Había tenido un sueño extraño. Su contenido ya se había borrado, disipándose en el brillante sol matinal que se filtraba a través de la ventana. Pero su oscura e inquietante atmósfera persistía. Algo la había aterrorizado en él, pero ahora no podía recordarlo. ¿Tendrían los sueños un carácter profético? ¿Pronosticaban el futuro? Sacudió la cabeza y se levantó prontamente de la cama. ¡Tonterías! Los sueños eran simplemente sueños y nada más.
Dominada por una infantil emoción en aquel día tan especial, Samantha no pudo resistir la tentación de echar un rápido vistazo por la ventana, antes de dirigirse apresuradamente hacia el cuarto de baño, situado al fondo del pasillo. Ocultándose con recato, apartó a un lado las cortinas de percal y miró. ¡Abajo la calle hervía de actividad, lo cual era de lo más insólito en la adormilada Lucerne! Los carruajes avanzaban chirriando, los cascos de los caballos resonaban sobre los adoquines, niños y perros correteaban de un lado para otro, hombres de aspecto importante, enfundados en levitas y tocados con sombreros de copa, se habían congregado en la acera.
No se veía ninguna mujer.
Samantha se apartó de la cortina y frunció el ceño.
Conque las mujeres no iban a venir…
Dos años antes, las mujeres de Lucerne se habían unido, dispuestas a expulsar a Samantha; le habían negado alojamiento, volviéndole la espalda cuando pasaba por su lado y mirándola con aquel virtuoso desdén que se reservaba especialmente para las mujeres de dudosa moralidad. En aquellos iniciales días de soledad, Samantha Hargrave había sido objeto del desprecio de las mujeres de la ciudad y de lascivas conjeturas por parte de los hombres: ¿Qué clase de muchacha aceptaría sentarse en un aula llena de jóvenes, escuchando, en su masculina compañía, explicaciones acerca de temas no aptos para unos oídos femeninos? Estaba claro que Samantha Hargrave estaba allí para corromper la moralidad de la juventud.
Pero de eso hacía dos años y Samantha esperaba que aquellos temores y prejuicios ya hubieran desaparecido. Sin embargo, si las mujeres se negaban a asistir a la ceremonia de su graduación que se iba a celebrar aquella mañana, ello significaba que seguían censurándola.
Dolida pero firmemente dispuesta a no permitir que el boicot la desanimara en aquel día, Samantha Hargrave echó mano de toda la madurez y el estoicismo de sus veintiún años, respiró hondo para tranquilizarse y empezó a arreglarse.
Mientras vertía agua de la jarra de porcelana a la jofaina, se detuvo para contemplar su imagen reflejada en el espejo; se sorprendió de que no hubiera ocurrido ningún cambio milagroso durante la noche. Curiosamente, parecía la misma. Por regla general, solía mostrarse satisfecha de su buena presencia, pero ahora pensó con una pizca de ironía: demasiado bonita. Y después añadió: No hay suficiente edad.
Una doctora tenía que luchar constantemente para ser aceptada; pero una doctora joven y bonita, apenas tenía posibilidad alguna. Como si contemplara el rostro de una desconocida, Samantha trató de examinar objetivamente sus facciones: la despejada frente, la nariz fina, las arqueadas cejas y la suave boca con su ligero mohín…, eran otros tantos inconvenientes para una joven deseosa de abrirse paso en un mundo masculino. ¿Me tomarán alguna vez en serio como médico?, se preguntó.
Finalmente posó la mirada en sus ojos. Sabía que éstos eran su mejor rasgo. Tenía unos insólitos ojos almendrados, ligeramente oblicuos y adornados por largas pestañas negras, y sus extraños y felinos iris, de un gris pálido casi incoloro, bordeados de negro, inducían a algunas personas a pensar que podía ver con más intensidad y hondura que la mayor parte de la gente. Eran unos ojos graves, profundos, grandes, claros y brillantes, y, cuando Samantha miraba a alguien, esa persona veía resplandecer en ellos un espíritu fuerte y decidido.
Samantha inició su aseo matinal, bañándose conforme solían hacerlo las mujeres: de pie sobre una esterilla de goma, se enjabonó con un paño, utilizando el agua de una palangana. Y, como la mayoría de las mujeres, no se enjuagó. La bañera de asiento, novedosa y controvertida (los médicos señalaban que permanecer sentados en el agua era malo para la salud), sólo se podía ver en las casas de los ricos y de los más audaces.
