EL FUMIGADOR

I

A su nodriza le gustaba encender el farol del saledizo de la entrada y dejar que luciera durante toda la noche. Así los seres que no pertenecieran a su hogar sabrían que allí vivía gente, que la casa estaba ocupada. Sólo así los villanos se mantendrían lejos de ella y de su pequeño, y sólo así podrían estar verdaderamente a salvo.

«Soy una mujer que se defiende», decía. «No puedo entender qué clase de mujer es aquella que no lo hace».

La voz de su nodriza envolvía cada uno de los actos de Darío, cada pensamiento, cada intención. A veces, sólo por prestar atención a las curiosas inflexiones de su voz, descubría que se hallaba en un estado de exaltación tal que podría salir corriendo, con los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo, y saltar y reír sin parar. Él la miraba con los ojos muy abiertos, con las manos juntas y recogidas sobre el pantalón corto de color azul, deseando que comenzara a contarle, una vez más, la historia de los pozos vacíos, la historia de la mujer hermosa que le pidió un favor a la mujer solitaria, la historia de la golondrina que había perdido un pequeño huevo desde las alturas de su vuelo, o la historia del hielo que se derritió en el tren. Su nodriza se preguntaba entonces, con una sonrisa extraordinaria, resplandeciente, que cómo podía ser que su niño fuera tan curioso. Y él se echaba a reír. Ella le preguntaba por aquello que conseguía que se despertase su capacidad de sorpresa de esa manera tan feroz y que entonces, irremediablemente, comenzase a vagar por su habitación en busca de una respuesta. ¿Por qué no podía quedarse sentado en la parte más cómoda de su cama, leyendo un libro, repitiendo los fragmentos de esos cuentos que sabía de memoria, imaginando la cara de su nodriza, evocando la voz de su nodriza? ¿Por qué tenía que ser tan curioso y salir al pasillo de puntillas, sin hacer ruido, para aproximarse al borde de las escaleras y avanzar hacia los escalones que descienden y descienden hasta captar una conversación de adultos que él no iba a entender y que él no debía escuchar? ¿Es que no podía detenerse un instante? Un breve instante para que su nodriza pudiera descansar. Porque ella sabía que el cansancio existe. Lo sabía. Esa debilidad infinita sobre los dedos, sobre los hombros y en la parte superior de la cabeza. Sabía lo que es el cansancio. Sí. Sabía lo que era desear una pausa más que cualquier otra cosa en el mundo. Por eso, a veces, no podía sobrellevar tan bien como quisiera la carga de proteger constantemente a un niño que corría veloz hacia los últimos rincones de la casa y que, una vez allí, empezaba a reír a carcajadas, haciendo que todo se volviera de repente mucho más agotador.

Cuando el pequeño Darío se sentaba a sus pies, ella le hablaba en susurros, iluminada al anochecer por la luz de aquel farol, para explicarle que, aunque nadie se hubiera dado cuenta aún, él poseía una elegancia extraordinaria, casi instintiva. Una elegancia que no terminaba de casar con el bosque en que vivían ni con la manera tan desordenada de vestir que había exhibido su padre ni con la dejadez con la que a veces ese mismo padre había decidido comportarse. Su nodriza decía que su niño sabría cómo ser extremadamente amable y sabría también cómo llegar a ser extremadamente rico.

Por las mañanas, al amanecer, el marido de su nodriza bajaba las escaleras y apagaba la luz del farol. Era de día y, por tanto, los que vivían fuera de su casa ya no se atreverían a acercarse a ellos.

2

Había tenido suerte y debía ser consciente de ello. Si no tuviera en cuenta a todas horas, todos los días, lo increíblemente afortunado que era, estaría cometiendo un descabellado acto de ingratitud. Y Darío no podía ser ingrato. Debía, al contrario, dar gracias. Había crecido entre prolongados atardeceres, durante los que un dilatado incendio parecía reflejarse en la zona visible de las nubes, y debía sentirse agradecido por ello. Había dormido acunado por la voz de su nodriza que le repetía incesante, una y otra vez, que allí, en el seno del bosque, podían encontrar lo mismo que hallarían en cualquier otro rincón del planeta. En China o en Australia. Las montañas, el cielo, las corrientes de agua, los vientos… Todo era idéntico. No había nada especial. Y tampoco había nada extraordinario en el comportamiento humano. Siempre se trataba de lo mismo: amor, ambición, cobardía, ilusión, desprecio, impaciencia… Y, por recibir semejantes enseñanzas, debía sentirse agradecido. Su nodriza había construido para él, de un modo asombroso, una casa con la disposición adecuada para que no sintiera miedo. Jamás. Ante nada. Y, también por ello, debía saberse el ser más privilegiado del mundo.

