Samantha contempló las palabras que acababa de escribir, sin leerlas, y apoyó la cabeza en una mano mientras con la otra sostenía la pluma en suspenso sobre la cuartilla, como si esperara infundirle vida. Iba a ser su segundo artículo para el Woman’s Companion. El primero, publicado hacía un mes con el título «No permita que eso le ocurra a usted», había suscitado tanto interés entre el público, que Horace Chandler quería publicar otro inmediatamente; en éste se iban a incluir los análisis de laboratorio de diez populares medicamentos.
Finalmente, Samantha posó la pluma y se reclinó en el sillón. Al otro lado de la cerrada puerta de su despacho, la Enfermería estaba a punto de sumirse en una noche de semisueño (el hospital jamás dormía del todo) y reinaba en el edificio un ambiente de serena intimidad. Samantha respiró hondo y lanzó lentamente un largo y melancólico suspiro. No sabía qué le ocurría aquella noche; se sentía extrañamente aturdida.
Se levantó del escritorio con gesto cansado y se dirigió hacia la ventana. Apartó los pesados cortinajes de terciopelo y contempló la noche de octubre. La calle ofrecía un aspecto irreal; era un espectáculo fantasmagórico, como sacado de alguna inquietante obra de teatro sobrenatural: estaba casi desierta y los pocos peatones que circulaban luchando para que el fuerte viento no les arrebatara el sombrero, parecían correr de un charco de luz de gas al siguiente, como si les persiguieran o como si temiesen las sombras de octubre. Era la estación de Todos los Santos, la estación de los fuegos fatuos, la estación moribunda…
Samantha contempló su imagen reflejada en el cristal y dijo para sí: Pero, bueno, ¿por qué he pensado eso? La estación moribunda. Porque lo es. Empezamos a morir en cuanto nos conciben, nacemos para morir, pasamos de los pañales a los sudarios, ¿cuál es la finalidad de todo?
Empezó a reflexionar mientras se acercaba la mano al pecho y buscaba la dura piedra bajo la tela de la blusa. Desde el día en que le puso una cadena (¿cuántos años hacía de eso?), la piedra había descansado sobre el corazón de Samantha. Mi talismán de la suerte. Pero ¿lo es? ¿Soy afortunada?
Samantha sabía que no era normalmente una persona soñadora, que no era una auténtica romántica en el sentido en que lo era la doctora Canby (que ponía discos de Caruso y se rodeaba de retratos de Edwin Booth y Napoleón Bonaparte); Samantha era pragmática y realista. ¿Por qué, pues, se hundía a veces en aquellos melancólicos estados de ánimo? Sobre todo últimamente…
Ella sabía por qué.
Apartándose de la ventana, Samantha miró a su alrededor y súbitamente lo vio todo borroso. ¡Dios bendito, estoy a punto de echarme a llorar!
Tenía tantos motivos para ser feliz y para alegrarse (el Estado le había renovado la subvención, los Crocker iban a costear una nueva sala de operaciones y, lo mejor de todo, Jenny estaba embarazada). No había ninguna razón para su tristeza.
Samantha se acercó la mano a la frente, como para reprimir las lágrimas. No tengo ningún derecho. Prescindí de él hace tiempo, ya no es mío…
Lanzó otro suspiro qué fue más bien como un sollozo ahogado. ¿Cuánto tiempo podría seguir soportándolo? Samantha sabía que era una mujer fuerte en todas las demás cosas, pero en aquello… Le quería, le necesitaba. Me moriré si no puedo estar en sus brazos una vez más.
Pensó que podría hacerlo, que podría tratar a Mark como a un viejo amigo, trabajar a su lado, mantener una actitud profesional, pero cada vez le resultaba más difícil. Cada día que pasaba, cada vez que él entraba en su despacho, cada visita a Horace Chandler, cada cena en casa de los Gant, con Mark a un lado y Lilian al otro…
Samantha experimentó una repentina sensación de claustrofobia. Las paredes parecían querer aplastarla. Se dirigió hacia la puerta y la abrió. El pasillo en penumbra estaba desierto y en silencio, como la calle otoñal; no le hubiera sorprendido ver hojas rojizas y anaranjadas en el suelo…
Tengo que regresar a casa. ¿Por qué sigo aquí?
