La sala de justicia olía a ropa mojada. Era una atmósfera mohosa y helada y el excesivo número de cuerpos apretujados en la sala apenas contribuía a calentarla. El viernes anterior la acusación había concluido la presentación de sus alegatos y ahora le correspondía el turno a la defensa; el señor Berrigan tenía que interrumpir su exposición cada vez que estallaba un trueno.
—Teníamos el propósito en este momento, señoría, de llamar a declarar a nuestro principal testigo, el señor Cy Jeffries. Sin embargo, el señor Jeffries ha sufrido un grave accidente y ahora se encuentra en estado crítico en el Hospital del Condado. No se cree que pueda sobrevivir.
Samantha tuvo que hacer un esfuerzo para no mirar a John Fenwick, el cual, estaba segura, había planeado el «accidente».
—La defensa quisiera llamar a declarar a la señora Joan Sargent.
Se abrió la puerta de la sala y todo el mundo se volvió para mirar. Una mujer menuda empezó a avanzar tímidamente y, mientras se acercaba a la barra de los testigos, el dibujante de prensa la representó como un ratón enfundado en un abrigo muy ancho.
—Señora Sargent —dijo Berrigan—, ¿quiere, por favor, decirle al tribunal cuándo acudió por primera vez como paciente a la doctora Hargrave?
—Hace un año.
—Lo siento, señora Sargent, pero va a tener que hablar un poco más fuerte.
—Hace un año —repitió ella, levantando la voz.
—Bien, señora Sargent, ¿quiere decirnos por qué acudió a la doctora Hargrave?
A la señora Sargent había que recordarle con frecuencia que levantara la voz y, cada vez que estallaba un trueno, la mujer se sobresaltaba.
—Todo empezó tras el nacimiento de mi Tim, hace unos seis años…
La sala se sumió en un impresionante silencio mientras todo el mundo prestaba una absorta atención a la pausada voz. El relato de la señora Sargent sólo se veía interrumpido ocasionalmente por el chasquido de alguna mascada de tabaco al caer en una escupidera y por el distante retumbar de un trueno. Habló de sus cartas a Sara Fenwick, del gradual aumento de las dosis del producto, de los consejos de Sara Fenwick en contra de una intervención quirúrgica y de su desesperada visita final a la doctora Hargrave. Cuando llegó a la histerectomía, su voz empezó a temblar.
—Temía que mi marido ya no me quisiera porque no era verdaderamente mujer.
Samantha miró con preocupación a la señora Sargent, temiendo que pudiera venirse abajo.
—Bien, señora Sargent —dijo el señor Berrigan—, ¿quiere decirle, por favor, al tribunal cuál fue la causa de toda esa tragedia?
—¡Sí! —gritó con fuerza la mujer, sorprendiendo a todo el mundo—. La doctora Hargrave me dijo que, si hubiera acudido a un médico en un principio, en lugar de escribir a la señora Fenwick, hubiera podido ahorrarme muchas molestias. ¡Escribí a la señora Fenwick, diciéndole que me sentía terriblemente mal, y ella se limitó a recomendarme que incrementara la dosis del compuesto! —Levantó el brazo y apuntó con un tembloroso dedo a John Fenwick—. ¡Usted! ¡Yo me creí sus embustes!
La sala se agitó; Fenwick se inclinó hacia adelante y murmuró algo al oído de Cromwell. Berrigan miró a Stanton en espera de una señal y, al verla, dijo:
—No más preguntas de momento.
Cuando Cromwell se levantó, acariciándose la roja barba desplegada en abanico sobre su chaleco a cuadros escoceses, Samantha le preguntó en voz baja a Stanton:
—¿No podríamos impedirlo?
—No es posible.
—Ha sido un error. La destruirá.
—Señora Sargent —tronó Cromwell, paseando arriba y abajo delante de ella, como si quisiera aturdiría—, ha manifestado usted ante este tribunal que su dolencia eran unos fibromas. ¿Era crónica la afección, es decir, la tenía constantemente?
