Una vez en casa, Volodia se tumbó en el sofá y se cubrió con una manta futra calmar los temblores. Las cajas de sombreros, las cestas y los cachivaches te recordaron que no tenía una habitación propia, un refirió donde poder escapar de su madre, de los invitados de ésta y de las voces que llegaban ahora de ¡a «sala común»; la mochila, y los libros, desperdigados por todas partes, no le permitían olvidar el examen al que no se había presentado… Sin saber por qué, le vino a la memoria Mentón, donde había vivido con su difunto padre cuando tenía siete años; también rememoró Biarritzy dos niñas inglesas con las que corría por la arena…
ANTÓN P. CHÉJOV
Volodia (1887)
Oía voces procedentes de otras habitaciones. Las niñas volvían a correr por las escaleras —sin tener en cuenta los avisos constantes de su madre acerca de que debían portarse como señoritas y bajar los escalones de uno en uno, despacio, porque, de lo contrario, cualquier día iban a tropezar y se iban a dejar sus bonitos dientes sobre la dura piedra blanca—, y la pareja que esperaban desde la tarde anterior había llegado ya. De ahí las risas y de ahí la animación de unas conversaciones que se superponían entre sí, creando un eco interminable que ascendía hacia su habitación. Flora Marr se movió inquieta en la dura silla que había elegido para sentarse a leer, y suspiró largamente sin dejar de mirar el libro que tenía en las manos. Mantuvo en la cara el mismo gesto ausente, a pesar del agudo desagrado que le producía tanto ajetreo más allá de las paredes del pequeño cuarto que le habían asignado.
No sentía ninguna curiosidad por la señora Murtagh ni tampoco por su hijo Gabriel, los recién llegados. Había oído hablar de ellos decenas de veces, ya que su amiga Elvira, quien insistía año tras año en que Flora Marr pasara, a principios de cada estación, unos días con ella en aquella enorme casa, parecía tener un interés especial por el chico, Gabriel Murtagh. Un interés inexplicable para Flora, que no entendía qué podía ver su amiga en una persona diez años más joven que ella, sin trabajo y sin, al parecer, grandes cualidades físicas ni intelectuales. Sin embargo, Elvira se deshacía en elogios cada vez que hablaba de él. Y hablaba de él con mucha frecuencia.
—No sé cómo han podido perder el tren —decía la noche anterior, frotándose las manos mientras caminaba nerviosa de un lado a otro del salón—. Estoy segura de que ha sido su madre. Se pasa horas delante del espejo maquillándose y retocándose el peinado. Como si tuviera veinte años… Como si aún pretendiera conquistar a alguien. Es una mujer insufrible… Estoy segura de que han perdido el tren por su culpa… Pobre Gabriel. No comprendo cómo puede soportarlo. No llego a entender cómo tiene la inmensa paciencia de seguir viviendo con ella.
—¿La dependencia económica no te parece una buena razón?
Elvira se giró inmediatamente hacia su mejor amiga y, dejando de caminar, respondió:
—No. No me parece una buena razón. Y creo que no deberías hablar de alguien a quien aún no conoces en esos términos tan duros. Tan sarcásticos… Gabriel no quiere dejar sola a su madre porque estamos hablando de un ser extraordinario. Espera a mañana y tú misma tendrás que admitirlo. Él es consciente del dolor que le causaría si decidiera hacer cualquier cosa sin contar con ella, sin tenerla a ella continuamente a su lado. Así que ha preferido sacrificarlo todo. Su carrera, su vida personal… Todo.
Flora sonrió ante la vehemencia del espontáneo discurso de su mejor amiga, y optó por no seguir oponiéndose a sus argumentos. Después de todo, tenía razón: no conocía aún a Gabriel Murtagh y, por tanto, cualquier cosa que pudiera decir en su contra sería muy fácilmente rebatible.
A la mañana siguiente, mientras seguía intentando leer, escuchó los grititos desordenados y casi histéricos de las niñas, a los que se unió una carcajada descomunal que Flora aceptó de inmediato como el resultado de la vertiginosa liberación de la tensión que Elvira había ido acumulando desde la tarde anterior. La impaciencia, la rabia, la culpa de una madre estúpida… Todo se expresaba a la vez en aquella carcajada imposible, que hizo que Flora se levantara de la silla de un salto y recogiera su libro dispuesta a salir de la casa e irse a leer al pabellón de cristal del jardín.
