13

En una coincidencia cuya ironía a nadie se le escapó, el número de febrero de mil ochocientos noventa y ocho del Woman’s Companion, titulado «Sigue el clamor», se distribuyó a los quioscos el mismo día en que tenía que verse ante los tribunales la causa Sara Fenwick contra el Woman’s Companion, y ambas cuestiones alcanzaron tal resonancia, que la tercera noticia del día —el hundimiento del Maine en el puerto de La Habana— apenas encontró espacio en los periódicos de San Francisco. La Compañía de Sara Fenwick estaba tan furiosa por lo que se había publicado en el número de septiembre, que, según se comentaba, tenía el propósito de hundir el Woman’s Companion y de desprestigiar a la doctora Hargrave y su Enfermería.

La víspera del juicio, Hilary invitó a todos a cenar, como para demostrar a la ciudad que no estaban asustados ante la inminente batalla. En secreto, sin embargo, se respiraba aquella noche un ambiente de gran inquietud.

Junto con Samantha y Mark se habían congregado alrededor de la alargada mesa sus más íntimos amigos: los Mason, los Gant, Horace y Gertrude Chandler, Stanton Weatherby y Willella Canby, Merry Christmas, Jennifer y Adam. El pequeño Richard estaba en el piso de arriba, en el mismo cuarto en que su madre había permanecido encerrada cuando los mayores organizaban fiestas, y con él estaban los hijos de los Gant y los tres alborotadores hijos de los Mason. El menú de Hilary consistió en un rosbif con budín de Yorkshire y salsa, patatas con su piel y, para postre, un auténtico bizcocho inglés, de seis capas. Darius sacó un vino de su propia bodega que puso a todo el mundo de muy buen humor, aunque a Stanton Weatherby se le ocurriera pensar que aquello se parecía un poco a la cena de un hombre al que están a punto de ahorcar.

Pese a la inquietud compartida, la cena tuvo un aire muy festivo.

—Lo que no entiendo —dijo Darius, introduciéndose en la boca una col de Bruselas— es por qué esos insensatos insisten en que se celebre el juicio. Les convendría más llegar a un acuerdo fuera de los tribunales. Un litigio será una publicidad negativa para ellos.

—Al contrario —dijo Stanton, que ya había preparado la defensa—. La Compañía Fenwick piensa que eso será una publicidad muy positiva. Creen que saldrán del proceso convertidos en mártires. No son imbéciles. Sus abogados son los mejores y los más hábiles que se pueden contratar. Se encargarán de que todo lo que usted ha publicado, Horace, quede deformado de tal modo, que parezca usted un embustero. Después buscarán la forma de manchar la reputación de Samantha y de Mark para arrojar dudas sobre su crédito. La prensa recogerá cualquier migaja de suciedad y la exhibirá en las primeras planas de todo el país.

Samantha se estremeció al pensarlo: ¿Y si averiguaran que había tenido una hija ilegítima hacía quince años? Miró a Mark, sentado algo más abajo, y éste le dirigió una sonrisa tranquilizadora. Teniendo a Mark a su lado, Samantha no se asustaría.

La defensa no iba a ser fácil. Dada la delicadeza del tema —los problemas íntimos de las mujeres—, la tarea de conseguir testigos iba a ser muy ardua. Samantha estaba preocupada por las pacientes que, habiendo sufrido daños por culpa del compuesto, habían accedido a testificar.

—Sigo sin entender —dijo Darius— que a estas alturas aún haya gente que esté de su lado.

—No es ningún misterio —contestó Stanton—. Ante todo, Sara Fenwick es un rostro muy familiar en todos los hogares norteamericanos. Representa la maternidad y la pureza femenina. Apuesto a que no hay en este país ni un solo armario que no contenga un frasco del compuesto. La Compañía Fenwick es una institución respetada y tan norteamericana como el béisbol, y a la gente no le gusta ver atacados a sus ídolos. Muchos creen que estamos tratando de arrebatarles sus libertades. ¿Control gubernamental de los medicamentos? ¿Cuál va a ser el siguiente paso? ¿Cuánto va a tardar el gobierno en controlarnos los pensamientos?

—¡Pero no se trata de eso! —tronó Darius—. Lo único que queremos es que el etiquetado de los frascos sea fidedigno, para que el público pueda decidir por sí mismo si quiere que lo envenenen. ¡No arrebatamos ninguna libertad, sino que la defendemos!

—Darius querido —dijo Hilary, dándole una palmada en el brazo—, todos estamos de acuerdo contigo. No hace falta que grites.

—Pues me temo que va a haber muchos gritos en la vista —dijo Stanton—. Y muchas otras cosas desagradables.

Todos guardaron silencio un instante y después Stanton añadió despacio:

—Ambrose Bierce definió una vez lo que es un juicio, diciendo que es una máquina en la que entras siendo un cerdo y sales convertido en una salchicha.

