Lilian Rawlins se estaba retrasando y eso no era propio de ella.
Iba a ser la quinta vez que la visitara Samantha y se disponían a probar otra cosa. Al cabo de cinco meses de intentos, Lilian aún no había logrado quedar embarazada, Samantha quería probar un método acerca del cual había leído recientemente en una publicación médica.
Se levantó de detrás del escritorio y se acercó a la ventana. Era un hermoso día de abril: tibio y soleado y con aquellos vientos racheados tan típicos de San Francisco. Las aceras estaban abarrotadas de viandantes que caminaban apresuradamente, sujetándose los sombreros, y un automóvil hacía sonar la bocina, para pedir paso por entre los coches de caballos.
Samantha lanzó un suspiro. Se sentía agradecida por muchas cosas. Jenny y Adam eran felices y se las estaban arreglando muy bien (andaban buscando una casita); Hilary había dado a luz hacía un mes y se encontraba con Darius en Los Ángeles…, pasando unas vacaciones sin los niños; la Enfermería seguía prosperando; y Mark Rawlins se encontraba en esos momentos en el laboratorio del sótano, inclinado sobre el microscopio.
Había días en que Samantha no le veía, pero el hecho de saber que estaba allí, bajo el mismo techo, era suficiente. Los martes y los sábados eran los días que tenía asignados a cortar, aplicar tintura colorante, examinar y hacer anotaciones. Mark sustentaba la teoría de que las células cancerosas no eran células distintas, sino células normales que se desarrollaban de manera errónea. No era una teoría muy popular, pero él se aferraba a ella, dispuesto a encontraría causa y, por consiguiente, el posible tratamiento de aquella enfermedad asesina.
Samantha miró el reloj y frunció el ceño. Lilian Rawlins llevaba ya media hora de retraso.
Se dirigió a la puerta y se asomó al pasillo. La enfermera Constance pasó apresuradamente.
—Enfermera, ¿ha visto usted a la señora Rawlins?
—Sí, doctora. Se encuentra en la sala de urgencias.
—¿Se ha hecho daño? —preguntó asombrada Samantha, arqueando las cejas.
—¡Oh, no, doctora! Está ayudando.
El asombro de Samantha se trocó en perplejidad. Lilian Rawlins tenía una profunda aversión a los hospitales; le costaba Dios y ayuda acudir al de Samantha para someterse a tratamiento…
Samantha se dirigió a la sala de urgencias cruzando pasillos atestados de gente, y por dos veces la detuvieron para decirle que el enfisema de la señora Jenkins se había agravado y que Rosie Tubbs no había sobrevivido a la operación de venas varicosas. La sala de urgencias estaba llena a rebosar. La doctora Canby y las enfermeras estaban haciendo de todo, desde tratar gargantas hasta reducir fracturas óseas.
Samantha encontró a Lilian Rawlins en un rincón, sentada al lado de una camilla y hablando con un chiquillo. Al acercarse, Samantha vio que el niño llevaba el brazo derecho recién vendado.
—Hola, señora Rawlins.
—Hola, doctora —contestó Lilian, levantando la mirada—. Le estaba contando un cuento a Jimmy.
Samantha miró sonriendo al niño y vio que tenía el rostro congestionado de tanto llorar y que las pupilas estaban inmóviles debido a una inyección de morfina. Iba, además, extremadamente sucio y parecía estar desnutrido.
—Jimmy ha tenido un accidente, ¿verdad? —dijo Lilian, dando unas palmadas a la sucia manita que emergía del vendaje—. Pero se va a poner bien. ¿No es cierto, Jimmy?
Él asintió y sonrió tímidamente.
—Siento llegar tarde a la cita, doctora —dijo Lilian, levantándose—, pero le han traído en el momento en que yo he llegado. Gritaba y lloraba tanto y estaba tan triste, el pobrecillo. Le he distraído un poco con un cuento.
La doctora Canby se acercó con el rostro arrebolado y más gorda que nunca.
—De no haber sido por la señora Rawlins, nos hubiera costado mucho trabajo suturarle el brazo. Tiene usted mucho arte con los niños, señora Rawlins.
Aparecieron dos camilleros y cargaron la camilla.
—Oh —dijo Lilian—, ¿a dónde se lo llevan?
