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Juliet y yo pensábamos casarnos el 16 de octubre y quizá parezca extraño que estuviéramos separados en esos momentos. Pero las razones son simples. Yo estaba en Italia, porque un accidente automovilístico me había dejado bastante maltrecho. No había ninguna lesión permanente, pero un par de semanas de hospitalización —mientras me remendaban y unían mis pedazos— me había dejado pálido y flojo. Entre otras cosas, no dormía bien. Por eso el médico me había recomendado baños de sol, natación y todas esas cosas que fluyen con tanta facilidad de la lengua de los médicos.

Por otra parte, Juliet había viajado a Norteamérica como secretaria de una delegación oficial, para asistir a unas conferencias. Nos habíamos separado, pues, por un mes, en medio de suspiros, lamentos y toda la angustia del caso.

Como consecuencia de un retraso en el programa de conferencias, ella no regresaría antes del 11 de octubre, lo que significaba un puñado de febriles jornadas antes de la boda. Yo, por mi parte, había decidido permanecer en Italia hasta el 2 de octubre.

En los últimos días de mi estancia elaboré mi «asunto» sobre la anciana Mrs. Dawson. Redactaba un miserable párrafo descriptivo, basado en mis notas, y procuraba convencerme a mí mismo de que estaba trabajando. Pero por supuesto, no trabajaba. ¡Qué iba a trabajar! Nadaba y tomaba baños de sol; paseaba por las callejas de la aldea, espiando las chozas ocultas entre viñas y limoneros; tomaba el desayuno tarde, en pijama, sentado en un balcón que daba al mar. No tenía una sola preocupación y sí mucho tiempo para pensar.

Quien no sabe que cuando todo anda bien y no hay ni una nube en el cielo, ha llegado el momento de estar alerta; porque esas condiciones no son normales en esta vida llena de sobresaltos, y por consiguiente no puede durar. Hay mucho jarabe de pico en torno a estas perogrulladas, pero nadie las toma demasiado en serio. En lo que respecta a Juliet y a mí, ambos éramos sanos, solventes y estábamos enamorados. Yo no tenía ningún tipo de premonición morbosa.

Aún no tenía la trama de mi próximo libro, pero sabía que ya llegaría. No me preocupaba. En cierto modo, mi mente estaba en blanco y en ese vacío cayó el «asunto» Lucy Dawson.

Lo que me preocupaba y, sin duda, también preocupaba a la policía italiana era que no la hubieran despojado de lo que llevaba. Todas las explicaciones que yo inventaba tenían algún punto débil.

El hombre había proyectado robarle, pero algo le había interrumpido y le había obligado a alejarse a toda prisa. (Sin embargo, podía haber regresado). O podía haber tenido inhibiciones en lo que se refería a despojar un cadáver, pensando que quizá le trajera mala suerte. (¿Pero, entonces, para qué matarla? Los asesinos no tienen un alma muy sensible, precisamente). Y así eran las demás teorías.

Mientras tanto, la habitación de la muerta seguía clausurada por orden de la policía italiana, mientras durasen los trámites del Consulado Británico para retirar las pertenencias.

Supongo que esa situación era bastante molesta para Bardoni, quien se veía imposibilitado de alquilar el cuarto.

Dos días antes de partir para Londres, tuve lo que —en ese momento, en mi inconsciencia— consideré un golpe de suerte. Regresaba de mi chapuzón de la mañana, envuelto en un albornoz. Eran, aproximadamente, las once y consideré que era el momento de cambiarme y trabajar una hora, antes del aperitivo, impaciente conmigo mismo por haber entrado. Me dirigí a la puerta.

En mi camino pasé junto a una mesita próxima a la ventana. Allí habían quedado varios objetos: una cámara fotográfica, una lata de galletas inglesas, el pasaporte de Mrs. Dawson, un talonario de cheques, uno de esos sobres de imitación cuero que contienen cheques de viajero y un libro sobre Pompeya y Herculano de lujosa encuadernación.

No pude resistir la tentación de recoger el libro. Estaba magníficamente ilustrado con fotografías tomadas por un verdadero artista de la cámara. Al final, antes de las páginas del índice y la bibliografía, asomaba un fino marcador italiano de cuero repujado. Señalaba la página en que aparecía un plano de Pompeya, con todas sus calles y casas. Casi automáticamente busque la casa número 27 en la sección 12. La hallé con bastante facilidad, por la simple razón de que alguien, presumiblemente Mrs. Dawson, había marcado el lugar con una pequeña cruz en lápiz. Pero había hecho más aún: había trazado la ruta con una suave línea de lápiz que partía de la Porta Marina, pasaba por el foro, llegaba a la sección 12 y terminaba en la casa.

