En la noche del 10 de octubre tomé el tren de las 20,25 con destino a Londres. Hacía frío; había hecho un frío espantoso todo el día. El primer soplo del invierno descendía brusca e inesperadamente y, por él, una densa niebla.
O la calefacción del tren se había descompuesto o se habían olvidado de encenderla. Me senté acurrucado en un rincón del vagón, meditando unas veces, tratando de dormir otras, esperando que el tren tomara velocidad, cosa que no hizo en ningún momento.
En el asiento opuesto al mío se había sentado una mujer grande y desmañada, enfundada en un jersey grueso y un abrigo corto, sobre lo cual se había echado un impermeable blanco. Aparentaba unos cincuenta años y su rostro redondo estaba enmarcado por una prenda de lana —mezcla de bonete de esquiador y gorro infantil— atada bajo la barbilla. Tras las grandes gafas con armazón de carey, unos ojos miopes e ingenuos se clavaban casi todo el tiempo en la noche cubierta de niebla y, a veces, en mí.
Supuse que quería conversar y la ignoré. Me disgustaba conversar en los trenes. Y en esos momentos pensaba en el hotel El Retiro.
La visita no había sido un éxito completo, pero por lo menos había visto el lugar en que había vivido Lucy Dawson. Ahora podía escribir:
«La anciana Mrs. Dawson, asesinada en Pompeya, era una mujer próxima a los ochenta años. Era alta, esbelta y frágil. Vivía durante la mayor parte del año en el hotel El Retiro, Burlington-on-Sea, un hotel residencial de buena categoría. Todos los años pasaba algunas semanas en el continente.
Con excepción de esas vacaciones anuales, su existencia parece haber trascurrido sin mayores alternativas. Pasaba gran parte del tiempo llevando la vida habitual en esos hoteles, aunque se interesaba también en obras de caridad con familias de marinos.
Pero la tragedia no era un elemento desconocido en su familia. Al margen del hecho de que su padre había perdido casi toda la fortuna como resultado de una transacción comercial con estafadores, su esposo había sido muerto pocos años después de la boda, por un ladrón al que sorprendió en plena acción. Ella también estaba destinada a morir trágicamente tras los calcinados muros de una ciudad de la antigua Roma».
Apoyé la cabeza contra el respaldo del asiento y cerré los ojos, mientras modelaba in mente aquellas oraciones sosas y poco inspiradas y el tren se abría paso a través de
la niebla.
Como fondo del caso, aquel cuadro era terriblemente desvaído; pero me era imposible mejorarlo por el momento.
En cuanto a los Stepping Stones que habían enviado la ofrenda floral, estaba comenzando a perder interés en ellos. La frase «en recuerdo de épocas más felices», era anticuada y pedante. Quizá fuera algún conjunto musical de aficionados con quienes Lucy Dawson había estado vinculada en otro tiempo; dos o tres de sus miembros podían haber sobrevivido en Londres o en alguna ciudad de provincia. Quizás hasta se reunieran de vez en cuando a tocar piano y cantar con sus voces cascadas.
Estaba esbozando una sentimental representación del grupo cuando, de repente y ante mi desconcierto, la mujer sentada frente a mí habló:
—El servicio en tiempo de niebla siempre es malo los domingos.
—Sí —respondí, mientras me invadía un sentimiento de odio hacia ella.
Abrí los ojos y los volvía a cerrar.
—Sin embargo —prosiguió su voz—, estoy bien abrigada y he pasado bastante bien mi día de campo.
Su «bastante» sonó como una palabreja triste; indicaba que quien la había pronunciado no lo había pasado tan bien como esperaba. Suspiré.
—No ha sido precisamente un día para juguetear a la orilla del bosque —dije, entregado a mi destino—. No es época para coger margaritas.
—No —admitió ella con solemnidad—; no es la estación de las margaritas. Además no pude asistir a misa.
—Supongo que usted es católica.
—Sí, ¿usted también? —preguntó entusiasmada.