—A la sala infantil —contestó Samantha—. Puede acompañarle si quiere.
—La sala infantil… —dijo Lilian, palideciendo.
—Estará allí varios días —dijo la doctora Canby—. Podrá visitarle siempre que lo desee.
—Adiós, señora —dijo una vocecita y, al volverse, todos pudieron ver a Jimmy agitando el brazo sano.
—Le voy a dilatar el cuello del útero, señora Rawlins —dijo Samantha—. Es la abertura de la matriz. Recientes estudios han demostrado que un cuello estrecho puede ser causa de infertilidad. Con una abertura más ancha, el esperma tiene mejores posibilidades de penetrar. Lo haré muy despacio y no creo que le duela. Si nota alguna molestia, dígamelo, por favor.
—No temo el dolor, doctora —dijo Lilian. Y después añadió—: Doctora, ¿dónde está la sala infantil?
Al principio visitaba sólo a Jimmy, después empezó a interesarse por la chiquilla que padecía otitis, y por último Lilian Rawlins adquirió la costumbre de visitar diariamente el hospital, para ver a los niños. Nunca se presentaba con las manos vacías: llevaba bonitos cromos pintados, muñecas de trapo, soldaditos de madera, animales sobre ruedas, con cordeles para tirar de ellos. Les regalaba bastoncillos de regaliz y caramelos de menta, azúcar candi y chocolate. A los que podían andar los reunía a su alrededor y les contaba cuentos; a los que guardaban cama los visitaba individualmente. Lilian lloraba mucho al principio viendo las enfermedades y heridas, cuando moría algún niño, cuando alguno se quedaba huérfano, y sobre todo cuando Jimmy contrajo gangrena y murió. Pero después adquirió fuerza interior y aprendió a disimular su pena. Peinaba a una chiquilla trágicamente quemada durante el incendio de una casa de vecindad y le decía que parecía una princesa. A un niño que había sido operado por séptima vez para corregirle un pie deforme le decía que un día sería oficial de caballería.
Hablaba con ellos, les escuchaba, disipaba sus temores, les hacía reír y muy pronto la empezaron a llamar mamá Rawlins. Una vez en que una chiquilla le arrojó los brazos al cuello y pidió irse a casa con ella, Lilian se libró suavemente de su abrazo y le dijo que eso no era posible.
—¿Por qué? —preguntó Samantha al visitar una tarde el laboratorio.
Mark, sin chaqueta y con las mangas de la camisa arremangadas, estaba preparando un portaobjetos.
—Lilian y yo hablamos una vez de la posibilidad de adoptar un niño, pero ella se mostró tan contraria que lo dejé correr.
—Pero si le gustan mucho los niños, Mark. Y sería una madre maravillosa. Ahora los chiquillos esperan ansiosamente a mamá Rawlins todas las mañanas. ¡Ella ha contribuido mucho a la recuperación de los pequeños!
Mark estudió el portaobjetos que acababa de colorear.
—Es cierto, la sala infantil se ha convertido de pronto en toda su vida, Samantha. Cuando llegamos a San Francisco, Lilian se sentía terriblemente sola. Echaba mucho de menos a su familia de San Luis y no mostraba interés por hacer amistad con las mujeres de nuestro barrio…, todas tienen hijos y eso es muy doloroso para ella. Y después, cuando empezó a seguir tus tratamientos, estuvo tan segura de que darían resultado, que empezó a convertir un dormitorio del piso de arriba en cuarto infantil. Ahora dedica todo su tiempo a amueblar ese cuarto y a confeccionar cosas para los niños de la Enfermería. Lilian está obsesionada con la maternidad. Hasta el punto de…
Mark se detuvo. Iba a decir: Hasta el punto de olvidar que tiene un marido. Pero no podía decirle eso a Samantha. Y tampoco podía decirle que Lilian hacía el amor de forma mecánica e impersonal. Para ella, el acto sexual se había convertido en un medio de conseguir un hijo y Mark intuía a menudo que el concepto de «amor» no entraba para nada en la relación.
Samantha imaginaba un poco lo que estaba ocurriendo. Durante las sesiones de tratamiento, Lilian hablaba incesantemente de los hijos de sus hermanas de San Luis, once en total. Llevaba sus fotografías en el bolso y las enseñaba constantemente.