Mrs. Dawson sabía muy bien hacia dónde iba.

Había señalado con todo cuidado la ruta hacia su muerte. Era casi seguro, pues, que conocía a la persona con la cual se iba a encontrar, lo que —sin duda— facilitó las cosas a quienquiera que fuese el que le ajustó la chalina; si es que a eso puede llamársele «ajustar la chalina».

Ahora me sorprende comprobar la importancia que yo adjudicaba en esos momentos a semejantes tonterías y lo astuto que me consideraba.

La noche antes de partir para Londres me dirigí a la mesa de recepción y solicité mi cuenta. El empleado de guardia era Alfredo, un siciliano, de piel olivácea, agradable y de modales afables. Supongo que era un muchacho de buena familia que estaba adquiriendo experiencia en el ramo de hostelería, para lo cual actuaba en los diversos departamentos. Todas las facturas de hoteles italianos, calculadas en liras, parecían distancias a estrellas remotas, calculadas a años luz. Bromeé con él acerca de los impuestos federales, los impuestos fiscales y el laudo, y añadí un comentario jocoso de bastante mal gusto, del que me arrepentí al instante:

—Espero que, para suerte del signor Bardoni, la pobre Mrs. Dawson haya saldado su cuenta.

—No sabría decirle —respondió Alfredo—. Mrs. Dawson siempre arreglaba sus cuentas directamente con el signor Bardoni. Una excentricidad suya. Quizá no confiara mucho en nuestras matemáticas —añadió con cierta acritud.

—Las inglesas de cierta edad suelen tener esas costumbres extrañas —comenté para aplacar su ánimo.

Contemplé la cuenta con su total astronómico. Los detalles no me decían nada. Nunca los he entendido; sobre todo esos pequeños extras que se suman a la cuenta, escritos en indescifrables jeroglíficos, y que incluyen vinos, bebidas de bar, soda, lavadero, autos de alquiler, servicio en la habitación, etc. En su mayoría pertenecen a un remoto pasado y son imposibles de controlar.

Recorrí la lista de extras, como deslumbrado, pero no pensaba en eso. Estaba enfrentándome por fin al hecho de que deseaba reconstruir la personalidad de Mrs. Dawson. Quería saber más acerca de ella.

Ella se había convertido en mi víctima favorita. Una víctima que había sido asesinada y no despojada; ni de joyas, ni de su dinero, ni de su virtud.

—¿Puede darme su dirección en Inglaterra? —pregunté repentinamente.

La mente de Alfredo estaba en otra cosa.

—¿La dirección de quién, señor?

—La de Mrs. Dawson.

El signor Bardoni tenía un andar silencioso. Yo no sabía que estaba a mis espaldas.

—Yo le puedo dar esa dirección, Mr. Compton, si viene a mi oficina —dijo.

Lo seguí al pequeño despacho de pisos embaldosados, con su mesa, sus sillas y ficheros de líneas modernas.

—Tome asiento, Mr. Compton.

Me senté y le ofrecí un cigarrillo, pero lo rechazó. No necesitó consultar sus ficheros. Sabía la dirección de memoria.

—En Inglaterra, Mrs. Dawson vivía en el hotel El Retiro en Burlington-on-Sea, Sussex. Si usted me lo hubiera preguntado yo se lo habría dicho. No hacía falta entrar en la habitación de la muerta para buscar ese dato, Mr. Compton.

La silla en que se había sentado, tras el escritorio, era más alta que la mía y eso puede resultar muy mortificante cuando uno sabe que está pisando en falso. Bardoni encendió un cigarro y lo chupó con fuerza. A través del humo azul pude verle los ojos que observaban mi rostro, desde sus cuencas de madera.

Por primera vez, desde que se iniciara este asunto, advertí una ráfaga de hostilidad. Era una dosis mayor de la que puede emanar la suave reprimenda que le endilga el propietario de un hotel a uno de sus huéspedes por su mal comportamiento. Soy muy sensible, no sólo a la atmósfera, sino a los matices de la atmósfera.

—No buscaba la dirección, señor Bardoni. Entré… Bardoni interrumpió mis explicaciones.

—Podría haber sido muy violento para mí… y para usted, si la policía se hubiera enterado.

—Pasaba por allí y vi la puerta entreabierta.

—Muchos huéspedes dejan la puerta entreabierta, Mr. Compton. Por lo general no se considera como una invitación para revisar las habitaciones. El reproche era abierto y sin atenuantes.

—Este huésped está permanentemente ausente de su habitación —repliqué con frialdad.

—Mr. Compton, las pertenencias de la señora están aún bajo mi custodia. Soy responsable de ellas. Me puse de pie.