El niño, pensaron sus cuidadores desde el principio, tenía que acostumbrarse a las sombras, a la visión de la profundidad, a las súbitas apariciones de criaturas hasta entonces desconocidas, y decidieron que su habitación sería de cristal. Nadie tiene miedo a lo que conoce, reflexionaron. Sólo lo que no se ve, lo extraño, asusta y paraliza. De modo que la habitación del niño no tendría más paredes opacas que las que daban al interior de la casa. Las que mostraban el exterior serían transparentes y, de esa forma, Darío creció con la presencia de perros abandonados que merodeaban alrededor de la casa en busca de las sobras de la cena. Creció acompañado de los brillos melancólicos de algunos insectos y de los vuelos repentinos de las aves de presa. Aprendió a ver más allá de la negrura profunda de las noches sin luna y prestó atención a los cambios de los contornos y de los aromas del paisaje producidos por la impasible sucesión de las estaciones. Los árboles del bosque, las mínimas variaciones en el horizonte, las ofrendas de la perfección momentánea que parece querer despertarse un instante para morir al siguiente quedaron retenidos como chispazos de felicidad entre los vericuetos de su memoria y, aunque realmente no pudiera explicarlo con palabras ni con imágenes ni con movimientos gestuales de su insólito cuerpo, sabía que debía dar gracias, al igual que sabía que los distintos tramos del tronco de un árbol lo van elevando hacia el infinito.

Sus defensores habían conseguido huir para protegerle, y ahora vivían los tres escondidos, a salvo.

3

Al lado de la puerta de madera que conducía al interior, bajo un gran árbol, había una mesita blanca de hierro rodeada de sillas del mismo color, y, aunque quedaran restos de lluvia y de hojas caídas sobre ellas, Darío y su nodriza solían sentarse allí para hablar, durante horas, de la cuestión que les había obligado a huir.

—Todos tenemos una imagen errónea de nosotros mismos. A veces se trata de una imagen idealizada y a veces de una imagen catastrófica. —Su nodriza sonreía—. Yo estaba convencida de que era guapa hasta que una tarde comprendí que no lo era.

—¿Se puede comprender algo así de repente?

—Sí. Claro que se puede. Y, al comprenderlo, me transformé. No físicamente, desde luego, porque dejé de ocuparme de eso. Me transformé a la hora de hacer cosas o no hacerlas. Modifiqué mi conducta, dejé de sonreír. Dejé, casi, de hablar. Y, por supuesto, dejé de agradar. O, al menos, dejé de intentarlo. Decidí que, ya que no era lo que yo creía ser, ya que mi aspecto externo no tenía nada que ver con lo que yo imaginaba, podía comportarme con absoluta libertad. Ya no tenía que someterme a la tiranía de una imagen ideal que mantener porque ya no había ninguna imagen ideal.

—Yo no quiero desilusionar a la gente.

—Lo sé —decía ella poniéndose los dedos fríos y húmedos sobre los ojos—. Y para que no tuvieras que asustar a nadie te trajimos aquí.

Asustar… Él no había hablado de asustar. Pero sabía que su cuerpo irregular y sus carencias habrían logrado que los demás, los seres hermosos y los seres comunes, se levantaran de donde fuera que se hallaran y salieran corriendo para ponerse de cara a la pared y no ver más. No percibir el desorden. No contemplar las frágiles extensiones de su espalda elevadas hacia el cielo ni la corta sonrisa de sus labios.

«¿Sabes lo que es el equilibrio? ¿La armonía? Pues para los demás, querido niño mío, tú no posees ninguna de las dos cosas», le había dicho su nodriza en una ocasión. «Creen que te falta proporción. Calma. Para ellos no estás en paz con el universo». Se sentaba en los escalones y estiraba un brazo para deslizar los dedos por el pasamanos de las escaleras interiores.

Darío recordaba que aquel día ella llevaba un vestido azul perfectamente limpio que se había ceñido con un cordón también azul, como si pretendiera señalar las líneas de una cintura que quizá en el pasado había llegado a ser estrecha.

«No necesitas darme ninguna explicación», había respondido él, avanzando por el pasillo hacia su habitación.

«Pero el universo puede ser tan dulce. Tan dulce…», insistía su nodriza mientras Darío pensaba únicamente en la posibilidad de darse un largo baño; en la delicia de quedarse en silencio y sentir cómo el agua resbalaba como un extenso velo por el estómago hasta las piernas, dejando una sensación de mansedumbre y delicadeza en sus músculos y en sus párpados.

