Aquello no se parecía en nada a las antiguas salas de operaciones: Samantha y su equipo llevaban sobre sus vestidos inmaculadas batas blancas y gorros que les cubrían el cabello; los instrumentos estaban esterilizados, la señora Sargent estaba durmiendo bajo unas sábanas desinfectadas y la anestesista estaba vigilando pulso y respiración, haciendo anotaciones en uno de los nuevos diagramas diseñados por el Hospital General de Massachusetts. Iba a ser una operación abdominal de rutina: los audaces experimentos de Samantha en el St. Brigid’s se estaban convirtiendo ya en algo normal.
Trabajaban en silencio. Willella, de pie, frente a Samantha, sosteniendo los retractores, pensó que la doctora Hargrave estaba un poco distraída aquella mañana: bueno, la directora tenía muchas cosas en que pensar…
Una de las cosas que ocupaban la mente de Samantha en aquella soleada mañana era la fiesta que se iba a celebrar en la residencia de los Mason por la noche: una fiesta de cumpleaños en honor de Samantha, que en esa fecha cumplía treinta y siete años. Pese a sus protestas, no había podido disuadir a sus amigos, sobre todo a Hilary que, ahora que Winifred ya tenía más de un año, se disponía a iniciar una nueva vida.
Hilary era una mujer afortunada. Tras sufrir el accidente en la escalera, se sentó a hablar con Darius, el cual, a pesar de hallarse todavía un poco confuso, accedió a practicar la contracepción y a concederle a Hilary un poco más de libertad. Se opuso a que ella tuviera su propio talonario de cheques, pero en todo lo demás se mostró dispuesto por lo menos a intentarlo.
Samantha estaba pensando también en Jenny: Hilary había puesto punto final a la larga carrera de la maternidad y Jenny estaba iniciando la suya. Aunque el inminente parto (iba a producirse dentro de dos semanas) estaba suscitando mucha emoción, Samantha no podía menos de sentirse preocupada. Jenny estaba muy gruesa y, al examinarla, Samantha había creído captar dos latidos cardíacos distintos. Sería bonito que nacieran gemelos, pero ello aumentaba el riesgo de complicaciones. Samantha deseó, de pronto, conocer mejor los antecedentes familiares de Jenny.
Jenny estaba muy tranquila. Esperaba con absoluta serenidad, como si estuviera a punto de cumplirse el único objetivo de su vida, apoyando las manos sobre su abultado vientre y teniendo a Adam constantemente a su lado.
Samantha volvió a concentrarse en la operación. La matriz ya había sido extirpada y, tras limpiar la cavidad para poder examinarla mejor, ella y Willella efectuaron una inspección de los órganos circundantes y procedieron a suturar la herida.
—Enfermera, tenga la bondad de pedir a la doctora Johns que efectúe un examen macroscópico de esta matriz. Y, si el doctor Rawlins está en el laboratorio de patología, ¿quiere decirle, por favor, que saldré dentro de media hora?
Mientras empezaba a suturar, Samantha se emocionó. En cuanto terminara de visitar las salas, ella y Mark se irían al despacho de Horace Chandler, para organizar la forma definitiva del artículo sobre Sara Fenwick.
No cabía duda de que lo que se proponían —publicar una sensacional acusación contra el principal fabricante de medicamentos de los Estados Unidos— iba a causar un escándalo. Tras la publicación por parte de Chandler del contrato de la Ayer bajo el título «Un fabricante de medicamentos se burla de la libertad de prensa», la venta de los «bitters» de la Ayer experimentó un descenso en picado, el Woman’s Companion se vio inundado de cartas y los abogados de la Ayer visitaron al señor Chandler. Estaba claro que el público leía los artículos y pedía más.
Bien, pues Cy Jeffries se había encargado de que el siguiente artículo echara chispas.
El agente de la Pinkerton había llevado a cabo una labor fenomenal. Tras haber conseguido un empleo en la sección de envíos de la fábrica Fenwick, el detective descubrió un material más explosivo de lo que habían previsto: averiguó que muchas de las cartas de testimonio eran pagadas (veinticinco dólares a cualquier persona que escribiera una carta, asegurando haber alcanzado la curación), y descubrió que el embotellado del producto se realizaba en condiciones antihigiénicas. Uno de sus mayores éxitos se lo apuntó al entrar en la sección de correspondencia, donde, según los anuncios de la Fenwick, «ningún hombre pone jamás los pies». Jeffries contó a varios empleados varones y vio a dos muchachos riéndose en un rincón de una carta que acababan de recibir.
Su mayor tesoro, sin embargo, era la fotografía.
Horace Chandler la iba a publicar en la primera plana del número de septiembre. Era una fotografía de la lápida sepulcral de Sara Fenwick con las fechas claramente visibles —Sara Fenwick había muerto seis años antes de que se fundara la empresa— y, debajo, Horace iba a publicar la reproducción de un anuncio que decía: «La señora Fenwick en su salón puede ayudar mejor que ningún médico a las enfermas de este país».