Le temblaron levemente las manos al tomar el corsé de algodón. Tardó un minuto en calmarse; después se ajustó la prenda, pero no tanto como para que le lastimase; por fortuna, Samantha tenía una cintura delgada (gracias a los muchos meses de pasar hambre), ya que muchas mujeres precisaban de una dosis de morfina tras haberse apretado el corsé hasta conseguir el talle de avispa que exigía la moda. Introdujo las largas y torneadas piernas en los pantalones bordados mientras acudía a su mente un recuerdo que la hizo sonreír. Pese a que entonces no había sonreído.
Dos años antes, en su primer día de clase en la Facultad de Medicina de Lucerne, Samantha había sido recibida con un cruel estribillo por sus compañeros de estudios:
Era Venus una hembra
en el mundo de los dioses.
Abrió su corpiño un día
y se acabó la contienda.
¡Qué lejano se le antojaba! ¡Cuánto había cambiado ella y cuánto había cambiado el mundo en apenas dos años! Aquel día de octubre de mil ochocientos setenta y nueve, una asustada y tímida Samantha entraba humildemente en la primera aula; hubiera querido encogerse y ocultarse en el interior de su sombrero, para no tener que sufrir las groseras miradas de los hombres que se habían levantado en los bancos de más arriba. ¡Oh, la de crueldades que habían cometido con ella! ¡Samantha apenas podía creer que hubieran sucedido! Muchas cosas habían cambiado desde entonces.
Sus manos se posaron sobre los botones de la camisa de hilo mientras una punzada le atravesaba el corazón. Qué perfecto iba a ser el día si él viniera.
Samantha se detuvo un momento para pensar en él, imaginarle y recrearse en el recuerdo, y después reanudó la tarea de abrocharse los numerosos botones, desde el busto hasta el dobladillo de la camisa, mientras lanzaba un suspiro de resignación. Era algo así como desear que apareciera el arco iris.
El vestido era distinto de todos los que había tenido hasta entonces. Había sido pobre toda la vida, luchando por sobrevivir de una semana a la otra, ganándose un centavo por aquí y un precioso dólar por allá, llevando una existencia espartana, siempre en la esperanza de que sus sacrificios tuvieran algún día una recompensa. Y ese día había llegado. La modista de Canandaigua había creado una obra casi perfecta.
Después de elegir un gris paloma, el mismo color de sus ojos, habían hojeado las más recientes revistas de moda, en busca de un modelo que copiar. Se decidieron por una creación de Worth, el más afamado diseñador del momento, modificándola de forma que se adaptara a la alta y esbelta figura de Samantha. Redujeron el polisón, que en los círculos elegantes europeos era más voluminoso, y alargaron la falda hasta el suelo en lugar de dejar al descubierto los zapatos, tal como estaba haciendo la escandalosa sociedad parisiense. El ajustado corpiño era de seda jaspeada y se prolongaba por debajo de la cintura, abrazando las caderas, por delante de las cuales colgaban muchos metros de seda gris que, a modo de cortinaje, se recogían en la parte de atrás sobre un polisón de malla de acero. Los ajustados puños y el alto cuello terminaban en un adorno de encaje de Valenciennes fruncido, y los muchos botones que bajaban desde el cuello hasta su liso vientre, habían sido importados de Spitalfields.
Samantha completó su atuendo con unas botas de caña alta abotonadas, un pequeño tocado de plumas sobre los negros rizos recogidos sobre la cabeza y, finalmente, un camafeo en la garganta. Con el corazón agitado, Samantha se dio cuenta de que sólo le faltaba ponerse los guantes y salir por la puerta.
Pero se quedó inmóvil, cerró los ojos, juntó sus largas y finas manos y empezó a recitar en silencio una plegaria metodista de su infancia. Recordando fugazmente a su padre, deseó que hubiera vivido para ver aquel día, y después le dio gracias a Dios por haberle permitido alcanzarlo a ella.
Una vez hecho eso y ya más tranquila, tomó sus guantes grises de gamuza, comprobó que no se le hubiera escapado ningún rizo por la parte de la nuca y, sin mirarse nuevamente al espejo, avanzó con paso decidido hacia la puerta.
El día que empezaba marcaría un triunfo, pero no iba a ser fácil.
