Estaban a finales de mil ochocientos noventa y seis y empezaba a correr el rumor de que había oro en Alaska. San Francisco se había convertido de nuevo en el centro de la prosperidad generada por la fiebre del oro. Los que lo buscaban en Alaska, con sus camisas de franela y sus chaquetones de lana eran un espectáculo habitual y los periódicos publicaban reportajes acerca de los peligros de los campamentos del Yukon. La manía del oro se había contagiado a todo el mundo, incluido Darius Gant, que facilitó un anticipo de dinero a un par de buscadores a cambio de la mitad de las ganancias, y, durante algún tiempo, San Francisco revivió el virulento bullicio de otros tiempos.
Debido a ello, los artículos de Samantha en el Woman’s Companion tuvieron que competir con otras muchas noticias para ganarse la atención del público.
El número de diciembre publicó un artículo titulado «¡Hay veneno en esa medicina!» y en el de enero apareció un artículo en forma de encuesta bajo el título de «¿Con qué facilidad se droga usted?», destinado a analizar el conocimiento que tenía el público de los específicos. Sin embargo, ninguno de ellos provocó la reacción que había producido el primero… El público se había dejado arrastrar por las leyendas del Yukon y Horace Chandler afirmó que sólo podrían atraerlo escribiendo algo auténticamente sensacional.
Por consiguiente, cuando no practicaba intervenciones quirúrgicas o trabajaba en las salas, Samantha dedicaba su tiempo libre a redactar en casa un reportaje titulado «Mi pesadilla de drogada». Aunque estaba escrito en primera persona y con nombre supuesto, la historia se basaba en un caso auténtico de los archivos de Samantha, y describía con todo realismo la situación típica de una mujer habituada a los medicamentos.
Pasaban los días en una interminable sucesión de pacientes, tratamientos, tragedias y victorias; el húmedo invierno de San Francisco se estaba acercando al umbral de la primavera y la fiebre del oro se encontraba en pleno apogeo.
Samantha y Mark se vieron muy a menudo durante aquellos lluviosos meses, pero jamás volvieron a repetir su noche del laboratorio. Con frecuencia ambos permanecían sentados en el despacho de Samantha tomando el té mientras escuchaban el rumor de los carros de la comida circulantes por los pasillos y el de la lluvia que golpeaba la ventana. No necesitaban hacer el amor, lo hacían con los ojos, con algún contacto ocasional y con sus pensamientos, acercándose el uno al otro y uniéndose. Trabajaban en los artículos sobre las drogas… Mark en el laboratorio, analizando tónicos y elixires, Samantha, elaborando resúmenes y estadísticas. Pero jamás mencionaban lo que sentían en su corazón, porque era innecesario; ambos lo sabían. Estaban enamorados y se querían.
—Afloje esos músculos, por favor, señora Sargent; muy bien. —Samantha clavó la mirada en la pared que tenía delante, representándose la anatomía—. Está bien. Ya puede vestirse.
Se apartó de la mesa de reconocimiento y se dirigió hacia la pila, para lavarse las manos.
En la mesita contigua estaban el bolso y los guantes de la señora Sargent junto con el ejemplar del Saturday Evening Post que la mujer había estado leyendo; estaba abierto por la página de un artículo sobre el presidente McKinley, cuyo mandato se acababa de iniciar. Los ojos de Samantha se posaron en un anuncio que había un poco más abajo. «Evite las operaciones —decía el titulillo—. No abandone el cuidado de su cuerpo y no quiera verse obligada a recurrir al hospital; fortalezca su sistema femenino y cure los trastornos que son señales de peligro. Una dosis diaria del Compuesto Milagroso de Sara Fenwick cura y preserva el delicado mecanismo femenino. Lea aquí abajo algunas cartas de mujeres que sufrían y recurrieron a la señora Fenwick en demanda de ayuda».
—¿Puede hacer algo por mí, doctora?
—Señora Sargent, tiene usted unos fibromas de gran tamaño. Son la causa de sus hemorragias. —Samantha se secó las manos con una toalla limpia y después se volvió, abrochándose los puños de la blusa—. ¿Cuándo empezó?
La señora Sargent era una mujer menuda y estaba muy agitada.
