LOS CIEN CAMINOS DE LAS HORMIGAS

Las líneas discontinuas de los mapas pueden indicar dos tipos de rutas sobre el mar dependiendo de su color: los trazos azules definen vías para recorrer en barco, ferry o cualquier otro objeto capaz de flotar; los rojos, sin embargo, marcan la posición de algún puente por el que circulan coches, taxis o bicicletas. Yo tengo una bicicleta. Es de color azul y tiene una pequeña cesta de madera en la que podría llevar a Mac de paseo por las tardes, antes de anochecer, a través de los eucaliptos y de los interminables bosques de pinos que dejan caer sus agujas al antojo del aire o de la estación o de la edad. Mac sacaría la lengua y empinaría las orejas cada vez que yo susurrara su nombre desde mi condición humana que sabe provocar, engañar, al pobre perrito sólo para observar divertida esa expresión alerta, al acecho, que adoptan los pequeños perros huérfanos. Tengo una bicicleta que apoyaba contra el viejo chopo antes de que llegara Arnaud y decidiera talarlo una noche mientras Marie, la pequeña niña miope, y yo mirábamos boquiabiertas la madera rota, cada vez más rota. Él sudaba, se secaba la cara con los brazos y volvía a escupir: «Pas de ça ici!», mientras asestaba un nuevo golpe. «Pas de ça ici! Pas de ça ici!». Marie huyó de mi lado y corrió hacia la chimenea para esconderse dentro y escapar hacia el cielo a través del fino conducto ascendente como un Papá Noel excéntrico. Creo que no deseaba oír los lamentos de su padre contra el árbol que comenzaba a ceder ante mis ojos; el árbol que ya estaba ahí cuando yo nací.

Las cartas para Chambaron, Arnaud comenzaron a llegar a mi casa dos meses antes que él, así que cuando se presentó aquel hombre inmenso cuya cara de una furia luminosa desplegaba todos los matices de la pasión, de la pena y del hambre, con una niña que se dejaba agarrar de la mano y que me miró como si la piel se me estuviera escurriendo hacia los pies, no pude hacer otra cosa más que dejarles entrar y llevarles hacia sus habitaciones. Estuvieron durmiendo los dos días siguientes y al tercero, cuando bajaron a desayunar, le ofrecí todas sus cartas:

—Esto es suyo. Le pertenece —dije.

Arnaud recogió los sobres, comenzó a barajarlos como si fueran naipes, y preguntó:

—¿Cuál será el primero, Marie? —La niña señaló uno que llevaba el membrete del Crédit Lyonnais—. Perfecto. —Lo cogió, lo miró al trasluz y, situando lentamente los dedos índice y pulgar de ambas manos sobre la parte lateral del sobre, comenzó a rasgarlo hasta tener una mitad de la carta en cada mano—. Termínalo tú, Marie. Yo tengo trabajo ahí fuera —dijo con una larga sonrisa. Y así, entre la niña y él, fueron reduciendo a pequeños trocitos de papel la correspondencia que yo había ido separando de la mía y conservado con tanto cuidado—. No nos mire de ese modo, señorita. Mi hija y yo debemos protegernos de las sanguijuelas y de las alimañas que nos persiguen y pretenden amordazar la libertad de Marie y la tranquilidad de su futuro. Debemos vencer los obstáculos que nos van colocando, y sólo después podremos desayunar.

Todos los tipos de té, todas las infusiones conocidas. Arnaud se hacía cigarrillos de hierbas y le echaba el humo a su hija, que tosía sin descanso hasta pocos segundos antes de la siguiente bocanada. Marie, bonita, ¿por qué te gustaban los viejos camisones de lino que creía haber escondido para siempre? ¿Por qué paseabas por el pasillo hacia la habitación de tu padre enfundada en un largo camisón desgarrado que te arrastraba por detrás dibujando la sombra aplanada de tu poca estatura? Saltos escalón tras escalón, bailes por el cuarto de baño, descensos hacia el jardín y vueltas y más vueltas alrededor del círculo que dejó el tronco del chopo talado por la furia irresistible de Arnaud. Podríamos haber jugado juntas, pero yo estudiaba los mapas e intentaba adivinar la diferencia entre la palabra branquia (término científico) y la palabra agalla (concepción genérica). El sol podría salir en cualquier momento y la niña Marie todavía girando. También podría retirarse de nuevo y llevarme a escuchar, sin notar los avances de las agujas del reloj, la historia del joven monje enamorado de la doncella loca llamada Joan que, altiva y pétrea como una estatua, era conducida hacia la hoguera entre los gritos, insultos, desmayos, cánticos, lloros, plegarias, admiración y oraciones del gentío congregado para contemplar, una vez más, la expiación de sus pecados en forma de llama, olor pestilente a carne quemada, ambiente inigualable de santidad que se eleva y trasciende más allá de todas sus finitas y miserables vidas que así, de alguna forma, comparten lo ilimitado de la Historia. El joven monje no busca Historia; busca los ojos de la famélica Joan para transmitir, siquiera un instante, la calidez de un simple aunque puro amor terrenal. Pero ¡ja! Los ojos de Joan buscan el cielo. El cielo…

