1

Vivimos en una era peligrosa, y no sólo por la bomba de hidrógeno y los impuestos elevados.

El hombre siempre ha estado acechado por terrores tales como las pestes medievales, las invasiones mogólicas, las persecuciones raciales o la rapacidad individual. De paso podría añadir que al atribuir las olas de delincuencia juvenil a la incertidumbre de los tiempos es una bonita manera de sacudirse responsabilidades; sin duda, la más hábil desde que el insignificante acto de reconocimiento de Judas Iscariote apartó la atención de la política de fuerza de su época.

Como el pasado, el ciudadano corriente de hoy debe mantenerse muy alerta si no quiere sucumbir, víctima de los riesgos que reconoce a diario o de otros peligros que caen sobre él inesperadamente. Es posible que haya tenido una noción muy vaga de esos peligros hasta que, sorprendido y con la guardia baja, se ve obligado a hacer lo que puede por defenderse.

Y lo que puede suele ser más que insuficiente en muchas ocasiones.

El mundo continúa siendo una jungla, aun cuando las instalaciones humanas sean más grandes y los caminos que las unen suelan estar bien construidos y tengan una falsa apariencia de seguridad.

Por lo común, el ciudadano corriente puede cumplir sin peligro sus actividades legales de día y de noche. Sin embargo, de tiempo en tiempo, cuando se abra paso por los senderos más difíciles, puede que sorprenda unos ojos que lo observan desde los arbustos, a ambos lados del camino, o que advierta movimientos cautelosos y el ruido de unas fauces que se abren.

Si es optimista, se encogerá de hombros y les prestará poca atención. Ésa fue mi primera reacción.

Pero ahora digo esto: los peligros varían en cierta medida, pero los animales de presa siempre existen. Quizá sean un poco más sutiles que en otros tiempos; pero, en el fondo, no mucho… en el fondo, no mucho… Y siempre están dispuestos a hacer el mismo uso cruento de sus dientes y sus garras.

No es necesario que se tomen en cuenta mis palabras.

En cierto modo, es mejor ser optimista. Es mejor confiar, como en todos los tiempos se ha visto obligado a confiar el ciudadano común, mal equipado para la defensa. De lo contrario la vida se haría intolerable. Y si, de vez en cuando, un zarpazo tira por tierra a un hombre común, ¿qué importa eso?

¡Somos tantos los que quedamos!

La primera parte de esta historia es simple, como suelen ser estos asuntos. Soy autor de novelas policíacas, lo que significa que los personajes de mis obras son, en su mayor parte, ficticios; aunque en ocasiones la víctima tiene cierta semejanza con alguien que yo detesto. ¿Y por qué no había de ser así? Cada oficio tiene sus ventajas. El asesinar imaginariamente a la persona a la cual uno más aversión tiene, compensa en parte el resto de la labor.

Pero yo no conocía, en realidad, a Lucy Dawson y, por cierto, no la detestaba.

Sin embargo ahí estaba, una víctima servida en bandeja de plata; porque, aunque no había hablado nunca con ella, la había visto varias veces.

Era una mujer alta y delgada, de unos setenta años, nariz alta, sonrisa amable y una voz suave y educada. Me imagino que en Inglaterra vestía casi siempre de negro; pero como deferencia al calor de septiembre, en el sur de Nápoles usaba vestidos grises o de un celeste pálido.

La recuerdo más que nada de gris, sentada sola a su mesa, comiendo sola bajo los árboles del comedor al aire libre. Durante los meses de calor, el personal del hotel servía las comidas en aquel lugar, por donde —de vez en cuando— se veía correr lagartijas entre las mesas y desde donde se divisaban las luces de Nápoles, que titilaban al otro lado de la bahía.

Recuerdo vagamente el centelleo de los anillos de brillantes en sus dedos, y, con más precisión, la magnífica joya de amatistas y diamantes que pendía de su cuello, sujeta con una cadena de oro. La usaba noche y día, y recuerdo haber pensado que era un poco excesiva para el día y que, sin duda, la anciana se resistía a dejarla en su habitación.