—Hace unos cinco años, tras el nacimiento de Timothy. Al principio no fue muy serio, simplemente unas manchas. Pero hace unos tres años el período me empezó a durar dos semanas.
—¿Hizo usted algo al respecto?
—Hubiera perdido mi trabajo en la panadería si hubiera pedido permiso para ir al médico, y por eso le escribí a Sara Fenwick. En sus anuncios dice que puede obrar maravillas.
Samantha contempló con aire pensativo el anuncio. Sara Fenwick miraba con expresión benévola desde un retrato ovalado y su bello rostro de abuela esbozaba una sublime sonrisa.
—¿Y qué le recomendó ella?
—Me envió un frasco de compuesto. En cuanto empecé a tomarlo, me sentí mejor.
Samantha asintió; era el efecto del alto contenido de alcohol.
—Pero las hemorragias siguieron. Le volví a escribir y ella me dijo que aumentara la dosis diaria de la medicina. Pero no dio resultado. —La señora Sargent inclinó la cabeza—. Bebía diariamente el compuesto hasta que, por fin, ya no pude más. Las hemorragias aumentaron y ahora estoy muy débil.
Samantha acercó una silla y se sentó a su lado.
—Señora Sargent —dijo afectuosamente—, los fibromas no son cancerosos, pero hay que eliminarlos.
—¿Se refiere usted a una operación? —preguntó la mujercita palideciendo.
—Sí.
—¿Qué clase de operación?
—Habrá que extirpar la matriz.
La señora Sargent lanzó un grito de horror y después rompió a llorar.
Samantha le dio unas palmadas en la rodilla.
—Si hubiera usted acudido a un médico al principio, se hubiera podido hacer algo, pero ahora la situación ya no tiene remedio.
—¡No podemos permitirnos el lujo de pagar a un médico! —gimió la mujer contra el pañuelo—. ¡Apenas nos alcanza para dar de comer a los niños!
—Señora Sargent, la Enfermería presta gratuitamente sus servicios a quienes no pueden pagarlos.
—¡Pero extirparme la matriz! ¡Doctora Hargrave, por favor, intente alguna otra cosa!
Samantha se afligió.
—¡No es por mí, es por lo que pensará Harry! ¡Ya no me va a querer!
—Pues claro que sí, señora Sargent.
—¡Aún no he cumplido los cuarenta! Por favor, doctora Hargrave —dijo la señora Sargent en tono suplicante—. ¡No lo haga! ¡Antes prefiero morir!
Samantha apoyó una mano en el hombro de la mujer para consolarla.
—Desearía con toda el alma que hubiera una alternativa.
—¿El compuesto no me ha sido útil en absoluto?
—La medicina de Sara Fenwick es un tónico, señora Sargent, algo para hacerle sentirse mejor. No puede corregir los defectos celulares.
—Pues, mi hermana tenía un tumor en la matriz, y un frasco de Sara Fenwick se lo disolvió. Y, además, yo me encuentro muy bien. Cuando vuelvo a casa de la panadería después de diez horas de trabajo, apenas puedo subir los peldaños. Entonces me bebo el compuesto e inmediatamente estoy en condiciones de ponerme a guisar y limpiar. —Tomó la mano de Samantha—. Por favor, doctora…
Samantha notó que las lágrimas estaban a punto de asomar a sus ojos; no era fácil llevar puesta siempre la máscara profesional.
—Si no lo extirpamos, señora Sargent —dijo suavemente—, tendrá graves complicaciones.
—Pero yo no quiero volverme vieja.
—¿Vieja, señora Sargent?
—La histerectomía provoca la menopausia —dijo la mujer en un susurro.
—Eso es falso, señora Sargent. Eso sólo ocurre cuando se extirpan los ovarios. En su caso, extirparemos únicamente la matriz, que es un simple músculo, y nada más.
—Pero ya no seré una mujer…
—¡Pues claro que lo será! —dijo Samantha con un nudo en la garganta.
—Oh, doctora, tengo mucho miedo…
—Mark, ¿puedo hablar contigo un momento?
Él apartó los ojos del microscopio y la súbita alegría de su rostro hizo que a Samantha le saltara el corazón de gozo en el pecho.
—¡Pues claro, Sam! ¡Ven aquí, quiero que veas algo!
Ella se inclinó sobre el microscopio, acercando un ojo a la lente mientras Mark regulaba el espejo para mejorar la iluminación.
