El número del «Caveat» llegó a los quioscos en septiembre y se agotó en tres días. Las oficinas del Woman’s Companion se vieron inundadas de cartas y llamadas telefónicas y las prensas no daban abasto. A finales de semana, empezaron a recibirse telegramas de todo el país —de otras publicaciones que solicitaban ejemplares—, y en pocos días la fiebre del oro de Alaska desapareció de las primeras planas de todos los periódicos del país. Las opiniones eran para todos los gustos, desde las furibundas invitaciones a incendiar las oficinas del Woman’s Companion a los elogios sin reservas del Saturday Evening Post. Los folletos de Samantha desaparecieron rápidamente del mostrador de recepción de la Enfermería y la imprenta trabajaba sin descanso. De repente el escándalo se extendió por toda la ciudad de San Francisco, mucha gente llevaba el Woman’s Companion bajo el brazo y a los farmacéuticos se les hacían toda clase de preguntas y se les exigía la devolución del dinero; en un mes, las ventas del Compuesto Milagroso de Sara Fenwick experimentaron una caída vertiginosa.
—Bueno, pero eso no significa que la gente haya renunciado a los medicamentos patentados —dijo Horace detrás de su escritorio atestado de telegramas—. Lo que ocurre es que en estos momentos no está bien visto tener un frasco del Compuesto Milagroso. Mis informadores me dicen que las ventas de otros medicamentos se han incrementado. Lo que ahora tenemos que hacer —les dijo a Samantha y Mark— es avivar las llamas del incendio. Tenemos que conseguir que el público se ponga furioso. Ahora hemos animado a la gente y tenemos que canalizar esa energía de manera que se exija una reforma. —Su mano rozó las cartas y telegramas—. Esto parece impresionante, doctores, pero en Washington se mantiene un significativo silencio. ¿Les parece que sigamos atacando ahora que la situación está al rojo vivo?
Acometieron seguidamente contra los cinco medicamentos más populares del país y empezaron a trabajar en el número de febrero, «para iniciar el año mil ochocientos noventa y ocho con un bombazo».
Una lluviosa tarde de noviembre Mark acudió al despacho de Samantha. Acababa de recibir por correo la copia de los documentos del divorcio que le enviaba el abogado de Lilian y, junto con éstos, una carta de ella.
Samantha se acercó a la ventana para leerla.
Mi querido Mark —decía la carta de Lilian—, espero que todo te vaya bien. No acierto a expresar lo feliz que me siento. Dierdre está segura de que esta vez van a ser gemelos, ¡en cuyo caso voy a tener las manos ocupadísimas! ¡Me siento ahora tan dichosa entre mi familia, querido Mark! Tengo la sensación de encontrarme en el lugar que me corresponde y de tener una finalidad en la vida. La casa de Isabel está constantemente llena de ruidos y nunca tengo un momento de tranquilidad porque siempre hay alguien que llama a la puerta de mi dormitorio. Todo el mundo dice que mimo a los niños, pero me estoy mimando a mí misma, Mark. A veces me pregunto qué habré hecho para merecer tanta dicha.
Todos hemos leído tu maravillosa revista y estamos muy orgullosos de ti y de la doctora Hargrave. Es para mí un gran orgullo haberte conocido.
Que Dios os guarde a los dos.
Samantha permaneció de pie junto a la ventana un largo minuto, contemplando la pulcra caligrafía de Lilian. Después consiguió hablar y se volvió para mirar a Mark.
—Yo también he recibido hoy una noticia —dijo con voz tensa—. Horace ha venido esta mañana. —Tomó un sobre de encima del escritorio y se lo entregó a Mark—. Tendremos que comparecer ante los tribunales, Mark. Sara Fenwick se ha querellado contra nosotros.
Pero él no abrió el sobre. Miró a Samantha a través del escritorio, sin oír los distantes rumores de la calle ni el rumor de una camilla que pasaba frente a la puerta cerrada.
—Oh, Mark… —dijo Samantha.
Él rodeó el escritorio en un instante y la estrechó en sus brazos mientras ella hundía el rostro en su cuello. Después su boca se unió a la suya en un largo y pausado beso; ahora sabían que tenían todo el tiempo por delante.