Sentado frente a la chimenea apagada, Arnaud relataba historias que a veces no concluía. Comenzaba a narrar, interpretaba los gestos del personaje como quien prepara su primer papel para la escena y luego, de repente, exclamaba «¡Marie!», y buscaba a su hija con los ojos extremadamente abiertos pero sin levantarse para ir a ver dónde podría estar si no la encontraba por la habitación.

—Esta niña cree en tantas cosas erróneas… —decía entonces—. Durante todo el tiempo que ha estado sin mí no han hecho más que meterle estupideces en su rubia cabecita. Y ella ve tan poco…

Resulta difícil saber cuántos meses pasaron desde que llegó cortando el árbol hasta el día en que me sorprendí acariciando su pelo y observando cada pliegue de la piel de su cara mientras apoyaba la mía en la otra mano. El pelo enmarañado que caía como el agua por un barranco, y que yo enredaba y peinaba con los dedos, absorta e incrédula.

—Marie se acostumbrará a vivir aquí, contigo —oí que decía.

—Sí —respondí. Marie se acostumbraría a vivir aquí, conmigo. Pero ¿podría acostumbrarme yo?

El sonido de los motores se acerca por la carretera, llega al máximo nivel cuando cruza por delante de mi ventana, y después se va alejando poco a poco hasta dejarlo todo sumido en un nuevo silencio. Marie lloraba mucho dentro de los camisones de lino desde que su padre se sentó una mañana con ella para decirle con considerable tranquilidad que iban a olvidarse de los mapas durante un tiempo para centrarse en la vida acogedora de un verdadero hogar.

—¿Por qué? —preguntó ella.

—¿Por qué? ¿Cómo que por qué? ¡Marie! ¡Qué pregunta tan equivocada! Nunca hay respuesta para una pregunta así, y no deben hacerse preguntas que no tienen respuesta. No hay nada tan absurdo y estéril.

—Tú me dijiste que no olvidara nunca los mapas.

—Pues ahora te digo que los olvides.

Marie salió al jardín, me miró y se dirigió hacia la pequeña fuente de piedra que no expulsa agua desde hace muchos años. Una vez allí, hundió los pies en las hojas caídas y, con los brazos en jarras, comenzó a mecerse y a cantar:

La Cigale, ayant chanté

Tout l’été,

Se trouva fort dépourvue

Quand la bise fut venue…

—Ya se le pasará. —Arnaud puso sus manos sobre mi cuello—. No tiene más remedio.

—No creo que ésta sea la mejor manera —dije, e inmediatamente noté cómo aumentaba la presión de sus dedos sobre mi garganta.

—Es la única manera. D’accord, chérie?

D’accord, naturellement. Pero el olor a temor y descontento inundaba el jardín desde la fuente, igual que el olor a carne quemada se asentó en la memoria de los que presenciaron la santidad de Joan desde la hoguera.

Llegaron más cartas, acaricié por las noches el pelo de Arnaud, y analicé la cada vez más perdida mirada de sus ojos por la frondosidad de los árboles que rodeaban mi casa y que ocultaban los caminos hacia el mar. Una pronunciada pendiente cubierta por la tupida alfombra de ramas y hojas que se dejaba surcar por cinco o seis heridas abiertas hacia las playas, y que atrapaba la atención más ensimismada de ese hombre que prefería retorcerse por el suelo gruñendo como un animal a articular una frase con sentido cada vez que se sentía medianamente cómodo, casi feliz.