—No estoy dándole a entender nada especial, Mr. Compton. Salvo, por supuesto, que no debe intervenir en cuestiones en las que ya ha tomado cartas la policía del país. No debe hacerlo ni ahora ni en lo sucesivo; su intervención podría acarrear dificultades y hasta sufrimientos a personas inocentes.

Se había puesto de pie él también y avanzaba hacia la puerta para abrírmela.

—La gente de carne y hueso es gente de carne y hueso, y los personajes de novelas son personajes de novelas. Es mejor y más fácil mantenerlos separados, ¿no le parece? Repentinamente, el tono de su voz había descendido y ahora sus palabras eran suaves y persuasivas, y nadie maneja con más maestría estos tonos que un italiano.

—Más vale que deje a esa pobre anciana inglesa que descanse en paz. Su vida concluyó, Mr. Compton. Terminó con todos sus sufrimientos y tribulaciones. Su alma ya no está entre nosotros y su cuerpo duerme en nuestro suelo italiano que ella tanto amó. No aproveche su espectro para crear personajes de ficción. ¿De acuerdo?

Por supuesto me estaba dorando la píldora. Vacilé. Pero él no se dio por satisfecho y al abrir la puerta añadió:

—¡Déjela en paz, Mr. Compton, déjela en paz! Si no es por ella; hágalo por usted. Porque a veces los muertos pueden devolver el golpe.

Fue la torpe amenaza contenida en esa frase cursi lo que destruyó el efecto de sus anteriores palabras. Al salir, dije:

—Mientras estuvo con vida, sus asuntos sólo le pertenecían a ella; pero ahora la naturaleza de su muerte la ha convertido, hasta cierto punto, en preocupación y hasta en propiedad común.

Como contrarréplica era bastante cursi, también; con todo, como improvisación estaba bastante bien redondeada.

Pero, como Bardoni, no me di por satisfecho. La tentación era grande y tuve que asestarle otro golpe.

—Ayer le llevé unas flores a su tumba. Por lo visto la corona del personal y huéspedes del hotel se había marchitado y la habían quitado, porque ya no estaba allí.

Bardoni estaba de pie junto a la puerta. La suave expresión persuasiva había desaparecido de su rostro, que ahora parecía tallado en madera, como antes las cuencas de sus ojos.

—¿No ha quedado ni una de nuestras flores sobre su tumba? —preguntó—. ¡Es lamentable! ¡Lástima ese calor atroz!

—Había una encargada desde Inglaterra, por una gente llamada los Stepping Stones —murmuré con aire indiferente—. Y ahora, a pagar su cuenta.

Bardoni hizo una pequeña reverencia. Le di las buenas noches. Él no me respondió. No me importó. No me gustaba ese hombre, de modo que su resentimiento no me afectaba. Lo cierto era que ahora le detestaba cordialmente por la forma en que me había reprendido por el asunto de la habitación. Por un pelo no había tenido una agarrada de todos los diablos con él.

De estar alerta, podría haber advertido el primer tenue rumor entre los arbustos, y hasta habría sorprendido el primer relampagueo de unos ojos verdosos. Pero yo no prestaba atención. Atribuí su intento de disuasión a alguna idea vaga sobre la publicidad desfavorable para su hotel. Si algún efecto produjeron sus palabras, fue el de afirmar mi decisión de descubrir más detalles acerca de la mujer y hasta de escribir, lo antes posible, un artículo o dos que desacreditaran su hotel, sin llegar a asumir carácter de libelo.

De modo que el incauto ciudadano apresuró el paso —el pobre ignorante, desprevenido— y a los pocos días de mi regreso a Inglaterra, viajé a Burlington, Sussex.

El hotel El Retiro de Burlington-on-Sea no tiene nada de particular. Se levanta, como se ha levantado por espacio de ochenta años, sobre la estrecha costa, enfrentando con su faz sombría el Canal de la Mancha. A izquierda y derecha, otros edificios grises chorreaban bajo la lluvia cuando yo llegué. Algunos de ellos eran pequeños y no aspiraban al título de hoteles. Todos, con una o dos excepciones, proporcionaban cama y alimento de cierto tipo a quienes quisieran fijar su residencia transitoria o definitiva en Burlington. Era sorprendente el número de personas que lo hacían. Algunos llegaban a pasar sus vacaciones, porque había una estrecha franja de arena para los niños —por lo menos con marea baja— y un corto espigón, unos cuantos cines y dos salones de baile.