Allí, al menos, no oiría tanta manifestación de sometimiento incondicional a unos encantos que, estaba segura, no existían más que en la mente fantasiosa y enamoradiza de su amiga.
Mientras se dirigía hacia el pabellón, caminando tan rápidamente como podía pero sin correr, pensó que tendría ocasión de conocer al joven señor Murtagh algo más tarde, cuando llegara la hora de sentarse a la mesa. Sólo entonces, y no antes, le sometería a una serie de preguntas que pondrían a prueba su verdadera personalidad. Ella tendría que ser muy discreta, muy prudente, y no plantear un interrogatorio riguroso, pues en ese caso Elvira, sin duda, saldría en defensa del chico. Tendría que sonreír, parecer amable, y mostrar interés ante la evidente falta de experiencia de una persona que no se había separado jamás de las protectoras faldas de su madre, y que era obviamente incapaz de hacer algo reseñable por sí misma, amparándose en la excusa de un amor incondicional.
A pesar de que su intención era la de aislarse del desorden que la llegada de los dos nuevos huéspedes había producido en el interior de la casa para poder leer, Flora Marr pasó lo que quedaba de mañana estableciendo qué preguntas serían las más indicadas y eficaces para desenmascarar a aquel joven. De modo que, cuando decidió que debía regresar, comprobó que no había avanzado ni un solo párrafo en su lectura. Salió del pabellón y, mientras atravesaba el jardín, advirtió que alguien observaba sus pasos desde una de las ventanas.
Elvira salió a su encuentro.
—¡Flora! —exclamó con una enorme sonrisa, extendiendo ambos brazos hacia ella—. ¿Puedo saber por qué te comportas de una manera tan grosera? ¿Cómo puedes esconderte justo cuando estoy deseando que conozcas a nuestro querido Gabriel?
Y fue precisamente nuestro querido Gabriel quien salió al exterior, tras Elvira, sonriendo igualmente pero de una manera mucho más contenida, mostrando en los ojos una curiosidad por Flora que a ésta le resultó un tanto ofensiva. Era un chico alto, desgarbado y, al parecer, muy silencioso, ya que no dijo nada mientras Elvira hacía las presentaciones, y continuó sin decir nada durante mucho tiempo. Su madre, por el contrario, y tal y como ya había anunciado Elvira, podía mostrarse tan charlatana y apasionada ante cada pequeño acontecimiento que sucediera a su alrededor (los extravagantes juegos de las niñas, el sabor de unas galletas que había preparado Elvira con ocasión de su visita, la lozanía de las plantas del jardín, la disposición de los platos en la mesa…) que resultaba agotadora.
—Nuestra Elvira es tan generosa y hospitalaria —dijo por tercera vez durante la comida— que nunca sabré cómo igualar toda su amabilidad. Su enorme bondad… Tanto a Gabriel como a mí nos entusiasmaría que algún día deseara venir a vernos a la ciudad, ¿verdad, querido? Naturalmente —respondió ella misma mientras se llevaba a la boca un pedazo de pan—. Pero nuestra casa es tan humilde. Tan oscura…
Flora observaba la actitud de Gabriel Murtagh ante la cháchara de su madre, y lo que descubrió en él fue una especie de aceptación resignada. La suya era la actitud del hombre que se sabe ante un hecho irremediable, y que decide afrontar la realidad con la mayor dignidad posible. Mantenía la espalda recta y la mirada fija sobre su plato, aunque de vez en cuando se permitía una mínima distracción y buscaba los ojos de Elvira con empeño, como si necesitara confirmar que contaba con su complicidad.
—Estará de acuerdo conmigo, señor Murtagh, en que tal vez se podría hacer algo para que su casa dejara de ser tan humilde y oscura. ¿No cree que su madre merecería vivir en un lugar del que no tuviera que avergonzarse?
Flora esperó con interés la reacción de Gabriel, pero éste actuó como si no hubiera escuchado ni una sola de sus palabras. No se alteró en absoluto, no dejó de comer, y ni siquiera dejó entrever que tuviera intención de responder. Parecía saber perfectamente que, de nuevo, sería su madre quien comenzara a hablar:
—Pero señorita Marr… Si yo no me avergüenzo de mi casa… No se trata de eso. Es sólo que constato que mi hogar jamás será tan adorable ni tan armonioso como éste.