—Me siento muy orgulloso de vosotros.

—¿Orgulloso? —repetía ella como si no pudiera creer que Darío hubiera elegido realmente aquella palabra—. ¿Orgulloso?

Y luego, tal vez, podía proceder a hablarle de esa elegancia extraordinaria, casi instintiva, que él poseía aunque nadie se hubiera dado cuenta aún.

4

Oyó hablar por primera vez de los fumigadores una mañana de octubre.

Septiembre había pasado sin apenas ser advertido, y el otoño se instaló en la casa con la muerte de un enorme insecto. Darío se agachó para observar cómo aquel extraordinario y aún perfecto organismo de color marrón, segmentado y con forma de tubo, se estrechaba desde el origen, en la cabeza, hasta su conclusión en un breve apéndice triangular. Las alas, dos frágiles y pálidas láminas salpicadas de fugitivas sombras rojizas, cubrían, protectoras, toda su extensión. Debía de haber muerto aquella misma mañana y ahora estaba inmóvil, hundido en el barro con las patas tendidas inútilmente hacia el cielo, como si pretendiera demostrar que éstas aún mantenían cierta fortaleza en su rigidez y que aún podrían mantenerle erguido en algún momento.

Darío se sentó en el suelo, se inclinó un poco más, y contempló los ojos negros del insecto, apagados, a ambos lados de la cabeza, y su perfil de aspecto afelpado. Estaba seguro de que, si se atreviera a tocarlo, hallaría cierta suavidad en el tacto de aquel ser inanimado que no era demasiado hermoso y que parecía dispuesto a mover una de sus antenas y echar a volar o, al menos, empezar a alejarse de una partida de diminutas hormigas que comenzaban a desplegar su frenética actividad en torno a él. Pensó que debía coger con la punta de los dedos una de las alas de aquel pobre cuerpo y llevárselo de allí. Evitar la descomposición. El desmembramiento. Así que extendió una mano y lo desplazó ligeramente de lugar, provocando la consiguiente alteración en la marcha de las hormigas, que comprendieron de repente que allí, sobre ellas, había alguien más. Alguien que sabía que, lo depositara donde lo depositara, bajo la lluvia o a cubierto, en un árbol o sobre la parte más elevada de la piedra más elevada, aquel insecto terminaría desapareciendo, devorado por otras criaturas que, con el frío del otoño y con la progresiva escasez de luz, se irían haciendo más y más lentas. Cada vez más invisibles. Pero, no obstante, allí seguían, dispuestas a proceder con sus obligaciones diarias consistentes en hallar su sustento.

No iba a pensar en sí mismo como futuro alimento para innumerables seres subterráneos. No iba a imaginar la oscuridad completa ni la inmovilidad absoluta ni iba a avivar el pánico a lo irreversible. No iba a activar el terror que le provocaba el final, el terror de saberse un individuo mortal. Pero tampoco iba a quedarse inconmovible ante la desolación. Con lo que, en cierto modo, al apartar al insecto intervino en el juego de creación y ruina propio de la tierra, y desvió, sólo en cierto modo, el curso de lo que tenía que suceder y que, como ya sabía, sucedería de todas maneras. Tal y como los hombres estaban tan acostumbrados a hacer, también Darío se entrometió para entorpecer el normal desarrollo de las pautas de la naturaleza.

—Lo que han hecho con ese bicho es lo que querían hacer contigo —oyó.

Sin que él lo hubiera advertido, su nodriza había estado observando la escena en silencio.

—¿Destruirme?

—Es lo que hacen nuestros semejantes con los seres que consideran peligrosos y cuya peculiar belleza no entienden. Si nos hubiéramos quedado en la ciudad habrían ido a buscarte. Y, a continuación —sonrió su nodriza—, habrían llamado al fumigador. Pobre… Pobrecito mío.

Le buscarían.

—Pero… Aquí no vendrán, ¿verdad? Aquí estamos seguros.

—Aquí no vendrán —corroboró su nodriza—. No se acercarán mientras crean que esta casa está habitada únicamente por seres convencionales que encienden los farolillos por la noche para alejar a las alimañas y a los individuos indeseables que habitan los bosques. No, cielo… Aquí no vendrán.

5

Los insectos desaparecen en otoño.