Nadie rió.

La sala estaba completamente abarrotada, la gente había empezado a hacer cola ante el Palacio de Justicia una hora antes de que se abrieran las puertas. Había mucho ruido y el aire estaba lleno de humo y de voces masculinas; se oía de vez en cuando el fogonazo de la cámara de algún fotógrafo, y los reporteros acomodados junto a la mesa de la prensa ya estaban empezando a garabatear sus dramáticos relatos. No había mujeres porque una sala de justicia era un feudo masculino.

El juez se llamaba Isaac Venables y tenía fama de hombre justo e imparcial. Los miembros del jurado (todos hombres, puesto que las mujeres no podían formar parte de los jurados) ya habían sido sometidos al agotador proceso de selección y en ese momento estaban ocupando sus asientos mientras los presentes en la sala guardaban silencio y se levantaban. Samantha era la única mujer de la sala y, cuando se levantó con Mark y Horace junto a la mesa de la defensa todos los ojos se clavaron en ella.

«La hermosa doctora Hargrave —anotó un periodista en su cuaderno— estaba deslumbradoramente elegante en la simplicidad de su atuendo; sabe dominarse majestuosamente, como si fuera una reina sometida a juicio, y la postura de su orgullosa cabeza denota una audacia y un valor que raras veces se observan en el sexo débil».

Los tres acusados —Samantha Hargrave, Mark Rawlins y Horace Chandler— iban a ser juzgados por «comentarios difamatorios y perjudiciales contra una antigua y respetada firma». El magnesio destelló en las cámaras de los fotógrafos, el juez Venables descargó su martillo y se inició la vista.

El señor Cromwell, principal abogado del querellante John Fenwick, hizo una declaración inicial, un largo y dramático discurso encaminado a subrayar ante los doce jurados el carácter absolutamente repugnante de la acción de aquellos tres perversos individuos, a lo cual replicó el señor Berrigan, el joven asociado de Stanton Weatherby, con unos comentarios iniciales en los que no sólo refutaba las acusaciones del señor Cromwell, sino que, además, prometía demostrar sin el menor asomo de duda los criminales propósitos de la Compañía Fenwick.

El señor Cromwell llamó a declarar a su primer testigo.

El doctor Smith era un rechoncho y bajito sujeto con gafas a quien un ingenioso reportero describió como un topo vestido con traje blanco. Era el director químico de los laboratorios Fenwick.

—Doctor Smith, ¿quiere usted indicarnos, por favor, la fórmula del Compuesto Milagroso?

—Sí, señor. Contiene hierba cristobalina, camelirio americano, raíz vital, vencetósigo y semillas de alholva.

—¿Contiene alcohol el compuesto?

—Sí.

—¿Con qué objeto?

—El de preservar la estabilidad del equilibrio químico.

—¿Ha intentado alguna vez la Compañía Fenwick mantener secreto ese contenido de alcohol?

—No, señor. Invitamos a todo el mundo a solicitarnos por escrito una relación detallada de la elaboración y composición del producto.

—Si una mujer desea someterse al tratamiento Fenwick, ¿tiene que ingerir alcohol?

—No, señor, ya que el compuesto se presenta también en píldoras y tabletas.

—¿Conoce algún caso de alcoholismo debido al Compuesto Milagroso de Sara Fenwick?

—No, señor, no conozco ninguno.

—Veamos, pues, doctor Smith. —El señor Cromwell, un gigante con una barba pelirroja que se derramaba sobre su chaleco, llenó la sala con su sonora voz—. ¿En qué condiciones se fabrica el compuesto?

—¿Qué quiere usted decir?

—¿Está limpio o sucio el laboratorio?

—¡Está esterilizado, señor!

—¿Se halla usted al frente del laboratorio?

—En efecto.

—¿En qué medida sigue usted la fabricación?

—Controlo cada una de sus fases.

—¿Cabe la posibilidad de que algunas impurezas o ingredientes perjudiciales penetren en el producto?

—No, señor, eso no es posible.

—¿Podrían penetrar bacterias perjudiciales en el producto?

—No, señor. Todas las fases del procedimiento se llevan a cabo en condiciones de absoluta esterilidad.

—Una última pregunta, doctor Smith. ¿Se opondría usted a que su esposa o hija tomaran el Compuesto Milagroso de Sara Fenwick?

—No, señor.

—Gracias. No haré más preguntas, señoría.

El señor Berrigan, el joven y severo asociado de Stanton, alzó su esbelta figura, como si fuera un Abraham Lincoln rubio, y Samantha no pudo evitar las dudas. Se le veía tan joven y barbilampiño.