—Yo creo que un hogar adorable es sólo aquel que se deja habitar por personas igualmente adorables, ¿no opina usted lo mismo, señor Murtagh? ¿Piensa usted llenar la casa de su madre de personas adorables en un futuro próximo?
El muchacho volvió a permanecer en silencio. ¿Estaría utilizando con ella las mismas técnicas que utilizaba ante el molesto parloteo de su madre? ¿Habría decidido comportarse ante sus demandas como si nada estuviera sucediendo, como si nadie se estuviera dirigiendo a él, haciendo gala de una absoluta pasividad?
—¿Por qué no dejas de interrogar a Gabriel de esa manera tan fastidiosa? —preguntó entonces Elvira, girándose hacia Flora con una sonrisa en los labios, casi como si estuviera a punto de echarse a reír—. Vas a conseguir que el pobre piense que no tendría que haber venido a esta casa.
Aparentemente alentado por las comprensivas palabras de Elvira, el joven Gabriel Murtagh se decidió por fin a dar una respuesta:
—Las reflexiones de la señorita Marr no me molestan en absoluto. Lo que ocurre es que no sé bien qué podría contestar. No entiendo demasiado acerca de cómo se decora el interior de una casa, por lo que no imagino cómo podría conseguir que nuestro hogar llegase a resultar más luminoso, considerando, además, que apenas cuenta con un par de ventanas y que éstas no son especialmente grandes. Tampoco sé qué va a ser de mi futuro, por lo que no puedo asegurar si en algún momento podré llenar nuestra casa de personas adorables o no.
Elvira, ahora sí, se echó a reír de un modo tan alegre que contagió de inmediato a la señora Murtagh e hizo que ella empezara a reír también, de la misma forma, aunque, en su caso, sin saber exactamente de qué.
Gabriel no se rió. Apenas respondió con monosílabos a las nuevas preguntas que, de una manera mucho más contenida, Flora siguió formulándole durante la comida, y tras los postres dijo que debía estudiar, por lo que iba a retirarse a su habitación unas horas.
—Así que está usted estudiando… —comentó Flora.
—Por supuesto —respondió él poco antes de abandonar el salón—. Todos creemos que es lo único, lo más adecuado, que puedo hacer, teniendo en cuenta mi edad.
Flora Marr asintió con la cabeza y no dijo nada más. Poco después, mientras las niñas y la señora Murtagh descansaban en sus habitaciones, aceptó salir a dar un breve paseo con Elvira por los alrededores de la casa.
—¿No es fabuloso? —Elvira no podía dejar de sonreír ni un instante—. ¿Qué me dices ahora? ¿Eh? ¿No es alguien excepcional? Se ha dejado esa barba tan encantadora para parecer mayor, pero sus ojos siguen siendo los de un chiquillo…
Caminaban las dos cogidas del brazo, lentamente, hasta que Elvira decidió que iba a hacer que Gabriel Murtagh dejara de estudiar y se uniera a ellas.
—¿Por qué no dejas que estudie? Dijo que debía presentarse a un examen, ¿no es cierto?
—Exámenes, exámenes… Ya estudiará más tarde, cuando anochezca. Ahora debe estar con nosotras. Ahora debe complacerme.
Y tras soltar el brazo de Flora, Elvira echó a correr en dirección a la casa.
Por un instante ella no supo qué hacer, hasta que pensó que lo mejor sería ir a buscar su libro y desaparecer de nuevo. Así que caminó también hacia el interior. Avanzó por el pasillo que llevaba a su dormitorio y que ahora, con los ojos acostumbrados a la claridad del jardín, parecía oscuro y deshabitado. No se oía nada. Ninguna voz, ninguna risa. Tal vez, se dijo, Elvira había entrado en la habitación de Gabriel Murtagh y ahora estaba haciendo unos increíbles esfuerzos por no dejar que se oyera nada de lo que estaba sucediendo dentro. Flora sonrió brevemente al recordar el silencio del joven señor Murtagh. Un silencio que podía obedecer a una admirable prudencia por su parte o, más bien, como ella se inclinaba a creer, a una absoluta escasez de experiencias y conocimientos que compartir con los demás.