—Podemos bajar cuando quieras —le dije una tarde—. A Marie le gustará volver a ver el mar.

Pareció despertar un segundo. Luego se llevó su cigarrillo de romero a los labios, y negó con la cabeza.

—No es necesario. Para ella no. Últimamente se muestra bastante autosuficiente.

—Te equivocas. Si algo no posee tu hija es autosuficiencia. Te necesita para respirar.

Arnaud se giró, me enfocó con lo que pareció un inmenso esfuerzo de concentración y, colocándose las gafas adecuadamente sobre la nariz, murmuró:

—Quiero, anhelo, una hija autosuficiente. Así que no me digas, ni insinúes, que Marie no lo es porque eso me destrozaría a mí primero y a ti a continuación. Todo lo que busco es una mujer capaz de respetarse y de mantenerse en pie con la cabeza elevada hacia las nubes, y que clame: «¡Mírame, estúpido! ¡Ahora me ves pero dentro de un rato ya no podrás hacerlo!». Me entusiasma ese incierto aislamiento independiente y femenino que veo en Marie cuando lleva tus camisones de lino. Es conmovedor.

No pude evitar echarme a reír.

—Los camisones no son míos.

Y entonces Arnaud, cogiéndome por la cintura con las dos manos, con los restos del cigarrillo aún entre los labios, y alzándome unos centímetros del suelo, dijo:

—Ya lo sé, bobita. Ya lo sé.

¿Cómo? ¿Cómo podía saberlo? Daba lo mismo. Cada noche despertaba con la impresión de haber estado amando al propio diablo recubierto del vello rubio y suave de un despistado ser que me rodeaba con el vaho espeso de su respiración hasta transportarme al interior de las bocanadas de humo de sus cigarros, de la hoguera de Joan, de los coches que atraviesan los puentes sobre las bahías y que son simples puntos rojos que conforman una breve línea discontinua en un mapa. El diablo sonriente que me cogía por las muñecas para inmovilizarme y jugar a las hormigas, como él decía. A las hormigas que ascendían despacio, despacio, por el interior de los muslos, por encima del vientre, por la curva de la garganta, por las humedades de la lengua… Una noche oímos el grito aterrador de una de las frecuentes pesadillas de Marie, y él susurró: «Déjala. Ya se le pasará. Déjala». Las hormigas podían resultar amables, en determinadas circunstancias voraces, con frecuencia violentas, pero el pelo cálido de Arnaud, la perdida inclinación de su mirada y el roce más involuntario con cualquier segmento de su piel me hacían permitir los ávidos mordiscos, las repentinas huidas y, dolorosamente, las trágicas defunciones de las hormigas.

—¿Probaremos hoy la miel? —preguntaba frente a la chimenea. Marie en ese instante se levantaba y caminaba hacia el jardín. Ella tampoco acudía corriendo a las desesperadas llamadas de auxilio de mis gritos. Los alaridos que provocaba el mismo diablo participando desde el exterior, espectador complacido del sinuoso recorrido por los parajes inexplorados del desamparo y del ahogo hacia los que Arnaud dirigía sus intencionados manejos por las interioridades de un cuerpo que, creo, dejaba de ser el mío.

—¿Por qué quieres hacerme esto? —ensayaba un intento de compasión desde el sofoco de una voz que no reconocía.

Él tardaba en responder:

—Porque sé que te gusta. Lo sé.

Tendría que analizar muy pausadamente si tenía razón o no. Tendría que estudiar los límites que marcan la separación entre el dolor y el placer, la gracia y la miseria, entre lo que quería sentir y lo que me dejaba hacer para que sintiera él aquello que buscaba y que no puedo nombrar, porque desconozco el apelativo y porque me veo incapaz de descubrirlo.

—La cara más hermosa del éxtasis… —murmuraba cuando me retorcía entre las sábanas pretendiendo un beso, un descanso o, simplemente, que me dejara escapar de una vez—. Marie debería ver esto. Debería verlo. Debería estar aquí.

Por supuesto, nunca toleré tal cosa. Aunque sí permití que transformara las habitaciones de mi casa en junglas plagadas de plantas exóticas que hacía traer desde cualquier lugar de la comarca que pudiera obtenerlas y transportarlas hasta aquí. Marie contemplaba las distintas texturas de las hojas, el grosor y su consistencia, y Arnaud decía:

—Tú serás botánica.