Yo no soy católico, pero Juliet sí y conozco bastante bien el tema. Repentinamente me imaginé envuelto en una incómoda polémica «protestantismo versus catolicismo», de esas que no conducen a ninguna parte. No podía soportar la idea.
—Sí —respondí, para evitar el peligro.
—Supongo que practica.
—¡Oh, sí! —respondí, temiendo que iniciara una perorata sobre la necesidad de superar las debilidades de la carne. No había motivos para preocuparse.
Se produjo una pausa. Luego ella dijo:
—Yo me he educado con unas monjas. Me habría gustado ir a misa hoy, pero no he podido encontrar una iglesia. Recuerdo el día de mi primera comunión. Llevaba un velo blanco y azucenas.
Pareció marchitarse. Una horrible sensación de nostalgia, húmeda como la niebla, emanó de ella. Exhalé un gemido mental. No estaba para recuerdos infantiles y no quería apiadarme de ella. Hay una monotonía glutinosa en la inocencia juvenil perdida.
No dije nada.
Ella extrajo un pegoteado pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz. Me pareció la réplica femenina de un profesor de química con el cual habíamos sido muy crueles. Esperé a que nuestra conversación tocara su fin, y para contribuir a terminarla cerré los ojos.
Transcurridos unos instantes los volví a abrir con toda precaución. Ella tenía los ojos arrasados en lágrimas y se los estaba enjugando con ese pegote de pañuelo.
Yo me desarmo con las lágrimas de los adultos; porque aunque me hacen sentir incómodo, exponen el desamparo y la puerilidad, que no yace demasiado hondo en ninguna persona.
—Lo siento mucho, pero no puedo dejar de llorar —dijo ella.
—Bueno, no importa —dije yo.
Mi comentario me pareció el extremo de la fatuidad. Ella comenzó a sollozar.
—He perdido una amiga muy querida. ¿Cree usted en la vida eterna? ¿Piensa usted que sobreviviremos después de la muerte física?
—Por supuesto que lo creo —aseguré con convicción.
—No quiero respuestas obvias —declaró ella, aunque sin sombra de reproche en la voz—. ¿Realmente usted lo cree?
—Sí, lo creo. Si uno no cree en eso, la vida carece de sentido. Más nos valdría meter la cabeza en un horno de gas —añadí e inmediatamente me arrepentí de mis palabras.
—Eso es lo que temo —replicó ella Usa y llanamente.
Se experimenta una horrible tristeza mansa al contemplar de pronto un alma humana que ha alcanzado los abismos de las tinieblas. Uno se mueve a tientas, sin despegar los labios. La vida prosigue, hermano, y el dolor se extingue al fin… y demás frases gastadas; pero uno sabe que es inútil. Estaba allí sentada frente a mí mirándome como el perro de una pancarta contra la vivisección.
—La desesperación es algo terrible —dije, por fin.
Dios todopoderoso, uno tiene que decir algo.
Ella comenzó a enjugarse otra vez los ojos.
—Debe intentar sobreponerse —añadí, sin esperanzas.
Penetramos en un túnel y por alguna oscura razón que sólo conocen las autoridades de los ferrocarriles británicos, las luces se apagaron.
En la húmeda oscuridad oí el ahogado snif-snif de su nariz en el pañuelo y unos movimientos breves como los de un conejo encerrado en un canasto. Cuando el tren emergió traqueteante del túnel, las luces volvieron a encenderse y vi que la mujer se había quitado el gorro y el impermeable. Usaba cuello y corbata como un hombre y su pelo grisáceo era cortísimo. Parpadeó y dijo:
—Por supuesto, comprendo que en parte es culpa mía; pero es tan terrible cuando dos personas se enamoran de uno.
Miré con asombro la fantástica insipidez de su rostro. Se advertía en él una cierta honestidad de buñuelo. Habría preferido que su aspecto fuera siniestro.