Al margen de las fórmulas de rigor, que ella cumplía con la máxima cortesía, rara vez se la veía hablar con alguien; aunque me consta que, por lo menos, dos matrimonios trataron de entablar conversación con ella por razones de caridad social.

Los cuatro días en los que coincidimos en el hotel, los pasó leyendo diarios que se hacía enviar desde Inglaterra, o libros o caminando por la costanera, apoyada en un bastón castaño de oro y marfil. Más tarde me enteré de que, a veces, emprendía excursiones más largas en un automóvil de alquiler.

Luego dejé por una semana mi hotel próximo a Sorrento, para visitar Paestum, Cumas y otras ruinas romanas. Perseguía la rebuscada idea de situar un asesinato en Cumas, en la oscura caverna subterránea donde se supone que la sibila consultaba sus libros proféticos, o en el santuario de uno de los templos griegos de Paestum, o en la Villa de los Misterios de Pompeya o algún disparate por el estilo.

Mientras tanto, en mi ausencia, el asesinato se habla cometido casi en los umbrales de mi puerta, o por lo menos a unos pocos kilómetros: en Pompeya.

Recuerdo haber pensado que —de no haber conocido tan bien Pompeya en visitas anteriores— podría haber estado vagando por aquellas magníficas ruinas el día de su muerte.

Cuando regresé a mi hotel de Sorrento, gran parte de la excitación se había aplacado. La policía se había presentado y se había ido. La habitación que por un período había estado sellada, ahora sólo estaba cerrada con llave, a la espera de que alguien se hiciera cargo de las pertenencias de la muerta. Los huéspedes y el personal del hotel habían dejado de comentar en voz baja la tragedia. La gente nadaba y tomaba sol, y observaba a los pálidos recién llegados que se untaban con lociones bronceadoras. Las sombrillas de la playa parecían tan alegres como siempre. El barco recogía todas las mañanas a los excursionistas dispuestos a pasar el día en Capri, y el Vesubio dormitaba brumoso en la lejanía aparentemente satisfecho de los estragos que había causado en el año 79 de nuestra era.

La amable y solitaria Mrs. Dawson —fotografiada, disecada y limpiada— yacía ahora en el cementerio protestante de Nápoles; era como si la elegante anciana nunca hubiera parado en el hotel.

Naturalmente, ya había leído la noticia del crimen en los diarios italianos y estaba tan confundido como la policía de la península.

Sus anillos de brillantes y el valioso pendiente de amatistas no habían sido robados. Las liras italianas, por valor de unas siete libras, que guardaba en el bolso no habían desaparecido. El crimen sexual quedaba descartado por completo.

La habían estrangulado con una chalina de seda italiana, tras los muros de la casa número 27 en la Sección 12. Ella tenía varias de esas chalinas de seda en delicados tonos pastel con mezclas de castaños y azules y amarillos. No sé cuál utilizaron para matarla.

Hay un buen número de casas en Pompeya que no son más que un caparazón sin techo; las ruinosas paredes, de altura variable encierran cuadrados o rectángulos de tierra desnuda. Imaginé al asesino atrayendo a aquella anciana y frágil mujer a la casa número 27, luego inclinándose sobre ella —quizá con el pretexto de acomodarle la chalina—, cruzando las manos con un extremo de la prenda en cada una, y luego moviéndolas sorpresivamente, de modo que los nudillos comprimieran la arteria carótida a cada lado del cuello. La rapidez de la maniobra y la sorpresa habían impedido a la víctima pedir socorro. Es un método silencioso e indoloro para provocar la inconsciencia en dos o tres segundos. La presión sostenida ocasiona la muerte por falta de irrigación en el cerebro. Yo imaginaba el hecho de esa manera.

Si el método usado era ése, quería decir que Mrs. Dawson conocía a su asesino; porque no puedo imaginarme a aquel digno personaje Victoriano permitiendo a un desconocido que le acomodara la chalina y, por la fuerza física necesaria, tenía que haber sido un hombre.

Pero quizá hubiera sido un desconocido, y quizá el método hubiese sido menos limpio. Yo esperaba que no.

Me trasladé a la polvorienta Pompeya, no por morbosidad, sino porque —además de libros— escribo artículos, y si alguna vez deseaba comentar este crimen sería útil visitar el lugar, verlo con mis propios ojos y tomar notas.