Algunas plantas murieron; otras fueron creciendo hasta llegar al techo, y entonces comenzaron a doblarse para ajustar su tamaño a la superficie por la que debían extenderse si querían continuar alargando sus tallos en busca de la luz. Otras adquirieron colores extraños, y él se deshizo de ellas porque no habían sabido mantener intacta su verdadera esencia, y porque llevarían a Marie a conclusiones equivocadas.

—Algún día tendremos que librarnos también de ti, chérie —me dijo aquella vez mientras comíamos en el jardín—. Creo que tú tampoco estás manteniendo del todo el aplomo que tenías cuando llegamos mi hija y yo a salvarte.

—¿A salvarme?

—Estás cada vez más pálida. Y tan delgada… Creo que te convendría salir de este ambiente y permitirte unas vacaciones en algún sitio tranquilo y relajado.

Marie me miraba por debajo de su flequillo rubio mientras yo intentaba sonreír.

—Pero ésta es mi casa. Yo vivo aquí.

—¿Y bien? También Marie y yo vivimos aquí y no estamos tan enfermos como tú. Míranos y dime si no consideras que representas una influencia negativa con esas ojeras y ese aspecto de mala salud. Insisto, chérie, por tu bien, vete de aquí.

Marie negaba con la cabeza sin pretender hacerlo. El humo de los cigarrillos de su padre volvería a hacer que tosiera sin remedio. La niña movía la cabeza y los ojos, mientras él decía:

—¿Qué te parece mañana? Tienes tiempo de hacer una maleta y de recoger tus cosas más necesarias. Marie te ayudará, ¿no es cierto? Y podrá ir a despedirte a la estación de tren si eso te complace. Siempre es hermoso contemplar el pañuelo blanco y ligero de una chiquilla agitándose al viento en señal de que alguien sabe que te vas y comprende lo que eso significa. Una ida, una llegada, un trayecto, una lejanía…

La vieja y conocida sensación de angustia. Aquella noche Arnaud vino a mi habitación y, sin decir nada, me mostró con un único movimiento de los labios que esa visita sería la última, y que implicaría una inigualable sesión de despiece, unión y nueva sumisión. Las luces rojas se encenderían una vez más, e iluminarían la selvática disposición de las plantas supervivientes, la caótica separación de miembros (piernas y brazos) asombrados de su propia elasticidad, y la fiereza con la que aquel hombre era capaz de emitir graznidos en las horas de mayor silencio, de mayor paz, para después volver a tensar los músculos, aclarar el sentido de su actividad y reiniciar los sonidos ascendentes y descendentes de la entrega más absoluta. La mía.

—Te irás, chérie, y yo volveré a ver por fin.

Arnaud se reía como nunca antes, mientras secaba los dedos de mis pies y los colocaba sobre la almohada, ya lejos de su boca.

—¿Qué es lo que quieres ver?

Se reía. Reunía su pelo con una mano y lo dejaba caer por la espalda sin mirarme, sin apiadarse de las gotas de sudor que me resbalaban por la cara, pegajosas como la resina caliente.

—Nunca has sabido nada, y no saber nada te hace apetecible pero también peligrosa. —Sonrió. Y tras sonreír alzó una mano titánica con el propósito de descargarla sobre todo ese sudor acaramelado que me invadía la cara, y que se vio acompañado por un nuevo líquido más abundante—. ¿Lloras? ¿Por qué lloras? —Se levantó entonces y caminó hacia el otro lado de la habitación para encender un cigarrillo con el destello deslumbrante de un fósforo—. ¿Quieres que te cuente una historia muy antigua e infeliz? ¿Recuerdas el chopo? —Paseaba ahora por el mullido firme del cuarto, que se había convertido en un espacio aislado e impenetrable—. ¿Lo recuerdas? En una ocasión, una señora rodeada de niños decidió descansar a la sombra de ese árbol. Se sentó allí, con un vestido blanco que tenía algún dibujito azul por aquí, a la altura de las rodillas, y murmuró algo, una cancioncilla, un son de palabras que yo no entendía porque yo era un niñito francés con un bañador mojado y los pies descalzos, que miraba a la señora de blanco y que empezaba a deslizarse hacia ella atraído por algo más que una visión solemne, algo más que una canción suave… Una brisa repentina me empujaba por la espalda y me tiraba de los dedos hacia la sonrisa cantarina de la señora sentada a la sombra del chopo. Entré en el jardín y me quedé mirando sus manos, que sostenían un ligero pañuelo con el que se secaba la frente y que luego pasaba por las cabecitas de los niñitos que la rodeaban. ¿Podría pasar el pañuelo también por encima de mí? Más osado: ¿podría regalarme su pañuelo? Me acerqué lentamente en lo que parecieron siglos de avance, y la miré para comprobar la tersura de los labios, la calidez de los ojos, y la aparición repentina de una desmedida, terrible carcajada con la que me señalaba, y que se extendió a los demás niños, que también me señalaban. Corrí. Corrí. Pero creo que ya podría dejar de hacerlo. ¿Tú qué crees, chérie?