En otoño caen las hojas de los árboles y, sobre el suelo, forman extensas y tupidas alfombras de tonos ocres. Hojas alargadas y planas… Es entonces cuando se eclipsan los juegos y las risas. El otoño es la época del oscurecimiento paulatino de la alegría, y los monstruos del otoño suelen ser los más malvados, los más deformes e incontrolables. Actúan a su antojo, sin control por parte de sus pobres víctimas somnolientas y desorientadas. No se aplacan con pastillas de colores ni con baños tibios ni con viajes al Este ni con horas y horas de exposición a la luz, y aquel que hubiera engendrado un monstruo de otoño sabría que no existen remedios eficaces ni promesas duraderas.

Pero también es en otoño, en determinados momentos del día, cuando hasta la planta más pequeña puede arrojar una sombra prolongada y armoniosa sobre el suelo.

6

Darío había nacido en otoño, y el día de su cumpleaños meditó largamente antes de hacer la pregunta. Su nodriza leía un libro sobre mitología romana, y él advertía, mientras se debatía entre seguir con su vehemente empeño de formular en voz alta su perpetua aprensión y no hacerlo, cómo la debilidad se asentaba de nuevo en sus ojos, dejándolos tan frágiles que parecían llenarse de arena con cualquier esfuerzo. A veces, cuando la piel que los rodeaba se hacía casi transparente y dos gruesas líneas negras descendían por el borde inferior de sus párpados dando a su cara un aspecto de profunda desdicha, querría poder hablar y caminar con ellos cerrados.

—¿Qué es lo que me hace tan diferente? —se atrevió a plantear al fin—. ¿Por qué hemos de huir y por qué hemos de escondernos?

—Ya lo sabes. —Su nodriza no levantó la mirada de las páginas de su libro—. Los fumigadores.

—Sí… Pero ¿por qué? ¿Por qué yo?

—Querido, siempre has sido demasiado inquisitivo —oyó que decía ella después de unos minutos—. Siempre dejándote llevar por esa perniciosa curiosidad que te hace buscar y buscar y querer saberlo todo. Estar en tres sitios a la vez.

—¿No deberíamos hablar?

—A veces es mejor no hablar de las cosas y dejar que todo continúe tal cual. Si nos explicamos, si empezamos a racionalizarlo todo… —Ella le miró con un resto de desconfianza en los ojos—. Está bien —murmuró—. ¿Qué quieres saber?

—¿Por qué yo?

—Verás, cariño —empezó su nodriza—. Ya te he contado alguna vez que tu madre fue una mujer sensible y frágil. —Se detuvo un instante y tomó aire. Luego continuó—: Una mañana, pocos días después de que tú nacieras, amaneció con los ojos abiertos, mirando al cielo reducido del techo blanco, y fue entonces cuando tu padre creyó volverse loco. Supongo que no pudo soportar la evidencia del vacío. Supongo que sentiría una piedad infinita por sí mismo y por ti, el bebé inacabado que ella dejó y que ya no sería de ella jamás.

A veces Darío creía estar muerto. A veces, cuando oía cómo su nodriza le hablaba de sus orígenes, del inicio de su propia vida, advertía cómo llegaba la oscuridad, cómo crecía hacia la totalidad, y cómo, mientras, un inminente desmayo se desarrollaba autónomo, indiferente a lo que él pudiera exigir o desear.

—Y, ¿entonces?

—Si supieras cómo fue… Si lo supieras… Yo nunca tuve hijos y tú estabas solo, y yo no podía pensar en otra cosa. Simplemente, no podía. Soñaba con una casa apartada en la que crear mi propia familia. Una familia mía…

Tendido en el suelo, caía en un pozo abismal en el que no existían ni el dolor ni el frío ni los ecos de su propia respiración ni los temblores recorriendo sus indefensos y extenuados brazos. Quedaba inconsciente y, dentro de aquel pozo, dejaba de existir.

—… Así que te trajimos para cuidarte. Para que estuvieras con nosotros. Para protegerte del mundo exterior, tan terrible y lleno de catástrofes. Aquí encerrados no vemos a nadie. Y nadie nos ve a nosotros. De ese modo no tenemos que preocuparnos por lo que puedan pensar los demás. Omitimos las consecuencias omitiendo los riesgos, evitando tropiezos…

Procuraba no mostrar ningún signo externo que delatara lo que le estaba sucediendo. Ni llamadas de socorro ni protestas airadas ni lágrimas que, suaves, fueran empapándole la cara y, a la vez, debilitándole aún más.

—… Al principio podía pasar horas contemplando cada uno de tus avances, sin permitir que el caos se apoderara de ti. Organicé tus comidas, curé tus labios agrietados, evité que movieras los pies sin cesar… Hasta que comenzaste a comportarte con cierta calma. Si supieras todo lo que hemos hecho por ti…

—Lo sé.