Mark y Samantha también tenían algo que aportar. Él había realizado unos análisis en el laboratorio, descubriendo que el compuesto no era tan inofensivo como creían: uno de los ingredientes era un abortivo. Por su parte, Samantha había escrito varias cartas a Sara Fenwick, firmando con su nombre, pero sin añadir las iniciales D. M. En la primera describía un confuso malestar y Sara Fenwick le contestó aconsejándole que tomara una cucharada diaria del compuesto. Samantha envió una segunda carta, manifestando que sus síntomas se habían agravado, y Sara Fenwick le dijo que duplicara la dosis. A su tercera carta, donde comunicaba que el médico le había recomendado una intervención quirúrgica, Sara Fenwick contestó que medio frasco diario del compuesto la salvaría del bisturí.
Había tanto material, que Horace Chandler decidió dedicar casi todo el número de septiembre del Woman’s Companion a Sara Fenwick. Aparte del artículo sobre el compuesto Fenwick, iba a publicar unas denuncias complementarias más reducidas. Siguiendo el consejo de Samantha y Mark, Horace se concentraría en los «bitters» de Wertz. La Cura de Kickapoo de Tía Trudy y la Cura del Licor Secreto de Sears. En relación con este último, Horace tenía previsto reproducir a dos planas un anuncio que figuraba en el catálogo de Sears: la imagen de una mujer vertiendo subrepticiamente algo en la taza de café nocturna de su confiado marido, dando a entender que con ello se evitarían sus correrías de beodo por las noches. Horace añadiría el siguiente pie de foto: «¡Vaya si le mantendrá en casa toda la noche! Contiene la suficiente cantidad de narcótico para dejarle sin sentido en cuanto se termine el café». Y en la otra página, con el pie «Eso en caso de que la Cura del Licor sea demasiado efectiva», una reproducción de la Cura Sears del Hábito del Opio y la Morfina. El número iba a llevar un título en vivos colores en la portada: CAVEAT EMPTOR, ¡Cuidado, comprador!
Mientras Samantha aplicaba vendajes a la herida de la señora Sargent, entró en la sala la enfermera Constance.
—Doctora Hargrave, la señora Rawlins pregunta si puede verla en su despacho.
—Desde luego, Constance. ¿Quiere usted quedarse con la señora Sargent hasta que despierte, por favor?
—Hola, Lilian —dijo al entrar en su despacho—. ¿Le apetece un poco de té?
—No, gracias, doctora.
Samantha rodeó su escritorio, preguntándose cuál sería la razón de la visita. Los tratamientos de Lilian habían terminado… Samantha ya no podía hacer nada más; el resto dependía de ella y Mark. Y era la hora del almuerzo en el hospital; Lilian siempre ayudaba a dar de comer a los niños a aquella hora.
—¿En qué puedo ayudarle, Lilian? —preguntó Samantha, sentándose y enlazando las manos sobre el escritorio.
—Doctora, quiero darle las gracias por todo lo que ha hecho por mí. Los tratamientos, los consejos, el interés. Ha sido mucho más de lo que otros médicos me han ofrecido.
—No pierda las esperanzas.
—Las he perdido. He perdido todas las esperanzas, doctora.
Samantha la miró fijamente. La afirmación de Lilian había sido serena y reposada y su actitud era de sosiego; el comportamiento de una mujer resignada.
—Por favor, no se dé por vencida todavía —dijo Samantha.
—No, doctora Hargrave —contestó Lilian, levantando una mano enguantada—. Cuando abandoné todas las esperanzas en San Luis, me había resignado a mi destino. Cuando vine aquí, usted me infundió nuevas esperanzas y se lo agradezco. Pero no puedo confiar por tercera vez, doctora. No podría resistirlo.
—Pero es que no hay razón para desalentarse.
—Voy a cumplir cuarenta años, doctora. Me casé tarde. Es más, cuando conocí a Mark, ya me había resignado a ser una solterona. He perdido la ilusión. Comprendo ahora que no tenía que ser.
—Por favor, no piense que ha fracasado porque no puede tener otro hijo —le dijo Samantha afectuosamente—. Para los niños y las niñas de la sala infantil, usted es una madre.
—No me estoy refiriendo a la maternidad, doctora. Lo que no tenía que ser es mi matrimonio con Mark.
Se miraron fijamente una a otra.
