Desde el interior de la población colonial,

a lo largo de las fronteras del barrio judío,

sembrando huellas de futuros sultanes, o reyes,

las paredes de piedra

descienden hacia los rebaños de animales.

Las discretas conversaciones de las mujeres

y aquella tendencia a abrir las tiendas,

los puestos callejeros, las puertas que dan paso a las ruinas,

hasta altas horas de la tarde.

Con un poco de café entre las manos

y el fresco temblor de las sedas

que flotan, ultrajadas, pretendiendo evitar la aspereza

de las caras curtidas por el sol.

Joyas de plata auténtica.

Hombres junto a la iglesia

despertando el misterio del edificio.

Años de vida

tejidos en las oraciones al Señor.

Modernas habitaciones.

Frecuentes senderos hacia el Sur.

Y, ahora, extinguidos han quedado

los sonidos somnolientos

que los queridos niños

nos ofrecían a diario desde el mirador.

El viento…

El poderoso, cálido

y destructivo viento.