Iba a abrir la puerta de su habitación, cuando oyó a su espalda un sonido parecido al de un perro jadeante que avanzara arrastrando las patas. Pronto se dio cuenta de que el sonido era el de una respiración entrecortada. Se giró rápidamente y allí, justo delante de ella, nuestro querido Gabriel permanecía inmóvil, con los ojos muy abiertos, los brazos colgando a ambos lados del cuerpo, como si estuvieran agotados, y una extraña sonrisa que no pretendía serlo, pero que parecía el resultado de una muy estudiada posición a la que sus labios habían llegado para no echarse a temblar de una manera convulsa.
—Me ha asustado, señor Murtagh —murmuró Flora llevándose una mano al pecho—. ¿Qué hace aquí? Elvira le está buscando.
Gabriel permaneció en silencio, pero dio un paso amplio hasta situarse muy cerca de ella. Una vez allí, y aún en silencio, elevó ligeramente una de sus cansadas y enormes manos hasta situarla sobre la cara de Flora, que no se atrevía a moverse.
—¿Por qué me desprecia usted? —preguntó él casi susurrando.
—Yo no le desprecio.
—Sí. Claro que me desprecia. Y pretende que Elvira me desprecie también —dijo Gabriel mientras permitía que sus dedos fueran resbalando poco a poco hacia el tenso cuello de Flora—. Y si Elvira llegara a despreciarme, no sé qué sería capaz de hacer. Creo que podría cometer cualquier locura… Porque no lo soportaría. No podría asumir una idea tan espantosa.
Flora sentía el avance de los fuertes dedos hacia su hombro.
—Elvira no podría despreciarle… —dijo.
—No sabe lo que es llevar mi vida. No lo sabe… El miedo. Los temblores… Elvira representa todo lo hermoso. Todo lo que yo no tengo. Y no quiero perderlo, lo apacible, ¿comprende? No quiero seguir sintiendo que todo lo que de verdad merece la pena queda fuera de mi alcance. No quiero pensar que la delicadeza, la gracia están demasiado lejos de mí, y que jamás podré llegar siquiera a rozarlas. No me puede suceder algo tan espeluznante. Usted no puede desear ni permitir que me suceda algo así.
Flora mantenía la cabeza alzada hacia Gabriel. Efectivamente, y a pesar de la barba pelirroja que se había dejado crecer, sus enormes ojos seguían siendo los de un niño.
—¿Le ha contado algo de esto a Elvira alguna vez? ¿Ha hablado con ella de este modo?
Gabriel Murtagh sonrió, ahora sí de una forma voluntaria, y negó con la cabeza.
—¡Jamás! Con Elvira sólo debo hablar de árboles y de flores y de la perfección del sol al atardecer. Ella no toleraría ningún otro comentario, ningún pensamiento lúgubre.
—¿Y yo sí?
Gabriel amplió su sonrisa enormemente, y la mantuvo un instante. Casi parecía feliz.
—Claro. Usted… Puede afrontar estas cosas. Usted lee.
Flora Marr se echó a reír. Aquella inocencia, la franqueza que había descubierto en las palabras de Gabriel Murtagh hicieron que, por fin, decidiera echar a un lado toda su suspicacia para entregarse a una risa abierta, prolongada.
Tan abierta que no advirtió la presencia de Elvira en el pasillo hasta que ella misma comenzó a hablar. Ninguno de los dos supo cuánto tiempo llevaba allí, escuchando su conversación, con los brazos cruzados y sin moverse.
—¿Qué estáis haciendo los dos solos? ¿No sabías que te estaba buscando, Gabriel?
Él se giró al instante, y Flora Marr observó cómo sus labios se abrían de inmediato, como por instinto, para responder a la pregunta que ella acababa de hacer. Como si se tratara de un animal bien amaestrado o de un niño obediente y temeroso ante las exigencias de un profesor severo. Sin embargo, fue incapaz de emitir ningún sonido coherente. Simplemente surgió de su garganta un gemido brusco, incomprensible, acompañado de un extraño movimiento impaciente de las manos.
—Elvira… —murmuró Flora.
—¿Por qué os reíais tanto? ¿Hay algo gracioso que yo desconozca? ¿Por qué no me lo contáis? ¿Se trata de un secreto? ¿Algo que yo no pueda saber?