—Estábamos enamorados cuando nos casamos, doctora Hargrave —dijo la serena voz—, y aún nos seguimos amando, pero este año y medio que llevo en San Francisco me ha hecho reflexionar y pensar mucho. Ahora sé que me casé con Mark por razones equivocadas. Estaba sola. Tenía treinta y tantos años y me asustaba la soltería. Y necesitaba desesperadamente… —su voz se trocó en un murmullo—, necesitaba desesperadamente tener un hijo. —Lilian respiró hondo y se agitó un poco en el asiento—. En realidad, Mark y yo no teníamos nada en común. Bueno, sí, el teatro, la poesía, todas estas cosas. Pero nada sólido ni reconfortante. Yo estaba en Nueva York, visitando a unos primos. Conocí a Mark en una merienda campestre. Creo que yo le atraje por la misma razón que él me atrajo a mí: quería una familia. Y supongo que, si hubiéramos conseguido crear una familia, hubiéramos tenido intereses en común. Pero cuando… —Lilian se miró las manos—, cuando murió nuestro hijo, empezamos a apartarnos el uno del otro. Mark estaba muy nervioso en San Luis. Quería hacer en la vida algo más que ejercer la medicina en un consultorio de barrio. Cuando la universidad le ofreció un puesto de profesor, le pareció una magnífica oportunidad. Aunque yo no quería dejar a mi familia, estaba dispuesta a todo por la carrera de Mark y accedí a acompañarle. —Levantó la cabeza y miró fijamente a Samantha—. Mark encontró aquí en San Francisco lo que quería. Ahora es feliz, tiene intereses e ilusiones. Y yo me alegro por él.
Samantha separó las manos lentamente y se reclinó en su sillón.
—Doctora Hargrave, quiero regresar a casa. —Por primera vez, la serena fachada de Lilian se descompuso un poco: la barbilla le temblaba—. Echo de menos a mi familia. Estoy deseando abrazar a mis sobrinos. Sé que aquí tengo a los niños de la Enfermería, pero son muy fugaces. Yo les tomo cariño y ellos se marchan. Ahora temo quererles a causa del dolor que experimento después. Doctora Hargrave, yo quiero hijos permanentes, hijos que en cierto modo formen parte de mí, de mi propia carne y sangre. Mis hermanas…
Samantha se levantó y tiró del cordón de la campana. Después se sentó al lado de Lilian.
—Mis hermanas —continuó ella— quieren que regrese a casa, doctora Hargrave. —Los ojos color avellana de Lilian se empañaron—. Es el lugar que me corresponde.
Finalmente, las lágrimas empezaron a brotar. Samantha le ofreció un pañuelo; aún no estaba en condiciones de hablar.
Al cabo de un momento, Lilian se sobrepuso.
—Quiero a Mark, doctora Hargrave, y por nada del mundo quisiera causarle daño. Pero no soy la mujer con quien debió casarse. No puedo darle lo que necesita…, no puedo compartir su interés por su trabajo. Si he de serle sincera, doctora, su trabajo en el laboratorio me resulta desagradable. Admiro lo que está haciendo, pero no me gusta que me lo cuente. Y yo intuyo que mis constantes referencias a mis sobrinos le molestan.
Llamaron a la puerta y apareció la enfermera Hampton.
—Tráiganos un poco de té, por favor —le dijo Samantha con voz tensa.
—No es una decisión precipitada, doctora —dijo Lilian al marcharse la enfermera—. Llevo muchos meses pensándolo. Cuando la señora Gant tuvo a su hija el año pasado, me volví loca de angustia. Regreso a casa, doctora Hargrave.
Samantha hubiera querido preguntarle: ¿Se lo ha dicho a Mark? ¿Qué opina él? Pero guardó silencio.
Sin embargo, como si hubiera leído sus pensamientos, Lilian dijo:
—Mark no está contento. Se lo dije anoche. Mantuvimos una larga conversación. Fue nuestra primera conversación auténticamente sincera en mucho tiempo. Mark se echa la culpa de todo y yo no puedo convencerle de lo contrario. Él y yo pertenecemos a mundos distintos. —Su voz adquirió más firmeza—. Amarse no es suficiente. Hay también una necesidad de satisfacción. Yo necesito a los hijos de mis hermanas y Mark necesita su carrera. Pero yo no puedo satisfacer mis deseos aquí, en San Francisco, y el no puede ver cumplido su sueño en San Luis. Somos un obstáculo el uno para el otro, nos estamos impidiendo mutuamente alcanzar lo que de veras queremos, y eso es contrario a la finalidad del matrimonio. Él debe quedarse aquí y yo debo regresar a San Luis.
Por último, Lilian guardó silencio, como si acabara de pronunciar un discurso aprendido de memoria, y Samantha pensó: ¿Por qué me has contado todo eso? Pero ya sabía la razón…
Cuando regresó la enfermera Hampton con una bandeja, Samantha dijo:
—¿Le apetece tomar el té conmigo, Lilian?
—Me encantará, doctora Hargrave —contestó la señora Rawlins, consiguiendo esbozar una sonrisa.
Samantha permaneció sentada largo rato en su despacho, tras haber pedido que no la molestaran, y una vez se hubo serenado, se levantó y salió. Bajó la escalera que conducía a las cocinas, al lavadero y al depósito de cadáveres, y vaciló ante la puerta que mostraba la placa de Laboratorio.
Al entrar encontró a Mark inclinado sobre el microscopio. Él levantó los ojos.