La curiosidad malsana de los visitantes ya se había extinguido y entré solo a la casa número 27, donde pude ver que, a unos veinte metros del lugar, una figura maciza y morena se levantaba de un muro bajo sobre el cual había estado sentada y avanzaba en mi dirección. Vestía el simple uniforme de los guardias encargados de impedir que los turistas arramblen con los restos de tesoros romanos que no están cobijados en el museo local o no se han llevado al museo de Nápoles.

Era un tipo tosco, de unos cincuenta años, miembro del partido comunista italiano, con quien yo ya había tenido largas charlas en ocasiones anteriores. Exteriormente amargo y avinagrado, yo sospechaba un interior tierno como la manteca. Atribuía todas y cada una de las desdichas que había padecido o padecía en su existencia, a las iniquidades del sistema capitalista.

Su nombre era Mario Bartelli. Mario Bartelli siempre admitía que el Vesubio había hecho un buen trabajo al destruir a los capitalistas de Pompeya, Herculano y otras ciudades. Pero el asunto había sido demasiado local. Lo que se necesitaba era otro tipo de erupción, que destruyera todo lo podrido y decadente del sistema. Por espacio de cuatro días antes de la erupción se habían sentido temblores de tierra que recordaban desastres anteriores, y eso había sido aviso suficiente para los tipos ricos y astutos, para la aristocracia ociosa, que tenía tiempo para pensar y organizarse. ¿Y qué había ocurrido? ¿Por qué no se habían encontrado esqueletos de caballos? Porque los ricos se los habían llevado todos.

En otras ocasiones, divertido a su manera como todo fanático, culpaba a la administración de su falta de propinas.

Los guardias de algunas secciones con uno o dos detalles especiales para exhibir, tenían la propina asegurada. El guardia que tenía a su cargo la casa de los Vetii, por ejemplo, estaba seguro de ganar una cuota diaria por abrir el armario que mantenía las pinturas indecorosas apartadas de los ojos prestos a escandalizarse.

Mario tenía algunos hornos de pan y algunos morteros en su sección. Se veían desde la calle. No había necesidad de desprenderse de una lira para ver hornos de pan y morteros.

Lo mismo ocurría cuando tuvo a su cargo la sección que incluía el anfiteatro. En esa sección había muchas tabernas y abundantes inscripciones en las paredes. A los romanos les gustaba echar un trago camino de la arena, y el trago les dejaba coraje para garrapatear sus slogans en las paredes. Pero las tabernas y las inscripciones podían verse por el precio de la entrada.

De modo que allí tampoco había propinas.

Los guardias rotaban; él también cambiaba de sección; pero siempre le tocaban las que se visitaban sin propinas. Para Mario Bartelli era evidente que él era una víctima de la discriminación anticomunista.

Pompeya representaba para Mario comidas a base de féculas y tres habitaciones para él y su familia, en un mal ventilado edificio de hormigón, en Castellammare. Pompeya nunca significaría otra cosa para él.

Yo soy un enamorado de Pompeya, pero Mario Bartelli odia ese vaciadero caliente y árido. Para él los problemas del presente anulan el pasado con más efectividad de lo que jamás haya podido hacerlo el Vesubio.

Mientras se aproximaba y yo me internaba en la casa en la que había sido asesinada Mrs. Dawson, no pude por menos de reflexionar sobre las condiciones poco románticas en que se encuentra a la gente asesinada: un cobertizo desierto en un criadero de gallinas; las arrugadas sábanas de una cama de enfermo, con los fragmentos del cacharro que contenía el veneno; los zarzales a la vera de un camino barroso.

En Pompeya, el escenario era realmente excepcional, pero el rectángulo de tierra calcinada y desnuda, y el cielo en que se habían clavado aquellos ojos sin vista, tenían una desoladora semejanza con la escena de muchos otros finales intolerables.

Me volví en el momento en que Mario entraba en la casa número 27 y, por un instante, me pareció que su rostro surcado de ácidas líneas tenía una fugaz expresión de placer; pero quizá me haya equivocado. Se santiguó, comunista o no, en respuesta a alguna exigencia sepultada en lo más hondo de su subconsciente, y por la mirada de sus ojos adiviné en qué rincón habían hallado el cadáver de Mrs. Dawson.