Gabriel permanecía en silencio, ahora con la mirada clavada en el suelo. Parecía dispuesto a asumir cualquier castigo que Elvira deseara imponerle. Cualquier humillación.
—¿Un secreto? Qué cosa tan absurda… Gabriel me estaba preguntando por ti, y…
—Y entonces os habéis echado a reír.
—¡Claro que no!
—Os estabais riendo. ¿Me lo vas a negar, querida? ¿Me vas a decir que no os estabais divirtiendo sin mí?
Gabriel Murtagh parecía ir encogiéndose con cada una de las frases, más y más ásperas, de Elvira. Había cerrado los ojos y su rostro estaba adquiriendo un tono blanquecino.
—¿Tan horrible te parecería que pudiéramos reírnos sin contar contigo? ¿Eres consciente de que lo que estás diciendo es bajo y egoísta y excesivo?
En ese instante fue el rostro de Elvira el que adquirió un tono insólito. Abrió los ojos enormemente, como si no pudiera aceptar de ninguna manera semejante insolencia allí, en su propia casa, y un violento color rojo se apoderó de sus mejillas. Parecía estar a punto de echarse a gritar o de echarse a llorar. O tal vez podría empezar a hacer las dos cosas a la vez, convirtiéndose en una criatura descontrolada y alarmante.
—Gabriel… —murmuró Elvira sin perder la dureza que se había instalado en ella—. Puesto que pareces preferir la compañía de otras personas, o incluso la compañía de tus libros, te sugiero que vayas a buscar a tu estúpida madre y salgáis los dos de esta casa lo antes posible. Aún puedes coger el tren de las 6.45. Me encargaré de que lleguéis a tiempo a la estación.
Y sin decir nada más, sin tampoco permitir una mínima réplica a lo que acababa de ordenar, Elvira se giró y comenzó a alejarse en dirección al jardín.
Flora Marr se llevó entonces las dos manos a la cara y, mientras mantenía los ojos cerrados con cierta obstinación, como si de esa manera pudiera mostrarse ciega a lo que acababa de ocurrir, como si al no percibir lo que sucedía pudiera llegar a desconocerlo o a excluirlo de la realidad, oyó el sonido de un cuerpo que, a su lado, se dejaba caer al suelo. Gabriel Murtagh, de rodillas, había apoyado ambas manos sobre las frías baldosas del pasillo y, con la cabeza oculta entre los hombros, volvía a emitir breves gemidos inconexos.
—¡No haga eso! —exclamó ella mientras también se arrodillaba a su lado—. Vamos… No puede comportarse así… Tiene que levantarse y demostrarle a Elvira que está equivocada. No sé qué será lo que se le ha pasado por la cabeza, pero es evidente que ha creído ver algo que no existe. Tiene que ir ahora mismo y hacérselo comprender.
—Jamás me escuchará… —Gabriel negaba lentamente con la cabeza—. Usted no lo entiende. Ella no querrá volver a verme. Se ha terminado. Las flores y los árboles y el sol del atardecer… Todo ha terminado.
Ella tomó una de las manos de Gabriel entre las suyas, y advirtió que estaba helada. Su joven barba pelirroja, sus enormes brazos, la limpieza de su piel… Todo en él parecía haberse petrificado. Flora contempló largamente el firme contorno de su rostro y, por un instante, pareció leer en él, con toda claridad, el porvenir de aquel muchacho derribado en el suelo. Un porvenir miserable. Y peligroso.
Comenzó entonces a frotar con viveza la mano de Gabriel, como si pretendiera hacerla entrar en calor, y, bajando la voz, casi en un susurro, dijo:
—Lo evitaremos. Evitaremos cualquier desgracia. Cualquier desamparo. Esto no es el final de nada. Es sólo el principio de una existencia tranquila. Una generosa y feliz existencia. Harás tu examen y después vendrá otro, hasta que puedas trabajar y procurarte un hogar para ti solo, alejado de tu madre y de todos los seres que han decidido no volver a hablar de flores ni de árboles. —Flora se llevó la mano de Gabriel, ahora menos fría, a los labios, y repitió—: Lo evitaremos. No va a suceder nada malo. Ninguna desgracia. Será sencillo… Podrás charlar y pasear. Lo lograremos. Conseguiremos que no suceda nada malo… Ninguna desgracia. Ya lo verás. Nada malo. Nada.