—La amiga que murió era mayor que yo, y la amiga que vive conmigo es joven. Los jóvenes son duros. No comprenden. Ni siquiera puedo llorar; salvo en el cuarto de baño.
—¿Y por qué no la deja llorar?
—Ella es atea y no quiere que me reconcilie con Dios. Dice que es cosa de débiles. Dice que no quiere nada de mojigangas. Es terriblemente dura, terriblemente dura.
Las lágrimas comenzaron a brotar otra vez de sus ojos, pero ella dejó de enjugarlas. Su cuerpo no se movía. Nuevamente se excusó.
—¿Y su trabajo? —murmuré—. Supongo que trabaja.
—Sí. Trabajo en una sociedad de adopción.
Suspiré aliviado, satisfecho de encontrar una brizna a la cual aferrarme para salir de esa sensación de total ineptitud.
—Bueno, ahí tiene —dije—; ése es su futuro… Proporcionar a otros un futuro feliz…
Pero ella no me dejó terminar.
—Ya sé todo eso. En un tiempo lo tomé con entusiasmo, pero a veces la gente es tan cínica. ¿Sabe lo que me dijo la semana pasada un miembro de la organización, frotándose las manos? «Pronto llegará Navidad; beberán unas copas de más y luego, para septiembre, tendremos un buen número de bebés para colocar». Me parece horrible. No se trata de repuestos, son personas; aunque sean personas pequeñas —concluyó balbuceante.
—Así es —asentí, mientras consultaba mi reloj—. Dentro de pocos minutos entraremos en Victoria Station —añadí, pero todo fue en vano.
—Era muy buena conmigo, la amiga que murió. Me habría gustado volver a verla. Hubiera querido explicarle.
—La volverá a ver —aseguré con voz sin matices.
La gente suele creer que las explicaciones pueden cambiar las cosas, atenuar el golpe del adulterio, suavizar la pérdida del amor, derramar aceite sobre la superficie de la vida. Y la tormenta se aplacará y todo volverá a ser como antes. Es un cuento chino.
—Ella era mucho mayor que yo, ya se lo he dicho. Aun después seguimos siendo amigas. Ella no me guardó rencor. Estoy segura de que me entendió.
Asentí con la cabeza. Nada de lo que yo pudiera decir valía la pena decirlo.
—Dijo que me dejaría en herencia 100 libras en títulos. Eso indica que aún me quería ¿No le parece? ¿Cree usted que debería volver a practicar mi religión?
—Es algo que sólo usted puede decidir —repliqué, consciente de que pretendía que decidiera por ella.
—Supongo que sí —dijo con voz cortada por la aflicción—. Su familia ni siquiera me invitó al funeral, ¿sabe? Ni siquiera tuvieron el decoro de hacer eso, ¿se da cuenta? ¡Hay cada uno! Dijeron que no lo habían hecho porque yo era católica.
Sus ojos reflejaron una terca indignación.
—¡Eso no fue más que una excusa! Sabían perfectamente bien que yo llevaba años sin ir a la iglesia. ¿Qué tenía de malo invitarme a su iglesia para rendirle el último homenaje? A pesar de todo fui, sólo por mortificarlos. Y más aún: después de la ceremonia fui a pie todo el trayecto hasta el cementerio llevando mis flores. Tenía que hacerlo por ella. De modo que, al final, todo salió bien, ¿no le parece?
—Usted hizo lo que debía hacer —dije y mi voz resonó como el eco de la futilidad misma.
—Es lo que yo pensé. Uno se siente mejor cuando sabe que ha hecho lo que debía.
—¡Oh, sí! Así es.
El tren había disminuido la marcha para entrar en Victoria Station. Yo estaba impaciente porque se detuviera. Ella se estaba enfundando en su estúpido impermeable blanco, y se ajustaba su ridículo gorro. La oí murmurar algo acerca de un autobús N.° 52 y la vi abrir un destartalado bolso y extraer un sobre de color pergamino. De repente, obedeciendo a un impulso, tartamudeé:
—No cometa una tontería. El suicidio no es solución.