Porque había sido Mario Bartelli quien la había hallado, veinticuatro horas después de su muerte, y por una vez en la vida había sido guardia en una sección en la que llovieron las propinas de reporteros y turistas.

Tuvimos una larga charla y, sobre la base de lo que me dijo y de lo que yo sabía sobre el carácter de aquel guardia, pude forjarme una idea que considero bastante aproximada de lo que ocurrió en aquella terrible mañana del 11 de septiembre. Quiero consignarlo por escrito, porque aún ahora —transcurrido un buen tiempo— no estoy muy seguro de lo que me ha de deparar el futuro.

A las diez de la mañana del 11 de septiembre, el sol ya quemaba. Mario Bartelli estaba sentado sobre un bajo paredón, a la sombra de un edificio en ruinas, casi en frente de la casa número 27. Apagó un cigarrillo barato, de manufactura estatal, y guardó la colilla en una lata, para aprovechar luego los sobrantes de tabaco, sumándolo al de otras colillas que allí guardaba.

Observaba con indolencia a Aldo, el guía, que pasaba conduciendo a un pequeño grupo de turistas americanos. No cabe duda de que estaba maldiciendo mentalmente a los turistas y a Aldo, quien se negaba con obstinación a unirse al partido comunista italiano.

Un instante después vio cómo el guía y su grupo cruzaban la calzada, unos metros más allá, avanzando torpemente sobre losas que, a intervalos regulares unen las aceras. Aldo se detuvo en ese lugar, como lo hacía siempre, y señaló las profundas huellas dejadas por las ruedas de los carros romanos.

—Se suele decir, damas y caballeros —zumbó la voz de Aldo—, que Pompeya fue destruida por la erupción del Vesubio el veinticuatro de agosto del año setenta y nueve de nuestra era. Ustedes acaban de comprobar que eso no es verdad. Gracias a la lava y al polvo volcánico, Pompeya y Herculano han sido preservados por la erupción; por eso podemos ver aquí, como en ningún otro lugar del mundo cómo vivían su vida los antiguos romanos.

Me imagino que a esa altura del discurso Mario Bartelli escupió, pensando que él también podría haber sido guía y ganar suculentas propinas, pero a los turistas no les habría gustado mucho lo que él tenía que decir.

«Sabemos con certeza que durante esa terrible erupción murieron dos mil personas, y es probable que en los campos vecinos hayan perecido muchas más —continuó zumbando Aldo—. Muchos de ellos eran esclavos que estaban saqueando las propiedades de sus amos».

Sin duda, Mario Bartelli se agitó irritado, pensando con amargura que los esclavos no hacían más que recuperar la riqueza que había sido arrebatada a su clase. Era una acción militante de la mejor especie. Oyó la voz de Aldo que se alzaba al alcanzar la cumbre de su perorata.

«En una carta a Tácito, damas y caballeros, Plinio el Joven, quien estaba en Mesina, ciudad próxima al lugar de la tragedia, narra que el mundo se oscureció, no simplemente como una noche oscura, sino como una habitación sin ventanas. El cielo estaba despejado. De pronto hubo un fortísimo y aterrador estampido y el cielo se fue oscureciendo gradualmente por las piedras y cenizas. El mar se retiró, dejando en la playa infinidad de criaturas marinas. Al principio se formó una horrible nube negra, surcada a intervalos por fuegos serpeantes. Los carruajes que huían por terreno que parecía llano eran sacudidos a cada momento como juguetes, al punto de que ni poniendo grandes piedras bajo las ruedas podía conseguirse mantenerlos fijos en su lugar. Las gentes gritaban y se llamaban entre sí en las crecientes tinieblas. Aparte de los esclavos dedicados al saqueo, otra gente había permanecido en Pompeya. Los enfermos, los inválidos y quienes consideraban el fenómeno como una cosa pasajera y no querían abandonar sus hogares.