—Buenos días, doctor Smith —dijo, acercándose pausadamente al testigo con una sonrisa en los labios—. No le voy a entretener mucho rato. Sé que está deseando regresar junto a su familia. Por cierto, ¿ha venido usted a San Francisco en compañía de su esposa e hija?

El químico se ruborizó.

—Yo… no tengo esposa ni hija.

—Ah, ¿no? —El señor Berrigan arqueó sus rubias cejas y miró a su alrededor—. ¡En tal caso, estoy en un error, doctor Smith! Juraría que el señor Cromwell se había referido a una esposa y una hija.

—Creo que hablaba en términos hipotéticos.

—Comprendo. Bien, doctor Smith, al decir que el compuesto se elabora en condiciones de esterilidad, ¿a qué se refiere exactamente?

—¿Cómo dice?

—Defínale, por favor, al jurado el vocablo «estéril». Admitiendo, como es natural, que la palabra tiene otra acepción además de la que solemos aplicar a los bueyes.

Unas risas ahogadas recorrieron la sala.

—Estéril significa exento de gérmenes.

—¿Y cómo analiza usted la posible presencia de gérmenes, doctor Smith?

—¿Perdón?

—En los laboratorios Fenwick, ¿cómo saben ustedes si se registra presencia de gérmenes o no?

—Bueno, pues…

—¿Lo analizan al microscopio?

—Sí, con un microscopio.

—¿Puede darnos un ejemplo de lo que es un germen? ¿Nos puede describir el aspecto de un vibrión del cólera?

—Bueno, verá usted, yo suelo consultar un texto cuando llevo a cabo los análisis.

—Claro, es usted muy meticuloso, doctor. Dígame, ¿dónde obtuvo su título?

—¿Mi título?

—En química.

Los ojos del hombrecillo miraron en dirección a la mesa junto a la cual John Fenwick permanecía sentado en compañía de sus abogados.

—Ah, pues, en el Colegio Jamestown de Ciencias Naturales.

—¿Residía usted en la misma universidad durante sus estudios o vivía en la ciudad?

—Protesto, señoría; no veo la razón de ésa pregunta.

—Señoría —dijo el señor Berrigan—, mi siguiente pregunta aclarará la razón que me guía. ¿Se me permite formularla?

—No ha lugar. Responda a la pregunta, doctor Smith.

—No, no residía en la universidad.

—¿Por qué no?

—Porque el Colegio Jamestown de…

—Siga, doctor Smith.

—Porque el Colegio Jamestown de Ciencias Naturales es una escuela de estudios por correspondencia.

—¿Y de qué duración fue el curso que usted siguió?

—No lo recuerdo —contestó el doctor Smith, colorado como un tomate.

—¿No es cierto, doctor, que uno puede conseguir un diploma de ese colegio mediante el simple envío de cien dólares?

Pausa.

—Sí.

—¿Y de ese modo obtuvo usted su título de químico?

—Sí.

—Por consiguiente, ¡se trata de un título hipotético!

Un murmullo se esparció por la sala y el juez Venables tuvo que utilizar el martillo.

—¿Y sabe la Compañía Fenwick que ese título es hipotético?

—Sí.

—Gracias, doctor Smith. No más preguntas.

El abogado Cromwell llamó a continuación al siguiente testigo: el doctor John Morgani, subdirector de la Compañía Fenwick.

Cromwell se acarició la barba con expresión pensativa.

—¿Puede exponer a este tribunal, doctor Morgani, su situación en la Compañía Fenwick?

—Tengo a mi cargo la producción del Compuesto.

—Yo creía que esa tarea estaba encomendada al doctor Smith.

—Él está al frente del laboratorio. Trabaja a mis órdenes.

—Entonces, ¿el doctor Smith recibe órdenes de usted?

—Sí.

—¿Comprueba usted alguna vez las condiciones del laboratorio?

—Con frecuencia.

En la mesa de la prensa, el reportero que había calificado a Smith de topo, describió ahora al doctor Morgani calificándole de hurón.

—¿Cómo comprueba la presencia de gérmenes en el laboratorio?

—Mediante un microscopio.

—¿Puede describirnos usted, señor, el aspecto de un vibrión del cólera?

—Sí, se parece mucho a una coma.

—Bien, doctor Morgani, ¿puede usted decir al tribunal dónde obtuvo usted su título de químico?

—En la Universidad Johns Hopkins, de Maryland.

—¿Vivía usted en el recinto universitario o en la ciudad?

El público rió y el juez Venables tuvo que hacer uso de su mazo.

—Vivía en el recinto universitario.

—¿Y de cuánta duración fueron sus estudios?

—Cuatro años.

—En ese caso, doctor Morgani —la teatral voz del señor Cromwell retumbó por toda la sala—, ¡el suyo no es un título hipotético!

Mientras la sala estallaba en carcajadas, Mark garabateó una nota y se la pasó a Stanton.