El profesor Jones se reunió con ella en el salón. Llevaba esperando media hora, paseando arriba y abajo como un padre antes de una boda, y, cuando se volvió y vio a Samantha de pie en la puerta, su rostro se iluminó como un amanecer.
Ella sonrió; aquél iba a ser un día especial también para él. Todo el mundo tenía la mirada fija en aquel hombre corpulento de sonrosada calva y pobladas patillas que tan audazmente había desafiado a la sociedad y las costumbres; por primera vez en la historia de la escuela, los periodistas iban a presenciar la ceremonia de graduación. El nervioso profesor, decano de la Facultad de Medicina de Lucerne, parpadeó rápidamente tras sus gafas de montura sin aros, incapaz de hablar.
Samantha habló por él.
—¿En marcha, doctor?
Cuando llegaron a la escalinata, Samantha se detuvo de repente y, pensando con rapidez, se acercó la mano a los ojos como si la molestara la luz del sol. En realidad, se estaba protegiendo de las miradas de todos los hombres que, en la calle, la estaban contemplando embobados. Era normal que hubiera quedado momentáneamente deslumbrada: el lago Canandaigua, espejeante más allá de los herbosos declives que comenzaban al otro lado de Main Street, resplandecía con cegadora blancura. Mientras apartaba la mano de sus ojos, Samantha vio el lago y la campiña de los alrededores en todo su esplendor primaveral: las suaves colinas que rodeaban el lago aparecían alfombradas por un centón de granjas y viñedos; los manzanos que crecían libremente alrededor del lago y en la ciudad, ofrecían una explosión de blancos capullos; el cielo era de un azul pálido, el aire estaba tibio y perezoso y un desbordamiento de flores llenaba los jardincitos que flanqueaban Main Street. Por un instante, Samantha se quedó sin respiración. Después vio a los hombres que la estaban mirando y regresó al presente.
Tomando del brazo al profesor Jones, bajó los peldaños, para dirigirse hacia la Facultad.
Ojalá hubieran venido las mujeres, pensó Samantha mientras avanzaba bajo el dosel de flores de manzano hacia la rotonda de la escuela. ¿Es posible que no comprendan que ésta es su victoria tanto como la mía?
Pero era inútil. Las mujeres no iban a venir; ni siquiera se veía a ninguna chiquilla por las calles.
Mientras ella y el doctor Jones pisaban el pequeño puente de madera tendido sobre la corriente que separaba la escuela de medicina de la ciudad, Samantha se sintió invadida súbitamente por la nostalgia. Aquélla sería la última vez que recorriera ese camino. Mientras el profesor Jones buscaba ansiosamente entre la muchedumbre a un hombre al que no lograba encontrar, Samantha recordó con tristeza y cariño la primera vez que sus ojos habían contemplado el edificio principal.
Levantado en un claro de los frondosos bosques distantes apenas doscientos kilómetros de la frontera de los mohawks sobre un antiguo cementerio indio (por lo cual se rumoreaba que el centro universitario estaba habitado por fantasmas), el imponente edificio principal de la Facultad resultaba sorprendentemente llamativo y fuera de lugar, comparado con las sencillas casas de madera de la ciudad fronteriza. Era un majestuoso edificio de ladrillo, de tres plantas, con una singular fachada en la cual podía verse un frontón sobre un vasto atrio rebajado en el muro y flanqueado por columnas de Scamozzi. Dominado por una reluciente rotonda blanca, el interior era un laberinto de aulas, anfiteatros, laboratorios de disección, biblioteca y despachos. Se decía que el edificio había sido diseñado por Thomas Jefferson, que era muy aficionado al sólido y pesado estilo romano. A Samantha se le antojaba monstruosamente pretencioso.
Dos años antes había escuchado en aquel mismo lugar, de labios del doctor Jones, el relato de la leyenda india. Dos desdichados amantes iroqueses habían hallado una trágica muerte en aquellos parajes y se decía que sus espíritus vagaban por allí, llamándose el uno al otro. A veces, cuando trabajaba muy entrada la noche en el laboratorio de anatomía, Samantha había oído unos misteriosos rumores a los que, tras minuciosas investigaciones, no había podido dar explicación alguna.
No era extraño que de pronto pensara en fantasmas, ya que éstos la rodeaban por todas partes. Todos ellos acudirían a presenciar su triunfo: su padre Samuel Hargrave, el áspero y severo siervo de Dios; los inquietos y desventurados espíritus de sus hermanos; Isaiah Hawksbill; su adorado Freddy. ¿Estaría también su madre? ¿Percibía Samantha en la fragante atmósfera primaveral una suave y dócil presencia?