—Casi.
—¿Hasta qué extremo había progresado el mal cuando escribió a la señora Fenwick?
—No mucho.
—¿Quiere usted decir que le habló de una dolencia que aún no tenía? —preguntó Cromwell, abriendo mucho los ojos.
—No es eso lo que he querido decir. Está usted tergiversando mis palabras.
—Estoy perplejo, señora Sargent. Si usted no sabía cuál era su dolencia en aquellos momentos, ¿cómo podía facilitarle a la señora Fenwick la información necesaria para que ella pudiera sentar un diagnóstico preciso?
—¡Tenía unos síntomas!
—¿Y qué síntomas son ésos, señora?
—Usted es un hombre, no lo entendería.
—¡Señora Sargent! ¿Está usted diciendo que la mayoría de los miembros de este tribunal, incluyendo a su señoría y a los caballeros del jurado, no pueden comprender, por el hecho de ser hombres, las circunstancias que la indujeron a escribir aquella primera carta? ¿Cómo vamos a poder establecer entonces si la carta era válida?
—¡Era válida! —gritó la mujer, echándose a llorar.
—Señor Cromwell —dijo el juez Venables—, está usted avasallando a la testigo. Señora Sargent, puede usted abandonar el estrado.
Mientras un funcionario judicial acompañaba a la testigo a la salida, se produjo una breve conversación en la mesa de la defensa: cuatro hombres sacudiendo la cabeza y una mujer asintiendo enérgicamente. A continuación, se levantó el señor Berrigan, y, muy a regañadientes, anunció:
—Señoría, la defensa quisiera llamar a declarar a la doctora Samantha Hargrave.
El reportero del cuaderno de dibujos no sabía qué elegir. Los demás habían sido muy fáciles: a Cromwell lo había representado como un oso gris; al señor Berrigan, como una grulla blanca; a Stanton Weatherby, como un sabueso; y al juez Venables como un san bernardo. Pero la doctora Hargrave se le escapaba. Empezó a representarla como un gato egipcio de largo cuello, a causa de sus extraños ojos, pero después rechazó la idea por tratarse de un animal vano y egoísta. Probó después a dibujar un caballo, pero no era lo suficientemente femenino; más tarde dibujó un corzo, pero llegó a la conclusión de que era un animal demasiado tímido. Por fin se le ocurrió la idea de inventarse una criatura totalmente fantástica, con alas y pelo, gracia y poder, y con ojos en forma de almendra, y mientras empezaba a dibujarla y Samantha tomaba serenamente la palabra, resonó a lo lejos el lento avance de un trueno desde el turbulento océano.
Les sorprendió a todos desde un principio y también les decepcionó un poco porque esperaban que gritara y armara un alboroto y les ofreciera un gran espectáculo; en lugar de eso, Samantha permaneció sentada muy tranquila y habló en voz alta, pero, al mismo tiempo, curiosamente reposada y serena El silencio que había caído sobre la sala era casi sobrenatural, y esa vez ni siquiera los salivazos turbaron la quietud, y los truenos, en lugar de competir con ella, daban la impresión de haber sido enviados para puntuar sus frases.
—Señoría, estimados caballeros del jurado, queridos amigos y representantes de la prensa. Éste es un día muy desdichado en la historia de nuestro país porque nuestra misma presencia aquí nos exhibe a los ojos del mundo como una nación de egoístas buscadores de dinero que sacrifican el honor y las vidas en su afán de lucro. Pero yo digo que la batalla que hoy está librando aquí el señor Fenwick no le reportará ninguna ganancia porque los sudarios no llevan bolsillos.
Mientras miraba a Fenwick con sus fríos ojos, Samantha se sintió abrumada nuevamente por un inexplicable cansancio que la obligó a asirse a la barandilla. Mark, que la observaba de cerca, pensó que Samantha estaba insólitamente pálida.