«Lo han hecho a propósito». Y Weatherby escribió a su vez: «Lo sé. Pero no irán a ninguna parte. Espera y verás».

El abogado Berrigan se levantó para efectuar la repregunta, miró al público esbozando una modesta sonrisa y después se acercó a la barra de los testigos.

—La Johns Hopkins —dijo afablemente—. Impresionante en extremo. Verá usted, doctor, tengo ciertas dudas en relación con la fórmula del compuesto. El doctor Smith ha enumerado unas cuantas cosas que no he entendido. Quizá si pudiera usted aclarar al jurado qué son estos ingredientes. Por ejemplo, él ha mencionado la raíz vital. ¿Se conoce por algún otro nombre?

—También se llama orobanca, o hierba tora.

—¿Por qué supone usted que se llama así?

—No tengo ni idea —contestó el químico fríamente.

El alto y joven abogado regresó a su mesa y tomó un libro.

—Aquí tengo, doctor Morgani, un ejemplar de la Herboristería americana de John King. ¿La conoce usted?

—Sí.

—¿Quiere, por favor, decirle al tribunal qué contiene este libro?

—Es una relación de todos los agentes botánicos medicinales que se conocen, de sus propiedades, efectos e indicaciones.

—¿Es un libro serio?

—Es un excelente texto de referencia.

El señor Berrigan se acercó de nuevo a la barra y empezó a pasar las páginas del libro.

—Aquí he encontrado la orobanca y dice que también se conoce con la denominación de hierba vital y la de «regulador femenino». ¿Qué supone usted que significa eso?

—Creo que la definición está ahí, señor. Significa que puede curar los casos de amenorrea.

—¿Quiere, por favor, describirle ese término al jurado?

—Significa interrupción de la menstruación o período.

—Por consiguiente, la hierba tora, o raíz vital, como la llama Sara Fenwick, restablece el ciclo cuando se ha interrumpido, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y cuáles son las causas probables de la amenorrea?

—Hay muchas.

—¿El embarazo es una de ellas?

—Claro.

—En ese caso, la raíz vital y, por consiguiente, el compuesto, es un abortivo.

Se produjo un murmullo en la sala y el juez Venables pidió orden.

—Doctor Morgani, ¿es eso cierto?

—¡Pero no se vende como tal!

—Dígame, por favor, si los ingredientes del compuesto son o no abortivos.

—Sí.

Mientras el señor Berrigan regresaba a su mesa y unos excitados susurros se esparcían por toda la sala, el abogado Cromwell se levantó de su mesa.

—Doctor Morgani —dijo—, ¿receta Sara Fenwick ese compuesto a las mujeres embarazadas?

—No.

—¿Qué tiene por costumbre hacer en tales casos?

—Sara Fenwick insiste claramente en que las mujeres embarazadas no deben tomar el preparado.

—Gracias, doctor Morgani.

En la cuarta sesión del juicio, el señor Cromwell llamó a declarar a la señora Mary Llewellyn. Stanton Weatherby recorrió con el dedo una lista y vio que era una de las testigos cuya declaración Cy Jeffries había podido refutar. Mientras se tomaba un vaso de limonada un caluroso día de agosto, aquella ama de casa de Omaha le había confesado al apuesto «vendedor de cepillos» que había escrito la carta a cambio de dinero y que en su vida había tomado el compuesto. Pero ahora era uno de los testigos de los Fenwick; Stanton se volvió para mirar a Jeffries, sentado al fondo de la sala, y vio que éste se encogía de hombros con expresión perpleja.

—Señora Llewellyn —dijo el señor Cromwell—, ¿escribió usted el veintitrés de abril de mil ochocientos noventa una carta de agradecimiento a Sara Fenwick?

—Sí.

—¿Y cuál era, en esencia, el contenido de aquella carta?

—Le daba las gracias por haberme salvado la vida y devuelto la salud y por haber traído la felicidad a mi familia.

—¿Qué le indujo a escribir aquella carta?

—Llevaba años sufriendo terriblemente a causa de unos trastornos femeninos que me estaban volviendo loca y mi marido se había tenido que ir de casa. Descuidé a mis hijos y dejé de ir a la iglesia. Alguien me aconsejó que escribiera a Sara Fenwick. Lo hice y ella me contestó, enviándome gratuitamente un frasco de su producto y diciéndome que lo tomara cada día y me sentiría mejor. Bueno, pues, señoría, no sólo recuperé la salud, sino que, además, mi marido volvió a mis amorosos brazos y ahora somos nuevamente una familia feliz y yo voy a la iglesia todos los domingos.

Samantha miró hacia la mesa de la prensa y vio que los periodistas estaban anotándolo todo. Uno de ellos, un caballero de alborotado cabello blanco y lacios bigotes, captó su mirada y le envió un guiño. Mark Twain llevaba años lejos de San Francisco, pero aquel sensacional juicio le había inducido a regresar.