Después pensó en Hannah Mallone y se entristeció fugazmente. Esto es para ti, queridísima amiga mía, éste es nuestro éxito.
Los demás estudiantes se arremolinaban inquietos frente al edificio, de pie a la sombra del enorme atrio. Como jóvenes caballos recién domados que tiraran de las bridas, los muchachos ardían en deseos de saltar, brincar y arrojar el sombrero al aire, pero se lo impedían la solemnidad de la ocasión y las exigencias de la tradición. Los profesores ya se estaban reuniendo y algunos elegantes periodistas de levitas a cuadros y bombines se mezclaban con la muchedumbre. El doctor Jones se disculpó, musitando algo acerca de un tal señor Kent, y Samantha se acercó a un grupito de estudiantes de medicina que conversaban en voz baja.
Abriéndose paso por entre la gente, el pobre doctor Jones se retorcía las manos, buscando aquí y allá. ¿Dónde demonios se habría metido Simón Kent?
En realidad, la culpa del problema la tenía Samantha Hargrave aunque ella no lo supiera. Algunas semanas atrás, uno de los profesores había señalado al doctor Jones que el habitual diploma de la escuela no podría servir para la señorita Hargrave: los diplomas estaban redactados en latín y todos los términos eran masculinos. El nuevo título del graduado era Domine, que significaba «señor». ¿No habría, le preguntó el otro profesor, una versión femenina? ¿No un término que significara «ama», porque no era eso exactamente, sino algo que equivaliera a «señora»? Se reunió todo el claustro de profesores y, al final, se optó por una sustitución aceptable. La llamarían Domina.
El siguiente problema fue la manufactura del diploma. La escuela había mandado grabar todos los pergaminos en serie, con un espacio en blanco para el nombre del graduado. Después de buscar un buen calígrafo que redactara un diploma idéntico con las correspondientes modificaciones en femenino, se encargó el cometido a un granjero de la localidad, llamado Simón Kent. Sin embargo, éste, que debía entregarle el diploma la víspera al doctor Jones, aún no había llegado.
¡Como Kent no apareciera, la situación sería no ya embarazosa, sino catastrófica! La Facultad de Medicina de Lucerne pasaría a la historia; los ojos del mundo estaban fijos en el doctor Henry Jones. (¡Incluso había llegado un reportero de Michigan!). El éxito o el fracaso de su criticado experimento —aceptar la presencia de una mujer en una facultad de medicina— dependía de lo que ocurriera aquel día; sus muchos detractores se alegrarían de verle fracasar miserablemente. El doctor Jones seguía buscando a Simón Kent.
—¡Disculpe! ¡Disculpe!
Samantha se volvió: un corpulento individuo con su sombrero hongo echado hacia atrás, se abría paso hacia ella por entre la gente.
—¡Señorita Hargrave! ¿Podría hablar un momento con usted? —Sostenía un lápiz en una mano y una libreta en la otra—. Jack Morley, del Sun de Baltimore. Me gustaría hacerle unas preguntas.
—La ceremonia está a punto de empezar, señor Morley.
—¿Qué impresión le produce ser la primera mujer que se gradúa en una facultad de medicina?
—No soy la primera, señor. La doctora Elizabeth Blackwell me precedió hace treinta años.
—Sí, es cierto que ella fue la primera, pero no ha habido ninguna otra desde entonces. La doctora Blackwell entró por chiripa y, una vez se hubo graduado, aquella facultad cerró sus puertas a las mujeres. Tengo entendido que luchó usted con todas sus fuerzas para entrar en Harvard.
—Presenté una instancia en Harvard y me rechazaron.
—¿Me permite que le pregunte por qué tenía usted esa ambición? ¿Matricularse en una escuela superior masculina? Hay muchas escuelas femeninas por ahí.
Samantha ladeó la cabeza.
—Deseaba obtener la mejor preparación médica posible, señor. Puesto que estamos en un mundo de hombres en el que los hombres tienen en sus manos lo mejor, deduje que una escuela masculina me facilitaría esa preparación. Es posible que eso cambie algún día —añadió, dando media vuelta.
—Habla usted como una sufragista —replicó él.