Otros, gente anciana, vivían en hoteles y pensiones por el período del año que se les permitiera. Algunos de ellos adulaban a los dueños y creían gozar de su favor. En realidad era así, hasta cierto punto; sobre todo en invierno, puesto que su pensión costeaba el establecimiento. De no ser por los residentes permanentes —como se les llamaba cordialmente— los propietarios habrían tenido que cerrar todos los otoños y contratar nuevo personal todas las primaveras, cosa que representa un nada despreciable problema.

Pero con la llegada de la primavera, el afecto de los propietarios por sus residentes permanentes sufría una considerable baja. Muchos de los residentes no podían pagar los elevados precios que se cobraban por sus habitaciones en temporada; a la mayoría no se les permitía continuar ocupándolas, aunque estuvieran en situación de pagar.

Los residentes ancianos sólo rinden mientras viven y no viven eternamente. ¿Y cómo pueden adquirir nombre un hotel si sus habitaciones están ocupadas por ancianos durante toda la temporada veraniega? ¿De dónde saldría la sangre nueva, en especial la sangre de veraneantes?

Según pude enterarme, éstos eran los argumentos de Miss Constante Brett, quien regentaba el hotel El Retiro como un potentado oriental y —según se decía— con una flexibilidad no mucho mayor que la de una vieja funda de bayoneta.

De modo que todos los años, por Pascua o por Pentecostés, se producía un éxodo desde Burlington. La caravana de los que partían estaba constituida por ancianos, enfermos, inválidos e insolventes; y en todo el país los parientes preparaban habitaciones libres, y los propietarios de abandonadas pensiones del interior ventilaban un poco las húmedas camas en espera de los refugiados de Burlington.

En el otoño, se permitía a los residentes regresar a sus hoteles y hasta ocupar sus antiguas habitaciones. A cambio del privilegio de pagar en dinero contante y sonante, podían olvidar sus preocupaciones del verano. Se les había acogido nuevamente.

Los cuartos, las vistas y los rostros familiares hacían pensar en que aquello era el hogar. Los ancianos estaban agradecidos y solían decirlo, cosa que nunca hacían los propietarios; porque es mala política la de franquearse demasiado con razas inferiores como la de los residentes permanentes.

Por la piedra gris con que había sido construido y por sus líneas arquitectónicas, El Retiro debe de haber sido un edificio de aspecto triste desde el momento en que el primer cliente Victoriano cruzó sus umbrales. Daba la impresión de ser un hotel que nunca quiso estar allí. En ese sentido era engañoso como algunos miembros de su personal y algunos de sus residentes. Porque a diferencia de sus vecinos, que eran simples casas de familia trasformadas, El Retiro había sido edificado como hotel desde el comienzo. También había nacido con ese destino el George Hotel, que se levantaba un trecho más allá sobre la costanera, y el hotel Los Acantilados situado en el centro de la ciudad; pero ésos eran gigantes, con bares americanos y orquesta. Eran establecimientos de una categoría completamente distinta.

Con todo, El Retiro tenía clase, a su manera. Su fachada estaba un poco apartada de la acera y tenía dos breves caminos para automóviles; sobre uno podía leerse la palabra Entrada, sobre el otro se leía Salida.

Pasando la puerta ornada con tachones, se veía a la derecha una mesa de recepción en donde una mujer entrecana y respetable, llamada Miss Banks, parecía escudriñar libros comerciales desde las ocho hasta las dieciocho, con una hora libre para almorzar. En un marco, que colgaba de la pared, detrás de Miss Banks, había un bordado que sorprendía a quienes llegaban por primera vez y sólo habían visto el exterior del hotel:

«Las cosas más bellas son placer eterno;

su encanto se acrecienta en la nada

nunca han de disolverse y serán siempre

nuestro manso retiro y sueño pleno

de dulzura, salud, sereno aliento.

John Keats»

A la izquierda del vestíbulo de la entrada estaba el pupitre del conserje, con horarios de ferrocarril y folletos, y tras el taburete un casillero para cartas y llaves.

El hotel estaba totalmente alfombrado y amueblado con confort. La mayoría de las habitaciones tenían calefacción central. Hasta la comida era razonable. Por consiguiente, a pesar de su exterior melancólico, podía decirse que era un lugar acogedor. Miss Brett, quien lo había administrado por espacio de diecinueve años, conocía su oficio. La mayoría de los residentes —aunque no todos— podían conservar su lugar durante el verano si estaban en situación de pagar los precios de temporada y ella se encargaba de que sus criaturas gozaran del máximo confort. En primer lugar los mantenía abrigados, demasiado abrigados para un visitante accidental como yo. Mi madre vive en un hotel completamente diferente, cerca de Brighton. Es un lugar amable y alegre, tanto por fuera como por dentro, con luz natural que entra a raudales por las grandes ventanas. También allí el calor me pareció casi agobiante. Pero la gente anciana es friolenta.