—Eso es una muestra del tejido del pecho que extirpaste ayer. ¿Ves las células normales del ángulo superior derecho?
—Sí.
Mark se encontraba a su lado, casi rozándola.
—Están bien formadas, son típicas y uniformes en cuanto a tamaño, y algunas se están dividiendo.
—Sí —dijo ella suavemente—. Lo veo.
—Ahora fíjate en las células que las rodean. Aberrantes, deformadas. Y observa con qué facilidad se separan. Sam, ¡son las mismas células!
Ella volvió a enderezar la espalda y vio que Mark la estaba mirando con expresión radiante.
—Jamás había visto una muestra tan clara —añadió él—. Este solo portaobjetos casi demuestra mi teoría acerca de los comienzos del cáncer. Y, si estoy en lo cierto, si las células malignas son simplemente renegadas que antes eran normales, ¡tendremos un punto de partida para hallar un tratamiento!
—Es maravilloso, Mark —dijo ella, contemplando el cuaderno en que él describía y dibujaba las muestras—. Pero ¿qué opina la universidad del hecho de que pases tanto tiempo aquí?
Él se volvió de espaldas y empezó a ordenar la mesa de trabajo, nervioso.
—He pedido la excedencia, Sam. Mi labor aquí es demasiado importante. Tanto las investigaciones sobre el cáncer como nuestra campaña contra las drogas. Y…
—¿Y qué?
Él se volvió a mirarla; su sonrisa se había esfumado.
—Estoy preocupado por Lilian.
—¿Qué ocurre?
—No lo sé. No parece feliz. Aunque se distraiga con la sala infantil… —Mark sacudió la cabeza—. No sé. Apenas nos vemos. Y cuando nos vemos, parece como si no tuviéramos nada de que hablar.
—¿Piensas que sospecha… lo nuestro?
—No lo se, Sam —contestó, volviéndose para dirigirse hacia la pila—. No lo creo. Lilian es muy franca. Si sospechara algo, lo diría. Es otra cosa. El deseo de tener un hijo, supongo.
Mark se lavó las manos, se las secó y después se bajó las mangas de la camisa. Dando media vuelta y apoyado en la pila, dijo:
—¿De qué querías hablarme?
Sí, volvamos a terreno seguro.
—De la campaña contra las drogas, Mark. El señor Chandler dice que el volumen de cartas ha disminuido. No conseguimos atraer la atención del público.
—Quizá convendría que el próximo artículo se titulara «La drogadicción en el Klondike».
—Probablemente tienes razón. Pero he pensado una cosa. Creo que nos hemos diversificado demasiado, que hemos abarcado muchas cosas en un intento de suscitar el interés del público acerca de demasiados datos y cifras.
—¿Qué piensas hacer?
Oyeron que se abría la puerta y, al volverse, vieron entrar a la patóloga, la doctora Mary Johns.
—Buenas tardes, doctores —dijo ésta alegremente mientras se quitaba el abrigo.
—Hola, Mary —dijo Mark—. Estaba a punto de marcharme.
—No hay prisa. ¡Primero tengo que tomarme mi taza de té! —La doctora Johns se dirigió a una mesa de trabajo adosada a una pared en la que, entre tarros de muestras, frascos de formaldehído, matraces, tubos de ensayo y quemadores, había un infiernillo con una pequeña tetera—. ¿Cómo está su hija, doctora Hargrave?
—Jenny está muy bien, gracias. Muy gorda, para seis meses. Empiezo a pensar que a lo mejor serán gemelos.
—¡Oh, qué estupendo! —exclamó la doctora Johns, volviéndose para mirarla.
Mientras Mark le mostraba a la patóloga las muestras de la sala de operaciones, para recabar también su opinión acerca del portaobjetos analizado, Samantha se encaminó a la puerta.
—Mark, estaré en la sala general.
—Me gustaría concentrarme en una sola marca —dijo Samantha una vez reunidos los tres en el despacho de Chandler—. Creo que podríamos llamar más eficazmente la atención del público si nos dedicáramos a un solo medicamento que fuera muy popular y famoso.
Horace se reclinó en su asiento, entrelazando las manos sobre el vientre. A su espalda, los vientos de marzo empujaban una fuerte lluvia contra las ventanas.
