Jenny se mantuvo en sus trece. Pese a la insistencia de Samantha de que diera a luz en el hospital, ella no dio su brazo a torcer. El hijo de Adam nacería en casa y Adam estaría su lado.
—Pero puede haber complicaciones —dijo Samantha en tono suplicante.
—No habrá complicaciones —afirmó categóricamente Jenny con los dedos—. Todo va bien.
No obstante, Samantha se trajo a casa todo un equipo completo de tocología y le preguntó a Willella si no le importaría estar disponible, en caso de que necesitara ayuda. Jenny se burlaba de los temores de su madre. Estaba enfrentándose al inminente parto con la misma calma y serenidad con que se enfrentaba a todo en la vida.
—No sé —dijo Samantha, retorciéndose las manos—. Tiene el vientre muy abultado. Y ya no oigo los dos latidos cardíacos. Y lleva una semana de retraso.
—Doctora Hargrave —contestó Willella—, recuerde lo que usted misma suele decir. Jenny no tiene el vientre demasiado abultado, usted no había oído claramente los dos latidos cardíacos, y es normal que el primero nazca con retraso.
Era una calurosa noche de junio. Todos estaban en el salón de Samantha, bebiendo limonada y tratando de aprovechar la escasa brisa que penetraba por las ventanas abiertas. Willella, que se estaba abanicando, pensaba que ojalá se pudiera aflojar el corsé; Hilary, que había conseguido adelgazar y alcanzar el mismo peso que tenía cuando se casó con Darius no estaba molesta por el calor…, el brillo de su frente se debía a la inquietud que sentía por Jenny; y los hombres se habían quitado las chaquetas y desabrochado los cuellos de las camisas. Darius añadió un poco de «refuerzo» a su limonada y a la de Stanton, pero Mark declinó el ofrecimiento. Estaba apoyado en el marco de la puerta, con las manos en los bolsillos, contemplando el parpadeo de las luces de la ciudad. Samantha sabía en qué estaba pensando.
La señorita Peoples apareció en la escalera.
—¿Cómo está? —le preguntó Samantha, acercándose a ella.
—Muy bien, doctora. Está descansando. El señor Wolff la vigila. He pensado preparar un poco más de limonada.
Samantha se mostraba tan inquieta en su afán de cuidar a Jenny, que por fin la muchacha le había pedido que se retirara.
—Me estás fatigando, madre. Déjame descansar, por favor. Te llamaré, te lo prometo.
Y, abajo, tanto Willella como Hilary habían instado a Samantha a que dejara en paz a su hija. Las preocupaciones maternales de Samantha sólo conseguirían poner nerviosa a la chica.
—Cualquiera diría que la doctora Hargrave no ha asistido a miles de partos —dijo Willella con una sonrisa.
—Supongo que la cosa cambia cuando se trata de la propia hija —comentó Hilary.
Pensaba en Merry Christmas, que ya tenía trece años y estaba a punto de convertirse en mujer. Hilary no tardaría mucho tiempo en conocer el trance que ahora estaba viviendo Samantha.
—Tengo que subir —dijo Samantha.
Pero Willella se levantó.
—Déjeme a mí, doctora. Por lo menos, la pobrecilla no se llevará un susto.
Samantha la acompañó a la puerta y murmuró, sin que los demás la oyeran:
—Espere cinco minutos y compruebe las contracciones. Tenía una dilatación de cuatro centímetros hace una hora e insistía en que aún no notaba nada.
—Sé lo que tengo que hacer, doctora —dijo Willella, dándole unas palmadas en la mano.
Retorciéndose nuevamente las manos, Samantha regresó al salón y se quedó de pie junto a Mark. En la cálida noche, se aspiraba toda la intensa fragancia del jardín: las flores, los albaricoqueros, la hierba recién cortada. De vez en cuando, les llegaba una vaharada de apetitoso humo, prueba de que los vecinos estaban disfrutando de una especialidad estival californiana: la barbacoa.
Mark la miró sonriendo y le preguntó solícito:
—¿Qué tal?