La comida se toma muy en serio en esos hoteles, y, aunque muy pocos de los residentes hacen ejercicio, la mayoría consume cuatro comidas diarias y guarda una lata de galletitas junto a su cama, para echarse algo al estómago hasta el anochecer. Durante las dos noches y tres días que pasé en El Retiro, me enteré de que el único error grave que había cometido Miss Brett en sus primeros tiempos había sido el de tratar de economizar en la comida. Las quejas casi le habían costado el puesto.

El hotel El Retiro, con sus habitaciones recalentadas y su sombrío exterior, no era sólo un hogar para muchos. Era una especie de club, en donde cada miembro trataba a los demás con cortesía y dignidad; en donde cada uno se había asegurado un casillero de mayor o menor importancia.

Era fácil caer en la tentación de tratar a aquella pequeña comunidad con aire protector, pero me esforcé por evitarlo. El club era un refugio contra la soledad y la desesperación, para una generación que se extinguía, mal preparada para las condiciones de la vida moderna.

Era un pequeño mundo aislado donde había aguas mansas, en donde las velas se ajustaban con facilidad a cualquier brisa ligera que pudiera soplar de tiempo en tiempo. Los truenos sólo llegaban desde la distancia, desde el tumultuoso, pujante y moderno hinterland, y los relámpagos eran trémulas e inofensivas luces de una tormenta de verano.

El Retiro no estaba equipado para soportar el rayo asesino.

Llegué a tiempo para el almuerzo y solicité una entrevista con Miss Constante Brett para después de comer.

Era una mujer maciza de unos cincuenta años, con pelo de un gris acerado, cortado según una moda de años atrás. Tenía cutis grueso, rostro cuadrangular y ojos de un celeste pálido. Vestía una blusa parda, un chaleco gris oscuro, una falda gris más clara, gruesas medias beige y zapatos de tacones bajos. Del cuello le pendía una sarta de perlas artificiales, grandes, rosadas y baratas.

El gran cenicero cuadrado que se veía sobre el escritorio, junto a la ventana, estaba casi colmado de colillas. La clasifiqué como una de esas mujeres que nunca han sido amadas por un hombre. El hotel era su imperio. Su sala de estar, que era a la vez oficina, y el dormitorio —que se alcanzaba a ver a través de una puerta entreabierta— constituían su hogar. El respeto del personal y la adulación de los residentes eran sustitutos del afecto.

Le expuse mis motivos y, como remate, añadí que en mi opinión el caso no tenía probabilidades de ser resuelto y que pensaba registrarlo, en interés de la criminología; quizá tratara el asunto en un libro dedicado a asesinatos no aclarados, y adoptara el título de Asesinato en Pompeya.

—Conocí muy superficialmente a Mrs. Dawson; pero ella me dijo lo feliz que se sentía en El Retiro —dije en un esfuerzo por ablandarla.

—Esto es muy irregular, ¿sabe? —comentó Miss Brett en forma abrupta.

—Ella ha muerto, Miss Brett. Tengo entendido que no tenía parientes vivos. ¿Quién habría de oponerse?

La mujer no respondió en seguida. Por fin dijo:

—Ya he contestado a bastantes preguntas de la policía. Estoy deprimida y cansada de este asunto.

—Lo comprendo muy bien. El signor Bardoni, el administrador del hotel de Sorrento también se sentía así. Al confirmarme esta dirección me aseguró que usted haría todo lo posible por ayudarme —mentí.

—¿Ah, sí?

Ella me miraba con sus pálidos ojos sin emoción. Advertí un ligero rubor en la parte inferior de su cuello, que luego fue ascendiendo rápidamente.

—¿Le conoce? —pregunté.

—No. No lo conozco. Le vi una vez, pero no le conozco. Hace unos años, Mrs. Dawson reservó una habitación en su hotel tras una enfermedad; por lo visto él le escribió comunicándole que vendría a Inglaterra y regresaría más o menos en la misma época en que ella pensaba viajar a Italia; de modo que la pasaría a buscar, para acompañarla en el viaje. Así lo hizo. Mi encuentro con él fue muy breve.

—Fue un gesto muy amable.

—Así es.

En su voz no había entusiasmo.

—Usted no es un detective privado, ¿no? —preguntó.

—¿Detective privado? ¡No, por Dios! ¿Por qué se le ocurre eso? ¿Quién podría haberme contratado y para qué?

—Se me ocurrió, nada más.

—¿Por qué había de ser un detective privado? —insistí.

