unas palabras de despedida, la besé y la abracé, y prometí verla al día siguiente a la hora del almuerzo.
Pero cuando me dirigía a la puerta del dormitorio, ella me detuvo. Creí que quería besarme otra vez y me sentí conmovido. La besé y ella no se opuso; pero no me había detenido por esa razón. Me miró, luego apartó los ojos y con esa manera reservada tan característica en ella me dijo:
—Estás preocupado. Creo que estás un poco preocupado, ¿no es verdad?
—No, no mucho. No, no estoy preocupado. Todo esto es un poco inquietante y bastante infantil y melodramático. No entiendo por qué ellos, sean quienes sean, no quieren que siga adelante con esa historia. Pero no estoy preocupado, porque no veo el motivo para preocuparse.
—¿Y no te parece suficiente motivo para estar preocupado?
—Bueno, no trates de asustarme, querida —le previne, riendo.
—No estoy tratando de asustarte.
—Así me gusta.
—Sólo que… en los tiempos que vivimos.
—¿Qué tienen de particular los tiempos en que vivimos?
—Uno siente que hay tanta maldad en torno. Tanto peligro oculto. ¿Comprendes? En los diarios aparecen algunas muestras de esa maldad. Asesinatos y secuestros, escándalos inexplicables y traiciones, y un odio frío, muy frío. Y eso son sólo muestras; uno no sabe dónde se ha de producir la próxima erupción o por qué ha de producirse.
—Siempre han ocurrido cosas así.
Repentinamente, ella se echó a llorar. La rodeé con mis brazos. Nunca la había visto llorar y no me gustaba.
—Vamos, querida. Métete en la cama y olvida todo esto.
—¿Cómo puedo olvidar algo que nos puede afectar a ti y a mí? Es un zarpazo a lo que puede ser nuestra única posibilidad de ser felices en esta vida… Es una amenaza a nuestro matrimonio.
Se enjugó los ojos con el pañuelo que le ofrecí.
—¿Por qué no abandonas, querido?
—¿Por qué no abandono qué?
—¿Por qué no abandonas esa historia de Lucy Dawson?
La miré con fijeza y sentí que esa obstinación que tanto bien y tanto mal ha traído a mi vida me congelaba, literalmente, el cerebro.
—Santo cielo, ¿de qué lado estás tú? —murmuré.
Ella comenzó a sollozar.
—¿De qué lado estás? —pregunté nuevamente.
—Del tuyo, querido. Del nuestro —susurró Juliet—. Sólo quiero ser feliz. Eso es todo.
—La abandonaría o no la abandonaría si supiera por qué quieres que lo haga. Pero no lo sé y por lo tanto no la abandonaré.
Ella se volvió y murmuró:
—¡Ay, estos hombres! ¡Estos hombres!
Desde el pasillo llegó la voz gangosa de Stanley que me llamaba. Dijo algo de palomos enamorados y de que era hora de que Juliet se acostara. Sé que fue algo nauseabundo.
La besé una vez más. Ella hizo lo posible por responder, pero no puso el alma en ese beso. Cuando entré a la sala, hallé a Stanley solo. Me explicó que Elaine había decidido acostarse. Yo también quería acostarme, pero él ya estaba junto a la bandeja de las bebidas y andaba con un botellón de whisky y unos vasos de cristal tallado. Pensé que diría: «Bueno, ¿qué te parece si tomamos la última copa de la noche, viejo?», pero no lo hizo. Dijo:
—Una copa con el pie en el estribo, viejo.
Y para empeorarla añadió:
—Si bebes, no conduzcas; si conduces, no bebas. Bueno, pero ahora no vas a conducir, viejo.
—Así es —dije—. Haré el camino de regreso a pie. Póngame poco, por favor.
Encendí un cigarrillo y suspiré. Stanley me alcanzó el whisky.
—¿Cansado, viejo?
—No, no mucho.
No me sentía muy cansado. Estaba simplemente desalentado ante la perspectiva de aquellas interminables reuniones periódicas con Stanley, ante la certidumbre de que en mi vida futura me vería obligado a tolerar que me aprisionara en un rincón y me contara sus estúpidos chistes verdes, mientras clavaba en mí sus ojos grises, protuberantes y acuosos, con un toque de bocio exoftálmico, y se pasaba una mano por el pelo ralo, mientras sostenía un vaso en la otra.
—Bueno, bébetelo, viejo… ¡Mis mejores augurios!
Yo me bebí medio vaso de whisky con soda sin detenerme.
Cuanto antes terminara, antes me iría. Stanley de pie junto a la chimenea, de espaldas a mí y sin volverse dijo:
—Mira, viejo, hay algo que considero necesario decirte.
Su voz era tan gangosa como siempre, pero el tono jovial que era norma en él estaba ausente.
—Se refiere a Juliet, viejo.