Una forma grotesca emergió de las profundas sombras del fondo del pasillo y se acercó lentamente a ella. Era una enorme mole cuadrada que avanzaba sobre silenciosas ruedas, que se movía aparentemente por voluntad propia, tintineando y crujiendo. Cuando estuvo más cerca, Samantha vio las manos a ambos lados, la cabeza moviéndose arriba y abajo y, finalmente, la rítmica subida y bajada de la espalda del portero.
—Buenas noches, doctora —musitó éste, empujando el carro de la comida.
Samantha abrió la boca, pero no pudo hablar. Vio que el portero y el carro de la comida doblaban una esquina y desaparecían, y después miró hacia el otro lado.
La escalera.
El dolor le estaba resultando insoportable. Otra noche que pasaría tendida en su cama, pensando en Mark, tratando de evocar la sensación de su cuerpo, el sabor de su boca, su olor…
Oh, Willella, ¿eso es lo que sientes tú todos los días de tu vida? No tenía ni idea.
Samantha se sintió súbitamente invadida por una profunda tristeza al pensar en la pobre Willella y su serena desesperación, en sí misma y en todos los que ansiaban amar y no podían.
Apenas se dio cuenta de que estaba andando; sus pies eran dueños de sí mismos y la estaban llevando hacia la escalera, independientemente de su voluntad. Se detuvo junto al bolo de la escalera de caracol, al borde del abismo, y pensó: No está aquí. Hace horas que se ha marchado.
Empezó a bajar con paso vacilante como si tanteara la solidez de los peldaños, como si no estuviera segura de que pudieran soportar el peso de la increíble carga que llevaba. Abajo, abajo, de oscuridad en oscuridad, entrando y saliendo de los charcos de luz eléctrica, como una sonámbula a la merced de sus pies, descendiendo inexorablemente mientras sus pensamientos decían: Aquí no hay nadie.
Al llegar al pie de la escalera, se quedó inmóvil. El cavernoso pasillo del sótano estaba iluminado por una sola bombilla que permitía ver varias puertas cerradas y distintos armarios. Frío, silencioso. Y, por debajo de la última puerta, la puerta del distante final, la puerta del laboratorio, aquella puerta, una rendija de luz…
Se acercó en un instante. Claro, la doctora Mary Johns, la patóloga, estaría trabajando hasta tarde.
Samantha llamó con los nudillos.
—Pase —dijo Mark desde dentro.
Abrió la puerta y se quedó de pie, enmarcada en el claroscuro espectral. Le contempló mientras apartaba los ojos del microscopio y pensó: No hace ni un año. ¿Cuánto tiempo tendré que soportarlo? ¿Cuántos octubres más?
Su hermoso rostro se hallaba envuelto en sombras. Samantha no pudo ver si sonreía o estaba frunciendo el ceño; parecía hacer ambas cosas.
—Sam —dijo él suavemente—. Trabajas hasta muy tarde.
—Sí. El artículo. —Samantha casi no podía respirar—. Tú también trabajas hasta muy tarde.
—Estoy coloreando muestras…
El cuerpo de Samantha pareció moverse una vez más como por voluntad propia. Su mano cerró la puerta a su espalda, sus pies la llevaron hasta la mesa de trabajo y su voz, como si fuera la de otra mujer, dijo:
—Prefiero trabajar en el artículo en el hospital porque, en caso de que me necesiten, estoy aquí y no tienen que enviar a nadie a buscarme a casa…
Los ojos de Mark, que ahora no eran de suave color castaño, sino negros y penetrantes, se clavaron en ella y la atravesaron.
—Últimamente has estado trabajando hasta muy tarde.
—Tú también.
La mirada de Mark se posó en su pecho. Una pequeña arruga se formó entre sus cejas.
—¿Qué es esto?
Extendió la mano para tomar la piedra; Samantha notó que sus dedos le rozaban el busto.
—Me la dio Letitia. ¿La… recuerdas?
—La recuerdo.