A continuación le correspondió el turno al joven señor Berrigan.

—Dígame, señora Llewellyn, ¿es la primera vez que viene a San Francisco?

—Sí.

—¿Qué le parece nuestra ciudad?

—¡Es maravillosa, señor!

—¿Dónde se aloja?

—¡Protesto!

—Se admite la protesta.

—Señora Llewellyn. ¿Por qué está usted aquí, en San Francisco, quiero decir?

—Pues porque el señor Fenwick me pidió que viniera.

—Comprendo. ¿Y le ha pagado el billete del tren?

—¡Ya lo creo, y en primera clase!

—¿Y el hotel?

—El señor Fenwick es muy generoso. ¡Me alojo en el Palace!

Un murmullo de risas recorrió la sala.

—Señora Llewellyn, ¿le han prometido algo a cambio de su declaración de hoy?

Ella miró hacia la mesa de los querellantes. John Fenwick la estaba mirando petrificado.

—Conteste a la pregunta, señora —dijo el juez Venables.

—Bueno, señores. —La mujer se agitó en su asiento—. Necesito pintar la casa.

—Por favor, conteste directamente, señora Llewellyn. ¿Le ha ofrecido algo la Compañía Fenwick a cambio de su declaración de hoy?

—Sí, señor. Cien dólares.

Los murmullos subieron de tono en la sala.

—Bien, señora Llewellyn. En agosto del año pasado, ¿recuerda usted haber invitado a un vendedor de cepillos a tomar una limonada en su cocina?

—No lo recuerdo —contestó la mujer, ruborizándose.

—Ah, ¿no? Él le dijo que se apellidaba Petterson y usted le compró un cepillo para el cabello y después le invitó a tomar un vaso de limonada y un trozo de pastel. ¿No se acuerda?

—No —contestó la mujer, agitándose de nuevo.

—Señora Llewellyn, permítame recordarle que ha prestado juramento.

—¡No recuerdo a ningún vendedor de cepillos!

—No más preguntas, señoría.

A lo largo de los cinco días siguientes, desfilaron por el estrado de los testigos varias mujeres que habían escrito cartas de agradecimiento, todas las cuales figuraban en la lista que Cy Jeffries le había facilitado a Stanton, y todas, después de la declaración de la señora Llewellyn, afirmaron enérgicamente que no habían recibido nada a cambio de la declaración.

Horace Chandler apenas podía reprimir su enojo. Estaba paseando sobre la alfombra de Samantha como si quisiera borrar el dibujo oriental.

—¡Maldita sea! —gritó sin pedir disculpas—. Ya sé lo que se proponen. ¡Están tomando una a una todas las pruebas que publicamos y las están destruyendo! ¿Cómo demonios han conseguido los nombres de todas esas declarantes?

Cy Jeffries, que parecía un matón de los barrios bajos, se limitó a encogerse de hombros.

—Yo sé cómo ha sido —dijo Mark, apoyándose en la repisa de la chimenea—. La Compañía Fenwick tiene por costumbre establecer de vez en cuando contacto con las mujeres que escriben cartas de agradecimiento. A todas esas mujeres, y a otras muchas, la Compañía Fenwick les preguntó si alguien había hecho averiguaciones acerca de sus cartas de agradecimiento. Y me imagino que mencionarían a cierto apuesto vendedor de cepillos.

Le dirigió a Cy una sonrisa, pero el detective se limitó a mirarle enfurecido.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Darius.

Stanton empezó a dar vueltas al anillo de ónix que llevaba en el dedo.

—De nada serviría llamar de nuevo a esas mujeres. Las han comprado. Lo único que podemos hacer es aguardar una ocasión favorable. Tengo curiosidad por ver cómo resuelven la cuestión de la inexistencia de la señora Fenwick. Por lo menos, creo que les podremos acusar de falsedad en los anuncios y de correspondencia fraudulenta. Reproducen su rostro, dicen que la receta del producto es suya y aseguran que ella firma todas las cartas que envía.

—A lo mejor lo hacen a través de un médium —dijo Mark, pero nadie celebró la agudeza.

En la décima sesión de la vista, las mujeres hicieron finalmente su aparición entre el público. A pesar de las protestas de Darius, Hilary se había acomodado en primera fila e iba acompañada de Jennifer, la cual atrajo las miradas de admiración de más de un periodista. El dibujante no se limitó a retratar a los implicados en el juicio, sino que eligió también a algunas personas del público. A Jenny la representó como una mariposa y a Hilary Gant, con su abrigo de pieles, como un perro pastor escocés. Otras mujeres de la sala representaban a la Unión Cristiana Femenina Antialcohólica, al movimiento sufragista femenino, al club de escritoras y al movimiento feminista, varias de cuyas célebres representantes estaban fumando cigarrillos descaradamente. Había también dos ilustres doctoras en medicina llegadas del Este.