—Tengo muchos testigos que desearían hablar; pero yo quisiera hacerlo en su nombre, si se me permite. Una dama descubrió una mañana que tenía una pequeña úlcera en sus partes privadas. Era una soltera que durante toda su vida había guardado su recato y creyó en la afirmación de la señora Fenwick de que una mujer no debe exponerse a la vista de nadie, ni siquiera a la de un médico. Escribió a esa señora y la respuesta fue que, para resolver su problema, tomara una cucharada diaria del compuesto. La carta de respuesta no hacía ninguna referencia a la úlcera y tampoco permitía adivinar que la señora Fenwick hubiera prestado una atención especial al caso concreto de aquella mujer. Con el tiempo, la úlcera aumentó de tamaño y empezó a supurar. La dama volvió a escribir a la señora Fenwick y una vez más se le dijo que el compuesto la curaría. Creyendo a aquel importante laboratorio, sin saber que sus anuncios mentían, y confiando en el amable rostro del retrato ovalado, sin saber que era el rostro de una mujer fallecida hacía tiempo, mi paciente aumentó la dosis diaria del Compuesto Milagroso.
»La úlcera se enconó y muy pronto le resultó insoportable. Escribió una tercera carta, confiada e ingenua. Le enviaron una loción con la indicación de que se la aplicara diariamente, y le dijeron que siguiera aumentando la dosis del compuesto. Para entonces, mi paciente ingería tal cantidad del producto, cuyo contenido de alcohol es de un veinticinco por ciento, que perdió el apetito y empezó a adelgazar. El tamaño de la úlcera seguía aumentando.
»Finalmente, a instancias de su hermana, la visité. Se encontraba en un estado tan avanzado de anemia, desnutrición y depresión, que temí no poder hacer nada. Y tras haberla examinado, me cupo el doloroso deber de informarle de que padecía un cáncer. —Samantha hizo una pausa a fin de tranquilizarse un poco y para que sus palabras surtieran el efecto apetecido. Una sensación de aturdimiento se estaba apoderando de ella—. Si esa dama, que sólo tenía cuarenta y tres años, hubiera acudido a mí en un principio, yo le hubiera podido extirpar la pequeña úlcera y ella habría seguido viviendo una vida feliz y provechosa. Ahora le doy apenas un año de vida, y los últimos meses estarán llenos de una angustia indescriptible. Gracias al Compuesto Milagroso de Sara Fenwick.
Samantha contempló los rostros de la sala, todos vueltos hacia ella, todos inexpresivos; incluso los periodistas habían dejado las plumas en suspenso.
—Otra víctima de la Compañía Fenwick es una joven que una noche fue triste víctima del ataque de un huésped borracho de la pensión de su madre. Era una muchacha inocente e ignoraba lo que le habían hecho, razón por la cual mantuvo el horrible incidente en secreto y, cuando se le interrumpió la menstruación, sin tener conocimiento de esas cosas y sin relacionar la interrupción del período con el espantoso incidente, suponiendo, en cambio, que estaba enferma, escribió atemorizada y temblorosa a la señora Fenwick. La inocente muchacha recién salida de la infancia, siguió confiadamente los consejos de la carta de esa señora y se bebió todo un frasco del compuesto. Tal como le prometía la carta, el «tumor de la matriz» fue expulsado en medio de grandes dolores y una hemorragia y, cuando la muchacha vio las facciones del «tumor», cayó víctima de una modalidad de histeria que sólo un profundo tratamiento ha podido curar. Pero hoy en día es una mujer destrozada que nunca podrá vivir una vida normal.
Samantha respiró hondo porque su aturdimiento se estaba intensificando. Se agitó un poco y después clavó sus serenos ojos en los doce miembros del jurado.