Miss Brett apretó su cigarrillo contra el cenicero cuadrado y miró las aguas grises del Canal de la Mancha a través de la ventana.

Era un mujer fea y sin interés, y era difícil conversar con ella. Sentí una abrumadora lástima por ella al verla así encasillada y protegida por su impenetrable falta de atractivo. No podía entender por qué se había ruborizado ante la mención del nombre de Bardoni; pero no me cupo la menor duda de que nadie, y menos aún un italiano de mundo, podía haber tenido un flirt con ella. No respondió a mi pregunta en forma directa.

—De modo que usted es sólo un escritor… Y bien, ¿qué desea saber?

Antes de que yo pudiera formular una pregunta añadió:

—Mrs. Dawson era una mujer notable.

—De eso estoy convencido. ¿Cuánto tiempo vivió aquí?

—Unos diecisiete años.

—Quizá usted pueda hablarme del medio del cual provenía.

—Yo no estoy para investigar el medio del cual provienen los residentes.

Me puse de pie y caminé hacia la ventana. Observé la costa a la espera de que mi irritación se fuera extinguiendo. No iba a ir muy lejos con este ejemplar.

—¿Qué fue de su marido? —pregunté con indiferencia.

—Murió hace muchos años. Sé que hubo alguna tragedia.

—¿Qué clase de tragedia?

—No tengo la menor idea. No tengo por qué andar removiendo las tragedias personales.

—¿Tenía algún familiar con vida?

—No creo.

—¿Tenía amigos íntimos en el hotel?

Vaciló; habrá pensado, sin duda, que de todos modos yo podría averiguar ese dato, porque dijo:

—Bueno, estaba Mrs. Gray, que llegó aquí más o menos en la misma época. Y Mrs. Dacey, supongo. Ella también lleva muchos años aquí; aunque siempre se mantiene un poco apartada.

—¿Tenía algún hobby o alguna excentricidad?

—Que yo sepa, no.

—¿Hay algún dato interesante sobre ella que usted me pueda proporcionar?

—Ninguno.

Hice una pausa.

—¿Por qué considera usted, entonces, que era una mujer notable, Miss Brett?

Le miré fijamente mientras le hablaba y advertí que el rubor coloreaba de nuevo su garganta y le subía al rostro.

—Porque lo era. Era más activa que la mayoría de nuestras residentes de más edad.

—¿Eso es todo?

—Sí. Eso es todo.

Le di las gracias. Me había encaminado hacia la puerta cuando ella volvió a hablar.

—¿Por qué remover el pasado, Mr. Compton? Se había puesto de pie y estaba junto a su escritorio, maciza, fea y, en cierto modo, desafiante. Una vez más sentí que me recorría una oleada de piedad, como suele ocurrimos con la gente que no despierta afecto ni interés. No es que uno esté dispuesto a amarlos, ni siquiera a verlos con placer. El día sólo tiene veinticuatro horas. Uno no puede cargar con todos ellos.

—¿A quién puede beneficiar?, ¿no?

—¿A quién puede perjudicar? —pregunté yo a mi vez.

Ella avanzó con pasos pesados hacia la ventana. No era particularmente viril, pero carecía de atractivos femeninos. Era una masa con vida, mecanizada en las tareas del hotel.

—Sondear el pasado… ¿a quién puede beneficiar? —repitió con aire desolado, sin volver la vista.

—¿Y perjudicar? —insistí—. No comprendo… ¿qué daño puedo causar?

El paso de la actitud hostil a algo semejante a una súplica me había tomado desprevenido.

—Supongo que ninguno —murmuró Miss Brett, mientras extraía un pañuelo del bolsillo de su chaleco.

Con una mujer de su tipo es difícil saber si ese gesto responde a alergia, a un resfriado o a las lágrimas.

Al cerrar la puerta tras de mí no pude dejar de pensar en las palabras del signor Bardoni: «¡Déjela en paz, Mr. Compton, déjela en paz!». En su caso, esas palabras habían ido acompañadas de un comentario acerca de los muertos que devuelven el golpe; una estruendosa llamada a la superstición. La balbuceante súplica de Constance Brett iba dirigida al corazón.

Ambos perseguían el mismo fin.

Lo que sigue es una breve transcripción de mi entrevista con Mrs. (Caroline) Gray, tal cual la tomé por escrito en la noche del 8 de octubre:

Entrevista a Mrs. (Caroline) Gray, esta tarde, en un banco del jardín del hotel. Calor y sol, tras una mañana de lluvia. Dalias, unas altas y otras enanas, proporcionan agradable nota de color.