—¿Y a Janelle?
—Sí.
—Y a Landon Fremont —las palabras brotaron apresuradamente—, y al doctor Prince y al doctor Weston y a la señora Knight… ¡Oh, Mark! Jamás hemos hablado del pasado. ¡Lo hemos sepultado! ¡Yo quiero que vuelva a vivir!
Ocurrió con tanta rapidez, que se sobresaltó. Sus brazos la rodearon, atrayéndola hacia sí, y su boca cubrió la suya y, de repente, se encontraron de nuevo en aquella pequeña habitación del St. Brigid’s y Mark acababa de entrar, diciéndole: «¡Qué demonios, Samantha, te quiero!», y las risas y la música de banjo les llegaban a través de los delgados tabiques.
Ella se aferró a él, casi sin aliento; la estaba devorando como si se muriera de hambre. Cuando su mano se deslizó hacia el interior de la blusa y se apoyó en su pecho, catorce años desaparecieron en un instante: el Excalibur, la muerte de su madre, el largo y solitario viaje a través del país, el nacimiento y la muerte de la pequeña Clair, Jenny, Hilary, la Enfermería…, nada de todo aquello existía, jamás había ocurrido. Todo había sido un sueño y, por fin, Samantha estaba empezando a despertar.
—Oh, Dios mío —murmuró Mark sobre su cabello—, no creía que pudiera soportarlo. Verte cada día. Simular que era simplemente un viejo amigo.
La asió por los hombros y la mantuvo a cierta distancia, explorándola con los ojos, mirándola finalmente como había querido mirarla durante todos aquellos meses, larga, amorosamente, bebiendo su exquisito encanto, sus ojos gris perla y el negro cabello derramado ahora sobre sus hombros: la imagen que él se había llevado consigo a la cama todas las noches durante catorce años. Después apartó suavemente de sus hombros la blusa y las tiras de la camisola. Inclinó la cabeza y le besó el pecho. Samantha lanzó un jadeo.
Más tarde, Mark levantó la cabeza, hundió los dedos en su cabello y dijo con voz ronca:
—«Hace muchos, muchos años, en un reino a la orilla del mar, vivía una doncella cuyo nombre era Annabel Lee. Y esa doncella sólo vivía para amar y ser amada por mí».
—Quiero volver a ti, Mark —murmuró Samantha—. Llévame al pasado. Devuélvenos aquellos tiempos de antes del Excalibur. —Se quitó la cadena por la cabeza y arrojó el dije de turquesa sobre la mesa de trabajo—. Olvidemos por una vez dónde estamos y quiénes somos ahora. —Ardientes lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. Sus temblorosas manos empezaron a desabrochar la camisa de Mark—. Háblame del presidente Garfield. Quéjate de la terquedad de tu padre. Háblame de tus hermanos, de los despilfarros de Stephen y de los sermones de tu madre. Y yo te hablaré de las discusiones del hospital acerca de la teoría de los gérmenes y de la obstinación del doctor Prince, que no me deja entrar en la sala de operaciones…
El suelo del laboratorio fue para Mark y Samantha como un lecho de plumas. Él extendió su chaqueta y empezó con mucha suavidad, pero muy pronto abandonaron todo comedimiento y se entregaron a la satisfacción de sus pasiones y, por una noche, borraron todas las frustraciones del pasado.
Más tarde, hacia el amanecer, cuando empezaron a llegarles los rumores del despertar de la Enfermería, hablarían de ello y se enfrentarían a la realidad. Convendrían en que no eran libres, en que no podían volver a ceder, porque ahora había otras personas en quienes pensar, especialmente Lilian, y en que tenían que vivir en el presente. Samantha le habló de una niña llamada Clair y ambos trataron de aceptar, por muy doloroso que fuera, que el pasado ya no existía y que aquellos tiempos habían terminado. Pero, de momento, aquella noche les pertenecía. Y, si mañana y todas las restantes mañanas tuvieran que pertenecer a otras personas, aquella noche les pertenecía a ellos e intentarían, con todo su corazón y toda su alma, vivir toda una vida de amor en unas breves horas.