Ensayamos ritos, aunque pretendamos que no

y simulemos un acto racional, un movimiento con principio y final,

cada vez que uno descubre al otro

en la secreta confección de sus conmovedoras magias.

Yo cuento hasta tres antes de cerrar mis libros.

Pienso metódicamente en los rostros de los que están lejos.

Él ordena sus zapatos con las suelas pegadas.

Tumbados de lado, como si durmieran.

Yo enumero los pasos por la cocina

y él dispone los cojines de su cama en hileras

para encontrarlos allí por la noche asumiendo la forma humana

de un ser inmóvil que no desaparecerá.

Ambos confesamos al mediodía nuestros pecados

ante el altar insensible del hielo marino antártico.

No hay respuesta ni absolución.

Ningún golpecito en la frente que siga a la frase

«puedes marchar en paz».

Él susurra y niega con la cabeza antes de suspirar y callar.

Yo repito «está bien. Todo está bien…».

Él marca las raciones de comida y revisa las provisiones

con la disciplina de un avaro ante el tesoro.

Yo tacho tenaz en mis cuadernos cualquier palabra errónea

hasta convertirla en un borrón vencido e indescifrable. Un agujero.

Él dobla su ropa con una atención escrupulosa

y la deposita en su bolsa de viaje, sin necesidad de estantes,

como si regresáramos a Europa mañana. O esta misma tarde.

Yo contemplo mis fotografías y me aferro a las imágenes

—repetidas—

que me confirman que nuestra existencia aquí es real.

Las necesidades humanas son simples y agrupables.

Hablar y que nos escuchen.

Entregar el corazón y que nos lo acojan.

Implorar y que nadie nos diga que nuestras oraciones

se deshacen en el vacío al ser pronunciadas.

Nuestros ritos son estrepitosos e inocultables.

Creo que he sido buena, pero no puedo pedirle gran cosa a un dios de hielo

que amenaza con desintegrarse en cualquier momento.