El tren casi se había detenido.
—Quizá tenga razón —dijo ella—. Pero es difícil seguir adelante.
—Inténtelo.
Asintió con la cabeza. Luego tragó saliva y buscó una vez más que yo reafirmara su esperanza.
—¿La volveré a ver?
—Por supuesto, por supuesto que la verá —dije y extendí la mano hacia el picaporte de la puerta con sensación de alivio. El tren se había detenido.
Recorrimos juntos un breve trecho de la plataforma.
—Me dejó un barómetro, también. Espero tenerlo conmigo. Pero la familia está armando todo un alboroto.
Señalé una entrada lateral y le expliqué que tomaría un taxi porque se me había hecho tarde. No era verdad. No tenía dónde llegar tarde, pero quería volver a la normalidad y alejarme de las tristezas. Sentía que no podría aguantar mucho más. Podría haberla invitado a compartir el automóvil conmigo pero no aguantaba más.
Pero cuando ya nos separábamos, ella me detuvo apoyando una mano cuadrada y rojiza sobre mi brazo.
—La charla con usted me ha ayudado mucho. No es frecuente hallar a alguien que nos comprenda. En estos tiempos todo el mundo es duro. Parecen no ver las cosas hermosas de la vida.
Me sentí avergonzado por su simplicidad y por el recuerdo de mi incapacidad para brindarle un consuelo real. Meneé la cabeza y comencé a murmurar algo; pero ella me interrumpió.
—Ya que me ha ayudado tanto, le daré algo que le ayudará a usted. Espero que le ayude. Lo espero sinceramente. Pero no lo lea hasta que haya llegado a su casa.
Dejó en mis manos el sobre color pergamino que había extraído de su bolso y se alejó. Su figura rechoncha se perdió rápidamente en dirección a la entrada principal de la estación.
He descrito el incidente con bastante detalle, porque a mi juicio —pese al dominio que cierta gente ejercía sobre ella—, su dolor y su luto eran sinceros.
Creo que consideró el pequeño papel que le había tocado desempeñar como algo inocuo; y, en efecto, lo era. Que en un pasado haya cometido acciones menos inocuas es cuestión aparte. Estoy convencido de que en esta oportunidad ella no estaba actuando, porque no tenía sentido llegar a tales extremos.
Al principio pensé que el sobre debía contener extractos de Biblia o algo por el estilo y me lo metí en el bolsillo. Luego tomé unas copas en el Devonshire Arms, cerca de mi apartamento, y me olvidé totalmente del asunto, hasta que comencé a desvestirme.
Cuando abrí el sobre, pude ver que contenía una cuartilla blanca, con unas líneas escritas a máquina, que decían lo siguiente:
«Las investigaciones sobre el pasado de Mrs. Dawson y su muerte en Pompeya, son cosa de la policía italiana y de nadie más. Las indagaciones realizadas por otras personas se considerarán como una intromisión inexcusable. Se espera y se cree que usted ha de valorar este punto de vista, en especial si se tiene en cuenta que proyecta casarse dentro de un mes». No había firma.
Los sentimientos se funden entre sí, se mezclan y se superponen y es difícil desbrozarlos, pasado el momento. Sin embargo, creo poder decir que lo primero que me llamó la atención —aparte de la fastidiosa amenaza—, fue la tremenda pesadez de la fraseología, la notable semejanza con el estilo empleado por abogados y funcionarios públicos.
Luego la volví a leer y advertí el defecto en la «I» mayúscula, que aparecía borrosa en su parte inferior. También noté que la «e» y la «o» eran poco nítidas y estaban empastadas; miré mi máquina de escribir que estaba sobre una mesa junto a la ventana y recordé que desde hacía tiempo necesitaba una limpieza y un ajuste, y que era necesario cambiar el tipo de la letra «I». Y cuando puse el papel contra la luz pude distinguir la marca de agua 64 Mill Bond Extra Fuerte. No era necesario mirar la marca del papel que estaba sobre mi mesa ni los sobres color pergamino que estaban sobre mi bandeja de correspondencia.