Mrs. Gray es una regordeta que debe andar cerca de los setenta. Rostro redondo y mofletudo, muy empolvado, con aspecto de bollo. Pequeños ojos pardos, casi enterrados entre los mofletes. Ranura por boca. Lápiz labial. A veces parece chupar un caramelo imaginario. Extraño hábito de repetir parte de las frases.

Yo: La administradora me dice que usted era su más íntima amiga en el hotel.

Mrs. G.: Lo era, en efecto, lo era. Ha sido un golpe para mí; un gran golpe. Era una mujer notable. Digo que era una mujer notable.

Yo: ¿Por qué era notable?

Mrs. G.: Porque lo era. Todo el mundo estaba de acuerdo en que lo era. ¿Qué escribe usted en ese cuaderno?

Yo: Algunas notas taquigráficas.

Mrs. G.: ¿Por qué?

Yo: Tengo mala memoria.

Mrs. G.: Los caminos del Señor son extraños.

Yo: ¿Cómo dice?

Mrs. G.: Su padre perdió mucho dinero por culpa de un estafador. Su esposo estaba en el ejército. Lo mataron unos años después de su matrimonio.

Yo: ¿En qué guerra?

Mrs. G.: En ninguna guerra. Lo mató un ladrón. Digo que lo mató un ladrón.

Yo: ¿Un ladrón?

Mrs. G.: Interrumpió a un ladrón en su tarea y lo mataron. Y ahora esta espantosa tragedia. Son extraños los caminos del Señor. Hay familias que parecen atraer la desgracia. Digo que parecen atraer la desgracia algunas familias.

Yo: A veces parece que así es. ¿Quiénes eran los Stepping Stones?

Mrs. G.: ¿Qué Stepping Stones?

Yo: Bueno, no sé. Por eso se lo pregunto.

Mrs. G.: No quiero seguir hablando con usted, si se va a poner grosero.

(Nota: Realmente fue una observación grosera. Pero había comenzado a irritarme. Era vacilante y nerviosa, sus ojitos se clavaban en mi rostro para leer la impresión que me causaba. Su voz tenía un timbre de directora de escuela o de celadora de cárcel. Algunas de estas ancianas de aspecto apacible y rostro de bollo pueden ser verdaderos tártaros).

Yo: Le pido disculpas; no fue mi intención ser grosero.

Mrs. G.: Está bien. Cualquiera puede ser mal interpretado. Digo que cualquiera puede ser mal interpretado.

Yo: Así es.

(Nota: Largo silencio. Decido probar otra vez).

—Sobre este asunto de los Stepping Stones, Mrs. Gray. Usted era su mejor amiga, sin duda usted…

Mrs. G.: Yo no he dicho que fuera su mejor amiga. Yo era su mejor amiga en el hotel. Ésa es otra cosa, ¿no le parece?

Yo: Bueno, ¿sabe usted de alguna otra amiga íntima, fuera del hotel?

Mrs. G.: No. No sé nada.

Yo: ¿Tenía su amiga, Mrs. Dawson, hábitos excéntricos?

Mrs. G.: ¡No, por supuesto que no! Era una mujer perfectamente normal. Perfectamente normal.

Yo: Usted dijo que era una mujer notable. De modo que era normal, pero notable. ¿Es así?

(Nota: Ella chupaba muy nerviosa su caramelo imaginario).

Mrs. G.: ¿Por qué está tratando de ponerme trampas? Parece abogado o detective o algo así.

Yo: Eso es lo que soy… un detective o algo así, como usted dice. Soy escritor. Quiero escribir una crónica del caso. Necesito saber algo acerca de ella. No puedo limitarme a escribir: «Mrs. Dawson fue asesinada en Pompeya el 11 de setiembre y la policía italiana no ha hecho hasta ahora progresos visibles». Es probable que los Stepping Stones, sean quienes sean, la hayan conocido bien. Enviaron una corona, entre paréntesis la única… «En recuerdo de tiempos felices», decía.

Mrs. G.: Bueno, yo no puedo ayudarle más. Tengo que entrar. Digo que ahora tengo que entrar.

Yo: Ya me ha ayudado, gracias. Me ha dicho que sufrió dos golpes de mano criminal. Ahora ha sufrido un tercer golpe. Es una historia notable.

Mrs. G.: De nada sirve revivir la tragedia. ¿Por qué no deja descansar en paz a esa pobre Mrs. Dawson? Digo que por qué…

Yo: Ya sé lo que ha dicho. Dos personas me han dicho ya lo mismo.

Mrs. G.: ¿Entonces por qué no tiene la decencia de hacerles caso, Mr. Compton?