La siguiente testigo de Cromwell constituyó una sorpresa para la defensa. En sus investigaciones, Cy había obtenido los certificados de defunción de mujeres que habían muerto pero que todavía se mencionaban en los anuncios de Fenwick, señalando que habían alcanzado «curaciones milagrosas». Tres médicos fueron llamados a declarar.

—¿Conocía usted bien a la señora Saunders, doctor?

—En efecto.

—¿Estuvo usted con ella en su última hora?

—Sí.

—Este certificado de defunción, ¿lo extendió usted de su puño y letra?

—Sí.

—¿Tendría usted la bondad de explicar al tribunal de qué falleció la señora Saunders?

—De un coágulo sanguíneo en el cerebro.

—¿Sabía usted que la señora Saunders tomaba diariamente el Compuesto Milagroso de Sara Fenwick?

—Sí.

—¿Por qué razón?

—Debido a una congestión de la pelvis.

—¿Resolvió el compuesto dicho problema?

—Ella afirmó que sí.

—Por consiguiente, ¿diría usted, doctor, que, aunque la señora Saunders murió por una causa, el Compuesto Milagroso pudo curar la otra dolencia que padecía?

—Sí, señor.

Stanton empezó a dibujar triángulos nerviosamente en su cuaderno de notas. Después escribió: «Han conseguido a todo el mundo», y se lo pasó a Samantha. Ella asintió, tomó la pluma y escribió: «Y se han gastado un montón de dinero. Y ahora, ¿qué?».

Las pétreas expresiones faciales de los jurados no presagiaban nada bueno. Samantha sabía que los Fenwick estaban llevando las de ganar. Pero sólo de momento. Cuando le tocara el turno a la defensa, se presentarían sus testigos, las mujeres que habían sufrido graves daños a causa de la ingestión del compuesto, y entonces Cy Jeffries haría su declaración. En conjunto, seguía conservando la esperanza.

El testigo que presentó Cromwell el onceavo día del juicio era el director de la sala de correspondencia, el cual aseguró categóricamente que los hombres no estaban autorizados a entrar en la sala del correo, lo cual estaba en neta contradicción con lo que Cy había observado.

—Nuestros anuncios prometen que ningún hombre ve las cartas de las comunicantes, y lo decimos en serio. La sala de la correspondencia está enteramente en manos de mujeres.

Stanton miró a Cy y éste sacudió la cabeza.

En la doceava sesión el señor Cromwell dio el campanazo.

—Llamo a declarar a Jane Fenwick.

Todo el mundo se volvió para ver cómo se abrían las puertas y Stanton le preguntó a Mark en voz baja:

—¿Quién demonios es Jane Fenwick?

Una pulcra mujer de cincuenta y tantos años avanzó modestamente por el pasillo, ocupó la barra de los testigos, repitió el juramento sobre la Biblia y se sentó. A petición del señor Cromwell, explicó al tribunal cuál era su relación con la familia Fenwick.

—Sara Fenwick era la abuela de mi marido.

—Entonces, ¿está usted casada?

—Sí.

—En tal caso, la llamaré señora Fenwick. ¿Conoció usted a Sara Fenwick?

—Sí. Yo estuve en casa de los Fenwick en mi adolescencia y fui la compañera de Sara Fenwick, que estaba enferma, durante sus tres últimos años de vida.

—Y en el transcurso de esos años, ¿qué relación les unió a ustedes dos?

—La señora Fenwick me enseñó todo lo que ella sabía acerca de los trastornos femeninos, cómo diagnosticarlos y cómo aconsejar, y, poco antes de su muerte, me confesó que su deseo hubiera sido fundar una empresa dedicada a elaborar y vender una medicina que ella había utilizado durante muchos años y que solía preparar en su propia cocina. Poco antes de morir, Sara Fenwick me reveló la fórmula de esa medicina.

—¿Se trata del compuesto?

—Sí.

—Por consiguiente, el compuesto es efectivamente de Sara Fenwick y los consejos que se dan en las cartas son los suyos, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿A qué se dedica usted actualmente en la Compañía Fenwick?

—Soy la encargada de la correspondencia.

Se produjo una conmoción en la sala (más adelante, Cy insistiría en que en los seis meses que se había pasado trabajando allí, jamás había visto a Jane Fenwick).

—Dígame, señora Fenwick, ¿se la menciona a usted en algunos de los anuncios Fenwick?

—En efecto.

—¿Quiere usted decirnos, por favor, en qué contexto?

—Los anuncios prometen que la señora Fenwick lee y contesta personalmente todas las cartas. Yo soy esa señora Fenwick.