»Y esos hogares, señoras y señores, quedaron sepultados a una profundidad de muchos metros, y la gente que no murió aplastada por los muros y paredes que se desmoronaban, sucumbió por las emanaciones ponzoñosas que acompañaban a las cenizas. Y al final no hubo escapatoria. Sólo la muerte en la oscuridad… en esa oscuridad que era como una habitación sin ventanas».

Este párrafo era el gran momento de Aldo. Yo mismo he presenciado una de sus representaciones y puedo asegurar que está magnífico cuando levanta y baja la voz con simulado fervor. Al llegar a la última frase siempre hablaba en un tono profundo y trágico, apenas más que un susurro, y luego hacía un silencio, a manera de homenaje a quienes habían muerto en aquella ocasión.

Fue en ese instante —mientras repasaba mentalmente las palabras de Lenin sobre la posibilidad de una transición pacífica al socialismo, bajo determinadas circunstancias— cuando Mario Bartelli vio la mariposa blanca perdida en los desiertos sin néctar de Pompeya y a una niña de unos nueve años, que había permanecido a la zaga del grupo conducido por Aldo y trataba de cazar al insecto.

Como la mayoría de los italianos, Mario adoraba a los niños.

Observó cómo la mariposa se asentaba sobre una piedra y la niña se aproximaba con toda precaución. Luego sonrió al ver que la mariposa escapaba en el último momento.

Estaba encantado. Los pensamientos se confundían en su cerebro. Unos momentos antes lo rodeaban las crueldades de una comunidad que se hacía servir con esclavos, el terror de la arena, las tinieblas sulfurosas de la erupción, los siglos de silencio y de muerte; y ahora volvía a brillar el sol y una delicada mariposa blanca jugaba con esta saludable niñita de tez sonrosada. Estas cosas le devuelven a uno la fe en el triunfo del bien sobre el mal, pensó o, por lo menos, me dijo que había pensado.

Avanzó paso a paso hacia la entrada de la casa número 27, por la que había penetrado la niña y la mariposa, con la esperanza de poder seguir observando la cacería y vaciló sobre sus pies cuando la criatura se precipitó hacia fuera y chocó contra sus piernas. Mario se inclinó para levantarla y dijo:

—¿Qué te ocurre?

Pero ella le eludió y corrió calle abajo; cayó al cruzar la calzada por el sendero enlosado, para llegar adonde estaban sus padres que aún escuchaban a Aldo, se puso de pie y continuó su carrera, sin molestarse en quitarse el polvo de sus rodillas magulladas, hasta que se arrojó en brazos de su madre.

Mario vio cómo Aldo y los turistas se apiñaban en torno a la niña y, repentinamente, tuvo conciencia de un insistente zumbido. Al volverse pudo ver una densa nube de moscas sobre la pared que separaba las habitaciones del frente y del fondo de la casa número 27. Se asomó, pues, para mirar la pared divisoria y luego volvió a salir a la calle y se apoyó contra la baja pared exterior, aspirando con desesperación el aire de afuera. Cuando la náusea hubo pasado, oyó unos pasos que corrían hacia él, y Aldo, el guía, se le unió.

—¡No entres! —exclamó Mario Bartelli—. Es un asunto para la policía.

Pero Aldo le hizo a un lado y entró. Cuando volvió a salir, Mario Bartelli le dijo:

—Quédate en la puerta y no permitas que nadie pase. Correré hasta la administración para informar.

Iré yo, si quieres —dijo Aldo—. Fúmate un cigarrillo. Iré yo.

Mario hizo un signo negativo con la cabeza. Era su deber informar personalmente de cualquier incidente fuera de lo común o cualquier irregularidad que se produjera en su sección.

Se volvió y echó a andar a toda prisa por la calle. Se sentía mal. En parte caminando y en parte corriendo, pasó junto al foro y recorrió la calle que descendía hasta el túnel llamado Porta Marina. Dejó atrás la penumbra del túnel y corrió bajo el sol, pasando junto a los vendedores de postales y recuerdos de viajes. Así, sudoroso, llegó al edificio de la Administración, próximo a la estación ferroviaria.

Durante parte del recorrido pensó en la niña.

No era bueno para una criatura de su edad ver un espectáculo como ése. Le podía provocar pesadillas.

Sólo una delgada pared en ruinas había separado la inocencia y la alegría del mal y la muerte.