—¿Ha pensado en alguno en concreto?
—En efecto, muchas de mis pacientes habían recurrido al Compuesto Milagroso de Sara Fenwick antes de acudir a la Enfermería. Yo creo que es un medicamento que se encuentra en casi todos los hogares.
Horace soltó un prolongado silbido.
—Sara Fenwick es el medicamento más importante del país, doctora. Y es la fuerza que se oculta tras las camarillas de Washington. Está usted hablando de un contrincante muy poderoso.
—¿Le asusta atacarlo?
—¡En absoluto! —contestó Horace con una breve carcajada—. Pero le diré una cosa. —Se inclinó hacia adelante y apoyó las manos en la superficie del escritorio—. Si quiere atacar a Sara Fenwick, tendrá que estar muy segura de los datos que aporte. ¿Has llevado a cabo algún análisis? —terminó dirigiéndose a Mark.
—Sólo del contenido de alcohol, que es elevadísimo.
—¿Cree usted que contiene ingredientes perjudiciales, doctora Hargrave?
—Ése no va a ser el punto de partida de mi ofensiva, señor Chandler, porque pienso que el Compuesto Milagroso es básicamente inocuo. A lo que yo me opongo es a la costumbre de sentar diagnósticos y prescribir tratamientos por correspondencia. Todas las pacientes que se demoraron en acudir a mí porque estaban tomando el compuesto, habían escrito a los laboratorios Fenwick. Y ellos les aseguraron que se curarían. A eso es a lo que yo me opongo, señor Chandler.
Horace reflexionó un instante.
—Eso exigirá algo más que unos análisis de laboratorio y los testimonios de algunas desdichadas consumidoras. —Se levantó de su sillón y se acercó a una librería que cubría toda una pared. Empujando un panel hacia un lado, dejó al descubierto un estante con botellas y vasos y se preparó un trago. No les ofreció nada a los médicos porque sabía que éstos iban a rechazarlo. Regresando a su escritorio, pero sentándose en el borde de la mesa en lugar de hacerlo en el sillón, Horace Chandler añadió—: Es una coincidencia que hayan venido precisamente hoy, doctores, porque tenía intención de visitarles esta tarde. —Agitó el vaso de whisky para mezclar su contenido y lo contempló sin beberlo—. Por una vez soy yo quien tiene algo que comunicarles a ustedes. ¿Han oído hablar alguna vez de la «cláusula roja»?
—No.
Chandler les puso al tanto de una pequeña investigación que había llevado a cabo, algo que esperaba contribuyera a conferir interés a los artículos y a llamar la atención del público. Había encargado a un detective que se hiciera con una copia de los contratos que los fabricantes de medicamentos suscribían con los periódicos y revistas en relación con los anuncios. Haciéndose pasar por un agente de publicidad de una revista regional, el agente de Pinkerton había acudido a las oficinas de la J. C. Ayer Company y había concertado un acuerdo de publicidad. En dicho acuerdo figuraba la llamada «cláusula roja».
Horace abrió un cajón y les entregó el documento.
—Pocos la conocen —dijo mientras ellos estudiaban la cláusula, llamada así porque figuraba impresa en tinta roja—. Afirma que el contrato quedará anulado en caso de que se apruebe alguna ley en contra de los medicamentos patentados o de que en la revista se publique material que dañe los intereses de los fabricantes de medicamentos. Es una cláusula universal que figura en todos los contratos de esas fábricas y que consigue amordazar con mucha eficacia a la prensa.
Samantha y Mark se miraron y después fijaron los ojos en Horace.
—He pensado que a la gente le gustaría saber que la Carta de Derechos de los Estados Unidos está siendo violada. Libertad de prensa, pero sólo en tanto no perjudique los beneficios.
—¿Lo vas a publicar? —preguntó Mark, devolviéndole el contrato.
—Punto por punto. —Horace posó el vaso, que no había tocado, y regresó a su sillón—. Lo que yo he pensado hacer, doctores, es utilizar a ese mismo agente de la Pinkerton (se llama Cy Jeffries) para que fisgonee un poco por la fábrica de Sara Fenwick. Es posible que averigüe datos ocultos de interés público. Y me da el corazón —dijo, dirigiéndoles una significativa mirada— que el señor Jeffries va a descubrir algo pero que muy interesante.