Cuatro reporteros se levantaron de un salto y corrieron a los teléfonos, produciéndose en la sala un caos de tal magnitud que apenas se podía oír el martillo del juez. Samantha cerró los ojos y respiró hondo varias veces mientras pensaba: Tenías razón, Horace, han destruido nuestra defensa…

Después abrió los ojos y miró a la izquierda. John Fenwick permanecía sentado con los brazos cruzados sobre su prominente tórax y con los ojos resplandecientes de satisfacción. Sin embargo, añadió mentalmente: Pero aún no nos han derrotado…

La revista Life y el Saturday Evening Post se mostraban partidarios de los tres acusados y publicaban dibujos satíricos en los que aparecía un enorme gato con la cara de John Fenwick, temblando ante tres ratoncitos armados con garrotes; pero el resto de la prensa les era hostil. El perfil alabastrino de Samantha era una de las fotografías que más aparecían en las primeras planas de los periódicos, y hasta sus menores movimientos y gestos eran debidamente anotados para exhibirlos ante los ojos de la nación. «La doctora Samantha Hargrave está comportándose extraordinariamente bien, manteniéndose aristocráticamente inmóvil en un auténtico gesto de desafío a John Fenwick, sentado en la mesa adyacente».

—¿Y ahora, qué, Stanton?

Los cinco estaban cenando sosegadamente en la residencia de los Gant. Fuera lloviznaba y el aire amenazaba tormenta.

—¿Ahora qué? Pues cabe la posibilidad de que Cromwell se saque de la manga otros testigos, pero yo creo que está a punto de terminar. Les ha dicho con mucho arte a los miembros del jurado que cuanto ha publicado el Woman’s Companion es mentira.

Stanton se detuvo y no terminó de expresar sus pensamientos. En catorce días había logrado conocer el carácter de Cromwell y adivinaba lo que iba a ocurrir a continuación; pero no quería decirlo, por lo menos, de momento.

Al llegar al decimocuarto día, se produjo la maniobra que Stanton había estado temiendo en secreto. Cuando se llamó a declarar a la señorita Hains, la secretaria de Chandler, Stanton fue la única persona de la sala que no se sorprendió.

—¿Conoce usted a la doctora Hargrave, señorita Hains?

—Sí, señor.

La pobrecilla miró con aire de disculpa a su jefe. Horace tuvo que apartar la mirada; había adivinado lo que se proponía Cromwell y no podía soportar la angustia de su secretaria.

—¿Visitaba la doctora Hargrave con frecuencia el despacho del señor Chandler?

—No sé qué quiere usted decir al hablar de frecuencia.

—¿Una vez a la semana?

—Más bien una vez cada dos semanas.

—¿Y qué ocurría en el transcurso de las visitas?

—Protesto.

—Se admite la protesta.

—¿Se reunía con ellos alguna otra persona?

—Sí, señor. El doctor Rawlins.

—¿Se prolongaban las sesiones hasta la noche?

—¡Protesto! —gritó el señor Berrigan, levantándose—. Señoría, esas preguntas no guardan relación con el juicio.

—Señor Cromwell —dijo el juez Venables—, supongo que esas preguntas cumplen algún propósito, ¿verdad?

—Señoría, queremos establecer la moralidad de las personas que han atacado a mi cliente. El señor Fenwick ha sufrido una pérdida de ingresos, su salud se ha resentido, su familia está trastornada y se ha producido un daño en su reputación de empresario. ¡Es necesario, por tanto, determinar las características de quienes han arrojado esas piedras!

Samantha notó un gélido nudo en el estómago y, sin poder evitarlo, dirigió una rápida mirada al «perjudicado» John Fenwick. Todos los periodistas presentes en la sala captaron su mirada. «Le ha arrojado puñales», dijo un rotativo. «Si las miradas pudieran aniquilar», ponderó otro. El Chronicle la calificó de «ajusta indignación».

—No ha lugar. Por favor, conteste a la pregunta, señorita.

—Sí, las sesiones se prolongaban a veces hasta la noche.

—¿Participó usted en ellas alguna vez?

—No, señor.

—Por consiguiente, ¿estaban sólo la doctora Hargrave y los dos caballeros?

—Sí, señor.

—¿Les sirvió usted refrescos alguna vez?

Las manos de la señorita Hains tiraban de la correa de su bolso.

—Té con pastas.

—¿Les sirvió alguna vez bebidas alcohólicas?

Cuando se rompió el asa del bolso, el rumor pareció el de un disparo de escopeta.

—¿Señorita Hains?

—Una vez les serví brandy —contestó la secretaria, inclinando la cabeza.

Stanton Weatherby miró a los doce miembros del jurado y, por primera vez, observó en sus rostros una auténtica expresión de interés.

—¿Sabe usted de qué hablaban en el despacho del señor Chandler?

—Siempre hablaban de medicamentos, señor.