El cortejo se estaba formando; tendrían que entrar en la iglesia de dos en dos. Se habían producido muchas discusiones a propósito de la posición de Samantha en la fila: ¿dónde colocarla? Por fin, decidieron situarla a la cabeza, del brazo del doctor Jones, pero ella pidió que no le tuvieran ninguna consideración especial en atención a su sexo; puesto que era la tercera de la promoción, debería ocupar el tercer lugar.
Mientras los demás, cincuenta en total, empezaban a colocarse en fila, el profesor Jones, volviendo a retorcerse las manos, recorrió una vez más la rotonda con la mirada. ¿Dónde estaría Simón Kent?
Las trompetas sonaron de repente y el doctor Jones corrió a situarse en cabeza y dio la señal de empezar. Los indios, unos sénecas con atuendos de piel de ante y adornos de plumas de águila, empezaron a interpretar metálicamente el himno América con trompetas, trombones y tubas. En el silencioso bosque cercano, se produjo un estallido de vida en el momento en que el cortejo empezó a avanzar desde los peldaños de la rotonda: los zorzales y los sabaneros levantaron el vuelo de los frondosos olmos y arces, y los conejos empezaron a corretear por entre la maleza mientras el majestuoso cortejo de hombres vestidos de negro y una sola mujer vestida de gris se ponía en marcha.
El templo presbiteriano en que se celebraban todas las reuniones de la comunidad, se hallaba en las afueras de la ciudad, a unos quinientos metros de la rotonda. El desfile tardó diez minutos en cubrir la distancia y, en su transcurso, Samantha consiguió tranquilizarse. No obstante, al ver la gran multitud de hombres congregados delante de la iglesia, notó que su seguridad empezaba a vacilar.
Había carruajes y calesas de todas clases, caballos, perros y niños pequeños, reporteros y fotógrafos, cámaras sobre trípodes: parecía un circo. Y todo porque una esbelta y comedida joven se iba a graduar junto con un grupo de hombres. Cualquiera hubiera pensado que era un bicho raro. Habían venido desde muchos kilómetros a la redonda para ser testigos de aquel insólito acontecimiento humano. ¡Una mujer que se iba a graduar entre hombres!
El cortejo se detuvo antes de enfilar la escalinata, para dar tiempo a que los fotógrafos impresionaran sus placas. Manteniendo la cabeza inmóvil y el rostro hacia adelante, Samantha volvió los ojos hacia la multitud, observando las expresiones boquiabiertas de los granjeros que, enfundados en sus atuendos de confección casera, estaban presenciando un acontecimiento del que podrían hablar durante años en las noches invernales.
El corazón le dio repentinamente un vuelco. ¡Joshua!
Pero no… Como el hombre que se encontraba de pie en los peldaños se volviera, ella advirtió que no era Joshua, sino alguien que tenía su misma estatura, sus anchas espaldas y la misma tez morena. Qué insensata había sido al pensar que vendría. Había transcurrido un año y medio y ella había jurado no volver a verle jamás.
Samantha echó hacia atrás los hombros. Sobre el golpeteo de los violentos latidos de su corazón, oyó el rumor de las puertas del templo al abrirse y pensó: Si no puedo tenerle a él, no quiero a ningún otro hombre.
Mientras esperaba nerviosamente a que el cortejo penetrara en el templo, Samantha imaginó que algo así debía experimentar una novia. En cierto modo, pensó, es como si me casara. Entraré en la iglesia siendo la señorita Hargrave y saldré convertida en la doctora Hargrave. Éste es el día de mi boda, no habrá ningún otro.
La tensión de sus nervios era tal que, como el cortejo no se pusiera en seguida en marcha, pensó que rompería a gritar. Samantha tuvo la sensación de encontrarse en la orilla de un mar inmenso y brumoso y de haber recorrido cientos de kilómetros sólo para llegar a una playa en la que ahora sentía la necesidad de seguir adelante. Había alcanzado muchas cosas, ganado muchos combates, superado muchos obstáculos, y sin embargo…
Lo percibió frente a ella, a través de aquellas puertas: su futuro. Nuevos combates, nuevos obstáculos, y nuevos (no, eso no debía pensarlo) hombres. Éste es el final de un largo camino; se abre ahora otro nuevo. Pero ¿a dónde va? ¿A qué misterioso destino?
Si las mujeres hubieran venido… ¿Por qué, por qué se habían mantenido al margen?