—Muy bien. ¿Y tú?
—Estaba pensando.
—¿En qué?
—Estaba pensando en Lilian —contestó él sin dejar de mirarla—. No sé si lo supo, si intuyó lo que tú y yo sentíamos el uno por el otro. Si así fuera, es una mujer más extraordinaria de lo que yo pensaba.
—Ahora es feliz, Mark. Su hermana menor está esperando otro hijo.
—Sí… —dijo él, contemplando de nuevo el jardín.
Aunque Samantha y Mark habían hablado largas horas acerca de Lilian, no habían tratado algo vital: de sus propios planes una vez conseguido el divorcio. Mark parecía no querer hablar de ello y Samantha no quería insistir. Pero se hacía preguntas, esperaba…
—Todo marcha bien —anunció Willella, regresando al salón—. Jenny descansa tranquilamente. —Se acercó a Samantha y le dijo en voz baja—: Las contracciones se producen ahora cada cinco minutos y la dilatación es de seis centímetros.
—¿No le duele?
—Dice que no. Le he observado la cara mientras comprobaba la contracción. ¡Creo que me ha dolido a mí más que a ella!
Samantha comprendía de pronto lo que sentían los padres cuando aguardaban en el saloncito especial de la Enfermería. Era la única estancia donde se permitía fumar y, aunque las bebidas alcohólicas estaban prohibidas, todo el personal sabía que las introducían a escondidas.
La señorita Peoples regresó con otra jarra de limonada y una bandeja de pastelillos chinos de almendra. Mientras Darius volvía a llenar su vaso y el de Stanton —añadiendo a cada uno de ellos un chorrito de su frasco de bolsillo—, Hilary tomó una baraja e invitó a Willella a jugar una partida. Samantha regresó a la puerta abierta y permaneció al lado de Mark en comunicativo silencio.
Al poco rato Willella levantó los ojos de las cartas y dijo:
—¡Los gatos andan esta noche alborotados! Tiene que haber una damisela en el barrio. ¡Oigan a ese macho!
Samantha sonrió al oír un apremiante maullido en la lejanía. Los gatos tenían suerte; eran tan elementales… Cuando querían algo, lo pedían sin más. Nada de juegos complicados, diplomacia, modales ni normas de etiqueta…
—¡Eso no es un gato! —exclamó Mark, apartándose de la puerta.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Samantha.
Ella y Willella subieron a toda prisa al piso superior mientras los demás se congregaban junto a la puerta del salón con miradas expectantes. Samantha no llamó antes de entrar; irrumpió, sin más, en la habitación.
Adam levantó los ojos sonriendo y después reanudó la tarea de limpiar el cuerpecillo con un suave lienzo.
—¡Jennifer! —exclamó Samantha, acercándose presurosa a la cama.
Primero examinó al niño…, estaba en perfectas condiciones; después, con lágrimas en los ojos, medio riendo y medio llorando, regañó severamente a su hija y a su yerno con gestos sincopados.
Adam soltó al niño lo justo para poder decirle con los dedos «No hubo necesidad de llamarte, madre» y después lo tomó de nuevo y lo depositó en los brazos de Jenny.
Pero Jenny se sintió muy pronto agotada y lo dejó todo en manos de las doctoras. Samantha examinó al niño con más detenimiento. Era perfecto en todos los sentidos y ya era guapo, pensó. Cuando creciera, todo el mundo podría ver cómo era Adam realmente.
Samantha se sentó en la cama y preguntó con los dedos:
—¿Cómo le vamos a llamar?
—Hemos elegido Richard… en honor del rey —contestó Adam con palabras.
Samantha no pudo contener las lágrimas. Su llanto cayó en la colcha, en grandes gotas.
—Richard Wolff. Qué chiquillo tan aristocrático.
Cuando la noticia llegó al salón, Stanton Weatherby comentó algo en voz baja acerca de las «obstinadas mujeres Hargrave» y se volvió a llenar el vaso, prescindiendo esa vez por completo de la limonada.