Arnaud me señalaba también a mí con una carcajada, y los gritos de una nueva pesadilla de Marie retumbaron por el pasillo. Así que tomé una de las sábanas, salí de la habitación, y llegué al jardín, donde me esperaban los gemidos de la tramontana. El aire azotaba las ramas, Mac ladraba sin cesar, y sólo cuando llegué a la fuente de piedra me detuve para comprobar que Arnaud no me había seguido y que allí, a excepción de la violencia del viento, estaba sólo yo.

Sospecho que lloré durante horas, y que el cansancio y la decepción terminaron por dejarme dormida allí mismo. Al amanecer me levanté del suelo y caminé hacia mi casa para recoger lo poco que pudiera llevar conmigo. Había dormido en el jardín rodeada de los vaivenes de un viento que hace delirar a los niños y gritar a los viejos; entre las notas inconexas de un instrumento feroz que descubre de repente el miedo que se ha mantenido oculto bajo una manta pesada y oscura para que no contemplemos su estructura más obvia. El miedo, la densa inmensidad del miedo, detrás de una capa sólo aparentemente suave de compañía, de la presencia de Arnaud. Había padecido sus corrosivos efectos, y guardé lo que pude en una bolsa de viaje no muy grande. Caminé sigilosa por los pasillos, y observé de lejos la puerta entreabierta del cuarto en el que él dormiría abanicado por las alas de algún insecto de dimensiones extraordinarias. Me acerqué, dejé la bolsa sobre una silla, y me aproximé sin saber lo que quería ver, aunque presintiendo que sería su boca abierta y carnosa aspirando la humedad de la mañana; las manos mostrando unas palmas enrojecidas, surcadas por las líneas cruzadas de la fortuna, la vida y el amor; los hombros fuertes, y el pelo esparcido por la cama como musgo sobre una roca. Retrocedí sin poder dejar de mirarle, pero sin ninguna intención de quedarme. Tomé la bolsa y salí de nuevo al jardín donde una vez hubo un chopo, donde Mac ya no ladraba y donde yo había pasado la noche soñando con las advertencias que me hicieron tantas veces de niña sobre los inconvenientes de mirar directamente al sol.

Caminaba sin saber los horarios de los trenes, dejando mi casa y sin mapas, pensando que quizá Marie los hubiera puesto en mi bolsa para asegurarse de que no iba a perderme, porque ella los guardaba desde que su padre le ordenó que se olvidara de ellos. Me iba recordando los diferentes olores que se entremezclaban en las espesas tardes de verano, tan luminosas, paladeando el sabor de algún helado de nata, y recuperando el roce de los vestidos blancos sobre el césped, consciente de que todo aquello se encontraba adherido a cada una de las piedras que sostenían el peso del lugar que abandonaba, y de que, en realidad, las líneas delgadas o gruesas marcadas sobre un mapa nunca descubren la novedad de ningún viaje. Me detuve entonces un momento, giré la cabeza, y pude comprobar que allí, desde la ventana de su habitación, los ojos miopes resguardados tras las pequeñas gafas de la pequeña Marie me observaban desconcertados, como si traspasaran mis límites y pudieran ver el terreno y las hojas que quedaban justo detrás de mí. Naturalmente, después de advertir algo semejante, dejé caer la bolsa al suelo y me senté dispuesta a esperar.