Es muy bonito ver estas cosas en el cine o en la televisión, pero cuando le ocurren a uno personalmente se siente la misma sensación que cuando se traspapela algo que acabamos de ver. Uno no sabe si se está volviendo loco, si está soñando o si se ha muerto.
Permanecí inmóvil sintiendo que la cabeza me zumbaba y que el zumbido se mezclaba con los latidos de mi corazón y con un vago y distante sonido de gente que se reía y hablaba en voz muy alta, y con el de un automóvil que arrancaba, lo que indicaba que la taberna próxima había cerrado.
Habrían transcurrido unos dos minutos, cuando oí un débil crujido. Era una tabla del piso del dormitorio que Juliet y yo pensábamos transformar en comedor. La puerta estaba cerrada.
Me dirigí al vestíbulo y recogí la maza africana que me había obsequiado un tío. Para quienes lo ignoren, en estas épocas posimperiales, una maza africana es un garrote rematado por una voluminosa protuberancia, empleado como arma por muchas tribus del África. Les servía para ser arrojada, para asestar golpes en la batalla o para rematar los guerreros heridos, tras la batalla. Sus usos modernos son limitados. Confiere cierta seguridad psicológica, cuando uno debe enfrentarse a una puerta cerrada; pero eso es todo. Abrí la puerta unos pocos centímetros, a tientas busqué la llave de la luz y encendí, luego abrí la puerta de golpe y me sentí muy estúpido.
No había nadie en el apartamento. Nada había sido tocado. Al examinar la puerta de entrada, no encontré rayaduras en torno a la cerradura tipo Yale. Tampoco estaba rayada la pintura de las ventanas.
Me acosté tenso, preocupado y alerta.
Los intentos por disuadirme de intervenir en el caso —tanto los de Italia, como los de Inglaterra— habían parecido hasta el momento incidentes aislados, razonablemente civilizados y explicables por un pretexto u otro.
Lo de esta noche era diferente.
Aun cuando no tenía la menor intención de abandonar mis planes, admito que me estaba poniendo nervioso. Si alguien había entrado una vez en mi apartamento, podía volver a hacerlo.
Recuerdo que me acosté en un estado de ánimo muy intranquilo, pensando en Bardoni, en Miss Brett, Mrs. Gray, esa especie de guerrero tártaro con cara de bollo, en la triste mujer del tren y en el mensaje que ella me había entregado.
Había hablado con Mrs. Gray de obstrucción sin sentido. Existía una obstrucción, eso era cierto, y ya no negativa sino positiva; y esa obstrucción no podía carecer de sentido. Pero lo que estaba detrás era tan poco claro como al principio; tampoco podía entender por qué se habían tomado la molestia de entrar ilegalmente en mi apartamento y usar mi máquina de escribir y mi papel.
Al comienzo pensé que era un intento por alcanzar sus fines a través del melodrama; pero pronto abandoné la idea. Ahora me parecía, más bien, parte de una operación planeada en detalle para vencer mi obstinación. Advertí, por primera vez, que estaba pensando en tercera persona del plural.
Por primera vez, también, el ciudadano corriente había atisbado unos ojos verdes que lo espiaban, y había percibido el rumor de cuerpos felinos y el crujido de unas mandíbulas; ahora tenía conciencia de los peligros de la jungla.
Era desagradable, pero aún no era aterrador.
A la una y media todavía estaba despierto. Me levanté, calenté un poco de leche, le eché un buen chorro de whisky, tomé dos aspirinas y me volví a acostar. A los quince minutos estaba profundamente dormido, cosa que no tenía nada de particular. Por otra parte, ya se sabe que los ciudadanos corrientes duermen por lo general bien.
Decidí presentarme a la comisaría a primera hora del día y me dormí tratando de imaginar lo que diría.
No hacía falta preocuparse. A primera hora del día siguiente fui yo quien recibió una visita.