Yo: No estoy seguro de que ella descanse en paz. Por otra parte, tengo la impresión de que me están poniendo obstáculos deliberadamente. No sé por qué. No puedo describirla, pero la siento. Soy un periodista con experiencia y la obstrucción sin sentido me vuelve obstinado. Voy a hacer un exhaustivo estudio de ella y de su vida pasada, de sus tragedias y de su propio y terrible fin.

(Nota: Pensé, erróneamente, que no perdía nada al expresarme con libertad; tampoco tenía escrúpulos de ninguna clase. La voz dura e insultante que brotó del pálido rostro de bollo me hizo advertir que aquella gordinflona no merecía más cortesía de la que ella me brindaba, y que era poco o nada).

Mrs. G.: Ahora tengo que entrar y descansar una hora antes de la comida, Mr. Compton, puesto que usted ya ha tomado su decisión.

Yo: Dos cosas antes de que se retire. ¿Mostraba interés en algo especial? ¿En qué empleaba su tiempo?

Mrs. G.: Empleaba su tiempo como la mayoría de nosotros… paseando, charlando, viendo televisión y leyendo.

Yo: ¿Tenía muchos amigos fuera del hotel?

Mrs. G.: Prácticamente ninguno. Probablemente ninguno.

Se levantó y cruzó la extensión de césped rumbo a la entrada lateral del hotel. Su andar era lento y solemne. Tobillos gruesos. Piernas algo combadas.

La enfermedad es uno de los riesgos de operación cuando se recogen datos en este tipo de hoteles. Tuve que esperar dos días hasta que el desarreglo de estómago que aquejaba a Mrs. (Mary) Dacey, le permitió dejar su habitación. Era un anciana elegante y coqueta. Debía de tener unos ochenta años, a juzgar por la textura de su piel; pero era esbelta y estaba muy bien vestida, con su sencillo vestido negro, el sobrio cinturón de charol y sus elegantes zapatos, que parecían ser de fabricación italiana. Tenía el pelo teñido de rubio, pero aun eso, aun siendo estrepitosamente artificial, parecía más decorativo que incongruente.

Era viuda de un diplomático de segunda categoría y en el transcurso de nuestra conversación me confesó con toda franqueza que pasaba el tiempo leyendo biografías y obras históricas, jugando solitarios y esperando la muerte. Era fríamente filosófica.

Fue un placer conversar con ella y, en cierto modo, la espera valió la pena. Siempre es agradable conocer a alguien resuelto a mantenerse elegante, inteligente e imperturbable hasta el final de la ruta. Esta gente piensa que ya carece de utilidad en este mundo y no es así. Han dejado de ser dirigentes, ya no labran el suelo, pero nutren a quienes están a su alcance y, por lo tanto, mientras su espíritu se mantenga firme, su vida es útil.

En todos los demás aspectos, salvo uno, Mrs. Dacey fue una decepción. Pudo añadir muy poco a la imagen de Mrs. Dawson que yo procuraba visualizar. Pero me proporcionó cuatro fragmentos de información que yo anoté para su posible uso.

Primero: dijo que —como en Italia— Mrs. Dawson pagaba su cuenta de hotel a la administradora. Ni Miss Brett ni Miss Gray habían mencionado esa excentricidad.

Segundo: dijo que Mrs. Dawson siempre pasaba sus vacaciones fuera. No siempre viajaba a Italia; en algunas ocasiones había visitado Francia, Suiza, Holanda o algún otro país.

Tercero: su vida, aunque sin objetivos, como la había descrito Mrs. Gray, no estaba del todo vacía, puesto que se interesaba por la Caja Internacional de Viudas y Huérfanos de Marinos. Con ese motivo escribía y recibía una cuantiosa correspondencia, y realizaba viajes ocasionales a Londres. Estaba enterada de eso porque Mrs. Dawson misma se lo había dicho, aunque con cierta renuencia. No quería que sus actividades caritativas se difundieran.

Cuarto: la amistad de Mrs. Dawson con Mrs. Gray era de naturaleza tal, que Mrs. Gray podía calificarse más bien como una devota esclava. Ayudaba a Mrs. Dawson a desvestirse por la noche y a vestirse por la mañana, le cepillaba el pelo, le hacía las maletas cuando partía de vacaciones, las deshacía cuando regresaba y estaba alerta a sus más mínimos deseos.

Este último punto me pareció extraordinario. Me fascinó más que todo cuanto había oído hasta el momento.

Caroline Gray era una vieja desagradable, física y mentalmente ruda, poco sentimental, irreductible y autosuficiente.

Si Mrs. Gray era como era y Lucy Dawson había sido capaz de dominarla, ¿cómo era Lucy Dawson bajo su amable y frágil apariencia?

No pude hallar respuesta a esa pregunta mientras estuve en el hotel El Retiro.