—¿Lo sabes? ¿De verdad eres consciente de que, de algún modo, viniste a desbaratarlo todo? Antes, ciertas cosas eran sólo mías. La tranquilidad, mis certezas… Pero ahora no puedo pensar en nada que no seas tú. Tú y tu seguridad. Tú y tu dichosa curiosidad. Tú y la posibilidad de que te marches cualquier día.

—Yo no me iré —susurró él—. Nunca.

—Eso no depende de ti, niño mío.

Los dedos paralizados, y los pies. Sus pies… Aquellos objetos distantes y anónimos que se alejaban de sus rodillas, de sus hombros, hasta deshacerse y caer por el precipicio del pasillo para entrar en el salón y, una vez allí, seguir inalterables, ajenos. Sólo permanecían sólidas las palabras de su nodriza que, adoptando un tono neutro, decían:

«Con todo lo que hemos sacrificado por ti, niño mío, eso no depende de ti».

Darío comprendía que, con una frase como aquélla, lo que ella pretendía era darle a entender que la decisión estaba tomada. Sin embargo, no debía asombrarse. Debía olvidar. Abrir los ojos de nuevo, dejar que la intensidad de la luz regresara hasta hacerse casi insoportable, levantarse lentamente, y olvidar.

Él sabía lo que era depender demasiado de alguien, y sabía que esa ofuscación existía y que no era buena porque hacía que algunas noches llorara cuando, sin quererlo, imaginaba que su nodriza podía caerse, enflaquecer y morir. Notaba en ese momento el calor de las lágrimas descendiendo hacia la almohada, y seguía llorando al llegar a la conclusión de que, si eso sucediera, se quedaría solo. ¿Y quién cuidaría de él entonces?

Pero no debía preocuparse. Crecería, aprendería más cosas, mejoraría, seguiría escuchando que la armonía, el aseo y la inteligencia eran los tres pilares sobre los que debía asentarse la formación de un muchacho bien educado que se convertiría con el tiempo en un hombre bien educado, y empezaría a comprender que, en realidad, las más terribles aberraciones anidan en el interior de los demás, en lo más indescifrable del voraz y sórdido comportamiento de los individuos que nos preparan un nutrido desayuno al amanecer, que se sientan a comer con nosotros y que por la noche nos arropan con ternura y dedicación. Recordaría que sólo los seres débiles se vienen abajo y que uno no se puede permitir un solo momento de desánimo; que no se debe ser débil a no ser que se tenga la intención de fracasar, de hundirse en la ruina. Observaría con detenimiento la expresión despierta y siempre vigilante de su nodriza, y volvería a preguntarse por qué. Por qué él. ¿Qué había hecho?

«Pobrecito», escucharía de nuevo. «Pobre, pobrecito…»

Su nodriza querría volver a acunar su extraño cuerpo, y repetiría que su pequeño sabría cómo moverse con elegancia entre las naturalezas muertas del siglo XVIII de Jean-Baptiste Siméon Chardin y cómo comportarse ante una mesa dispuesta con delicadeza, mostrando un exquisito cuidado al sentarse y una extremada diligencia al utilizar los cubiertos. Ella le había dado una educación más que aceptable, y él tendría que demostrarlo ante ella y su marido. Por tanto, no debía acercarse al fregadero de la cocina para beber agua directamente del grifo, sin vaso. No debía tampoco limpiarse la boca con una mano después de comer ni debía echarse a reír con fuerza, como un ser despiadado.

«Te hemos enseñado a ser amable».

Y, con amabilidad, ella volvería a indicarle que, por mucho que intentara esconder la cabeza entre sus propios hombros, jamás lograría pasar desapercibido. Con dulzura, le aseguraría que ofendía a los demás con su simple respiración porque se trataba de una respiración viciada. Le explicaría una y otra vez que era capaz de atormentar a cualquiera que tuviese que permanecer más de dos minutos a su lado a causa, quizá, de su excesiva presencia. En voz baja, casi en un susurro, su nodriza le aclararía que estaba muy cansada de aquella cosa execrable que flotaba por encima de su cabeza como una masa casi opaca de aves, dejándoles a su marido y a ella sin posibilidad de consuelo. Y Darío, entonces, consciente de haber experimentado ya la aguda inquietud que le causaban aquellos argumentos, aquellas recriminaciones, descubriría lo que era querer escapar y, sencillamente, no poder hacerlo.

Desaparecería así la tiranía de los fumigadores para dar paso a la opresión de los seres cercanos, de esos seres buenos: los seres queridos. Tan magnánimos y tan protectores.