—¿Algún medicamento en concreto?

—Generalmente, el de Sara Fenwick.

—En otras palabras, un medicamento destinado a problemas femeninos.

—Sí.

—¿Utilizaron alguna vez algún material, libros quizá?

—El escritorio del señor Chandler siempre estaba atestado de folletos, cartas y publicaciones médicas.

—¿Cuál era el contenido de ese material?

La pobrecilla se había puesto tan colorada que parecía estar a punto de desmayarse.

—Trataba sobre todo de… problemas femeninos.

—¡Ya! —Cromwell levantó un dedo en ademán retórico—. ¡Nos está diciendo que los tres acusados, dos hombres y una mujer, permanecían solos hasta altas horas de la noche en el despacho del señor Chandler, tomando bebidas alcohólicas y comentando las partes más íntimas del cuerpo de una mujer!

Al ver que los reporteros se dirigían a toda prisa a los teléfonos, el juez Venables utilizó el mazo y a continuación suspendió temporalmente la vista, para que «los caballeros de la prensa se reúnan en mi despacho y yo les aleccione acerca del comportamiento que hay que observar en una sala de justicia».

A la señorita Hains tuvieron que sostenerla cuando abandonó el estrado.

A la mañana siguiente, bajo un cielo plomizo que presagiaba una fuerte tormenta, un numeroso grupo de mujeres desfiló ante el Palacio de Justicia con pancartas en que denunciaban la despreciable táctica utilizada por el abogado Cromwell. Los reporteros se lo pasaron en grande fotografiando a aquel «ejército de formidables amazonas».

Durante los interrogatorios de aquel día, estalló la tormenta. El fragor de los truenos sacudió la sala de justicia, ahogando con frecuencia la voz de Berrigan.

Aquella noche cenaron en casa de Samantha. En ese momento todos se hallaban sentados a la mesa, conversando sobre el fondo de las silbantes ráfagas de viento que hacían vibrar las ventanas.

—Estoy preocupada, Stanton —dijo Samantha, que apenas había probado bocado—. Tras haber visto a Cromwell en acción, temo por mis pacientes. No sé si podrán resistir su táctica.

Weatherby no tuvo ocasión de replicar, porque en aquel momento sonó el timbre de la puerta principal entre el estallido de los truenos e inmediatamente después irrumpió en la estancia el señor Berrigan, completamente empapado por la lluvia.

—¿Qué ocurre? —preguntó Mark, levantándose.

—¡Cy Jeffries! —contestó Berrigan atropelladamente, buscando a trompicones una silla—. ¡Ha sufrido un accidente!

—¡Cómo!

—¡Darius, un poco de whisky, por favor, rápido!

—Tome, Berrigan. Siéntese aquí.

—¿Está bien?

—Se encuentra en el Hospital del Condado, al borde de la muerte.

—¿Cómo…?

—¿Qué…?

El transido joven contempló los angustiados rostros que le rodeaban.

—Dicen que se cayó del tranvía en Hyde Street… —se oyó un jadeo colectivo—, y que le arrolló un coche que pasaba.

Hilary se desplomó en una silla con los ojos llenos de lágrimas mientras los hombres soltaban imprecaciones. Mark tomó la botella que Darius sostenía en la mano y le preparó un buen trago a Berrigan. Después miró a Samantha.

El rostro de Samantha era como una máscara de piedra.

Disponía de dos días para prepararse, ya que el detective había sufrido su accidente el viernes y el juicio no se reanudaría hasta el lunes. Samantha tenía que pensar y organizar muchas cosas.

El despiadado aguacero siguió abatiéndose sobre San Francisco, manteniendo prisionera a la ciudad en su puño atenazador, y mientras las cortinas de lluvia caían implacables, Samantha permaneció sola en el despacho de su casa, junto al cálido fuego de la chimenea, con un vaso de clarete en la mano.

Oyó a Mark intercambiando unas palabras con la señorita Peoples en la entrada principal mientras se quitaba el mojado abrigo, e inmediatamente después le tuvo arrodillado a su lado, besándola.

—¿Cómo está? —le preguntó ella.

—Bastante mal, lesiones cerebrales.

Mark se levantó y se dirigió al carrito de las bebidas.

—Mark —dijo ella en voz baja.

—Sí, cariño.

—Voy a subir a la barra de los testigos.

—¡Cómo! —dijo él, girando en redondo.

—Cromwell atacará a mis pacientes. No puedo someterlas a ese suplicio.

—No lo hagas, Samantha.

Ella se levantó, sintiéndose insólitamente cansada, y se arrojó en sus brazos.

—Ya hemos permanecido demasiado tiempo sentados escuchándoles, Mark. Ahora quiero salir para contarle al mundo la verdad.

—Déjale esa tarea a Stanton. Él sabe hacerlo mejor.