—Señores, yo he llamado asesinos a los fabricantes de medicamentos. Y les sigo llamando así. Hoy se encuentra presente en esta sala un hombre que se ha quedado solo con sus ocho hijos porque su esposa recurrió a la Cura del Cáncer del doctor Rupert Wells, en lugar de acudir a un cirujano. ¿Cuántos de ustedes tienen en estos momentos una esposa, una hija o una madre o hermana que está llenando su pobre cuerpo enfermo con ese elixir de falsa esperanza y vergonzoso engaño? El señor Cromwell, en su exposición inicial, habló de derechos y libertades. Sería capaz de inducirles a creer que las reglamentaciones de la Administración significan la esclavitud para todos ustedes. Sin embargo, yo les diré de quién son ustedes esclavos… Esos fabricantes de medicamentos son sus verdaderos amos y señores. Porque con sus mentiras les han convertido en sus marionetas. Les hacen promesas que no pueden cumplir y se quedan con su dinero; les tratan como niños o imbéciles, manteniendo en secreto las fórmulas de sus productos como si ustedes no tuvieran inteligencia para comprenderlas. Y puesto que no tienen nadie que les proteja, ustedes confían en ellos como ovejas conducidas al matadero, entregándoles un dinero duramente ganado mientras ellos les dan veneno, habituación a las drogas y muerte.
»¿Por qué se les tiene que mentir a ustedes, caballeros? ¿Y por qué tienen ustedes que tolerarlo? Si compran una botella en cuya etiqueta se dice que hay ron, ¿acaso no esperan ustedes que la botella contenga ron? Y, sin embargo, ¡muchísimas veces han comprado ustedes medicinas que afirman ser lo que no son! El señor Cromwell ha afirmado que yo deseo arrebatarles sus derechos —dijo con una voz clara y fuerte que no permitía adivinar la extraña debilidad que se estaba apoderando de ella—. ¡Yo deseo darles derechos! ¡El derecho a saber qué contiene la medicina que ustedes compran! ¡Porque ése es, caballeros, el estilo de los Estados Unidos!
Levantó la voz y empezó a temblar. Cuando la sala se oscureció Samantha pensó que la iluminación eléctrica estaba fallando a causa de la tormenta, pero después comprendió que no le ocurría nada a la luz. Voy a desmayarme, pensó.
Levantándose con gran esfuerzo y apoyando la mano en la mesa del juez para sostenerse, Samantha dijo con voz estridente:
—¡Esa inhumana explotación tiene que acabar! Y si no lo hacen por ustedes, háganlo por sus esposas e hijos. Háganlo por el pequeño Willie Jenkins, que murió en mis brazos tras haber ingerido unas tabletas para la tos compradas en la tienda de la esquina. Háganlo por una inocente lavandera llamada Nellie, que se trituró el brazo en una máquina de escurrir la ropa tras haberse tomado un medicamento con un contenido de narcóticos tan elevado que la dejó completamente atontada…
A Samantha se le quebró la voz mientras las lágrimas asomaban a sus ojos. En un susurro que ejerció el efecto de un grito, añadió:
—Háganlo por los chiquitines que mueren mientras duermen porque el Jarabe Tranquilizante Milikin contiene la suficiente cantidad de opio como para dejar sin sentido a un hombre. Y háganlo por las pobres y afligidas madres de aquellos niños que tienen que vivir sabiendo que han sido, sin querer, las asesinas de sus propios hijos…
Samantha cerró los ojos y se tambaleó. El trueno estalló directamente encima de ellos y la sala se estremeció. El caos se adueñó de la sala y Samantha vio confusamente que los reporteros se levantaban a toda prisa para correr hacia los teléfonos y oyó el clamor de los vítores de cientos de personas, y pensó absurdamente: Pero si aún no he terminado…
Después, el pavimento de la barra de los testigos cedió súbitamente, como si fuera un escotillón, y Samantha tuvo la sensación de estar cayendo al lóbrego y frío sótano de abajo. Pero Mark la sostuvo a tiempo y lo último que vio, antes de sumirse en la inconsciencia, fueron sus dulces y amorosos ojos castaños, mirándola con gran inquietud.