La delicada mariposa la había llevado hasta allí y luego había seguido volando insensiblemente a lo que dejaba tras de sí. Esperaba que la criatura no tuviera pesadillas. Temía que le ocurriera eso; pero deseaba que no.

Me dijo que ésos habían sido sus pensamientos y no lo pongo en duda.

Era un hombre de buen fondo, aunque hacía todo lo posible para disimularlo.

Tras oír el informe de Bartelli, regresé a mi hotel y, después de comer —cuando ya había oscurecido— contemplé los barquitos que se deslizaban a lo largo de la costa de la Bahía de Nápoles, mientras que su tripulación pescaba con linternas y arpones. Lucy Dawson solía hacer lo mismo que estaba haciendo yo. Los fuegos artificiales con que las aldeas de tierra adentro festejaban la terminación de la cosecha se multiplicaban en el eco de las montañas y hacían pensar en un tirorteo. Imaginé a los guardianes de Pompeya patrullando lánguidamente las ruinas, encentrándose, charlando, siguiendo su camino. Hoy en día es más fácil asaltar un banco que robar los restos de los tesoros romanos de Pompeya.

Sin duda la luna brillaba sobre el foro y sobre las hileras de asientos del anfiteatro, y sobre la Casa de los Misterios, y sobre la Calle de las Tumbas, confiriendo un pálido tinte crema a los ladrillos. También brillaría sobre el desnudo rectángulo de tierra sobre el que había estado tendida Lucy Dawson, con sus centelleantes joyas intactas, mientras cundía la alarma por su ausencia entre los restantes huéspedes del hotel.

Me puse de pie y me encaminé al hotel. Al entrar me dirigí al bar y pedí un coñac doble. Bruno, el barman, hablaba con el propietario, el signor Bardoni, un hombre bajo, robusto, con un maxilar inferior exageradamente pronunciado. El personal le llamaba en secreto el Duce; los visitantes —menos reverentes— le conocían como Musso.

Bardoni me saludó cortésmente y su cortesía se justificaba si se tenía en cuenta las tarifas del hotel.

—¿Ha tenido buen viaje, signor Compton? —me preguntó en inglés.

Me estremecí y respondí en italiano. Bardoni no me gustaba.

—Más o menos. Tengo un cuaderno lleno de notas. Hacía calor. Me sentía como una mezcla de arquitecto y agente de propiedades haciendo inventario.

—Por lo visto no tenía necesidad de ir muy lejos para encontrar argumento policial. Supongo que ya sabrá lo que ha ocurrido.

Hice un gesto afirmativo y bebí un sorbo de mi coñac.

—¿Cuándo la enterraron?

—Hace dos días. En el cementerio protestante de Nápoles. Una historia triste. No favorece para nada el movimiento turístico.

—Dudo que millones de británicos dejen de visitar Italia por el hecho de que una anciana haya sido asesinada.

—La gente tiene reacciones curiosas, signor.

—No hasta ese extremo.

—Esperemos que no —replicó Bardoni con indiferencia.

El tema se estaba extinguiendo y yo me alegré.

—¿Concurrieron italianos al funeral? —pregunté.

—Sólo yo, signor, en representación del hotel. Ella nos visitaba con frecuencia. Envié una palma en nombre del personal… y de los demás huéspedes, por supuesto.

Tenía los ojos oscuros y pequeños, y el modelado del rostro en torno de ellos era curiosamente duro. Daba la impresión de que las cuencas estaban talladas en madera.

Me pareció que la barbilla resaltaba más que de costumbre y que sus ojos se clavaban en los míos con fijeza. La gente se ha habituado al clisé de que las personas falsas no son capaces de mirar a los ojos; pero las personas falsas también lo han aprendido. Tanto es así, que he podido comprobar lo siguiente: cuando en la actualidad alguien nos habla mirándonos con fijeza a los ojos, podemos tener buenas razones para creer que nos está diciendo una mentira del tamaño de una casa.

Pensé que Bardoni me estaba mintiendo y que no se había molestado en asistir al sepelio.

—¿Fue alguno de los huéspedes del hotel?

