Me habla cuando aparto los ojos del libro que leo.

Cuando contemplo la atmósfera opaca que nos separa, y pienso

que no hay gran diferencia entre estar aquí

y estar allí.

Sobre la alfombra polvorienta de una habitación iluminada

por el decadente sol naranja de una tarde de domingo.

Los días pasan, la piel se arruga, los calcetines pierden su color azul.

No hay mucha diferencia entre el cansancio de quien desea partir

y el cansancio de quien acaba de llegar.

El aislamiento es el mismo. Y el temblor: idéntico.

El primor del paisaje no los cambia. Una catarata, un crecido pasto verde,

el yermo estío del desierto.

Me habla cuando dejo de leer.

Me analiza con cautela.

No desea que mis ojos se trasladen a un lugar en el que ahora no puedo estar.

Primero oímos cómo cae la lluvia y sólo después, segundos más tarde,

la percibimos sobre nosotros.