—Yo no les informé, signor. ¿Para qué? Ellos vienen aquí a pasar sus vacaciones; no están para funerales.

—¿Vino alguien desde Inglaterra?

Mi pregunta le puso en un aprieto, porque si no había asistido, mal podía saber quién había estado presente.

—Los pasajes de avión son caros y es difícil conseguir plaza a última hora —murmuró con todo tacto y exhaló un suspiro.

Luego consultó su reloj, murmuró algo acerca de una llamada y me dejó. Era una limpia manera de evadir mi pregunta. Supuse que en lo que respecta a Bardoni, Lucy Dawson había dejado de ser una fuente de ingresos y, por consiguiente, había perdido toda importancia desde el mismo momento en que alguien ajustó demasiado la chalina de seda en torno a su cuello.

—No creo que Mrs. Dawson tuviera parientes —oí que decía Bruno.

Bruno era un tipo diferente al de Bardoni. Era un joven alto, de voz mesurada, pelo cobrizo, ojos grises y un amable deseo de complacer a todo el mundo.

Asentí con la cabeza y apuré mi coñac.

—Pobrecita —comenté.

—Pobre señora —asintió Bruno.

Yo había estado acertado al pensar que Bardoni no había concurrido al sepelio; pero me había equivocado respecto a la razón. De una manera negativa, Mrs. Dawson había sido fuente de ingresos para Bardoni desde el instante en que dejó de existir.

A la mañana siguiente yo seguía pensando obsesivamente en la anciana Mrs. Lucy Dawson, enterrada por unos aburridos sepultureros italianos, tras un apresurado servicio religioso celebrado por el capellán local, todo con el dinero adelantado por el Consulado Británico a cuenta de su patrimonio, y sin un alma que la despidiera, sin una flor arrojada sobre su tumba… y cosas por el estilo. Soy capaz de llegar al colmo del sentimentalismo si me dan la más mínima oportunidad. Sin embargo, ese estado nunca dura demasiado.

Nadé en las trasparentes aguas del mar durante parte de la mañana, y observé un pequeño cardumen de peces grises que aproximaron con gesto inquisidor sus hocicos a mis piernas cuando me paré en el fondo. Luego me tendí al sol, leí y tomé un par de cinzanos helados antes de almorzar.

Por la tarde tenía pensado ir a Nápoles para verificar ciertos hechos en el Museo Nacional, y mientras el pequeño tren eléctrico costero en que yo viajaba pasaba junto a Pompeya, en su camino a Nápoles, estación Vesubio, tuve otro desagradable ataque de sentimentalismo y decidí qué haría una vez terminada mi gestión en el museo.

De modo que a última hora de la tarde compré un ramo de claveles rojos y blancos, tomé un taxi y me dirigí al cementerio. El cuidador del cementerio, me acompañó hasta la tumba, mientras comentaba con el desaliento que correspondía la causa de la muerte de la anciana. Dejé los claveles sobre la tumba. No añadí una tarjeta porque no se me ocurrió nada adecuado para la situación.

Había otra ofrenda floral en el suelo desnudo. Se trataba de una corona presuntuosa, compuesta casi exclusivamente de gladiolos; pero las flores estaban ahora tristes y marchitas por el sol. Me incliné para leer la inscripción de la tarjeta, arrepentido de la injusticia que había cometido con Bardoni, pero en seguida comprendí que no había sido injusto.

La tarjeta decía, simplemente: De los Stepping Stones, en recuerdo de tiempos más felices. En un tipo menor y en un ángulo inferior izquierdo de la tarjeta se leía: Trans-Continental Flowers Ltd.

Yo había oído algo acerca de unos cantantes melenudos que se llamaban los Rolling Stones, pero lo de Stepping Stones no me decía nada.

Con todo, eso significaba que alguien, probablemente en Inglaterra, se le había ocurrido ordenar por telegrama una ofrenda floral para el sepelio. También significaba que alguien, probablemente en Inglaterra, sabía la fecha de la ceremonia; pero en ese momento se me escapaba la trascendencia del hecho.

Entre los claveles, el taxi y la propina al cuidador del cementerio, la expedición me había costado más de dos libras.

A veces pienso que fue el dinero más malgastado de toda mi vida.