—Pues razón de más para que adoptéis un niño, Mark.
Él sacudió la cabeza.
—Quiere un hijo de su propio cuerpo. Quizás antes de tener al niño, quizás antes de saber lo que significa tener un hijo propio, hubiera considerado esa posibilidad. Pero el hecho de haberlo tenido y que después se le muriera… Bueno, supongo que Lilian quiere sustituir al que perdió.
Samantha se sentó en el alto taburete que había junto a la mesa de trabajo. Sí, sustituir al que murió. ¡Cómo lo comprendía ella! La pequeña Clair, reposando en una colina cubierta de hierba…
Mark se acercó a la pila y se lavó las manos. Mientras se las secaba, dijo:
—Me alegro de que hayas venido, Sam. Quiero discutir una cosa contigo.
—¿De qué se trata?
Él se bajó las mangas, se abrochó los puños y se dirigió al escritorio de tapa corredera.
—Esto.
Tomó algo y se lo mostró. Era uno de los folletos antimedicamentos que ella había mandado imprimir.
—¿Sí?
—¿Son exactos estos datos?
—Proceden de los archivos de la Enfermería.
Mark colocó el folleto en la palma de su mano, como si lo estuviera sopesando.
—Compilar todos estos datos representa mucho trabajo. Y lo que dices de los medicamentos… del Elixir de Ellison. ¿Un cuarenta por ciento de alcohol?
—Yo misma hice el análisis.
La miró largo rato con expresión meditabunda, y después dijo:
—La recogí esta mañana, al entrar, en el mostrador de recepción. Mezclado con folletos de biberones y de higiene doméstica. Estaba enterrado, Sam.
—Lo sé. Las enfermeras procuran tener los folletos ordenados, pero…
—Y desaprovechados —añadió él—. En el mostrador no se aprovechan. Hay que dar a conocer al público esta clase de información.
—¡Lo he intentado, Mark! He enviado mis folletos a todas las publicaciones que creí susceptibles de interesarse, pero no dio ningún resultado.
—No me sorprende. El Elixir de Ellison es uno de los más destacados anunciantes. Las revistas no se pueden permitir el lujo de perderlo.
—Mark, aunque no lo divulgue a nivel nacional, procuro, por lo menos, educar a mis pacientes.
—¿Y eso es suficiente?
—No —contestó ella en tono dubitativo.
—Muy bien. —Mark se acercó al perchero y se guardó el folleto en el bolsillo de la chaqueta—. ¿Qué planes tienes hoy?
—Tengo que pasar visita a las salas después del almuerzo, y quedarme en la sala de urgencias hasta la hora de cenar.
—¿No podría sustituirte alguien?
—Supongo que sí. ¿Por qué?
—Porque quiero que conozcas a alguien —contestó él, esbozando una enigmática sonrisa.
La redacción del Woman’s Companion ocupaba el último piso del edificio Wing Fah Imports de Battery Street y, al cruzar la puerta, donde una placa decía Oficinas de Redacción, Samantha se quedó un poco perpleja. El Woman’s Companion había estado muriendo lentamente a lo largo de los últimos años hasta que, doce meses atrás, había dejado de publicarse por completo. Y, sin embargo, aquí estaba, aparentemente vivito y coleando: tecleo de máquinas de escribir, ir y venir de los empleados y tres hileras de escritorios. Se la acercó un joven muy pulcro.
—¿En qué puedo servirles?
—Quisiéramos ver al señor Horace Chandler. Dígale que está aquí Mark Rawlins.
Minutos más tarde cruzaron una puerta con una placa que rezaba Despacho privado. Al otro lado del despacho, sobre un fondo de ventanas abiertas y rayos de sol, había un hombre detrás de un enorme escritorio.
—¡Mark! —exclamó, levantándose de un salto.
—Hola, Horace. —Se estrecharon la mano—. Permíteme que te presente a la doctora Hargrave de la Enfermería de San Francisco.
—Encantado de conocerla, doctora Hargrave. Es un auténtico placer para mí. Es usted muy famosa en esta ciudad, ¿sabe? —Horace Chandler era un hombre muy corpulento, de enorme cintura, y, al levantarse, a Samantha se le antojó un oso gris de pie sobre las patas traseras—. Siéntese, por favor. ¡Mark, qué agradable sorpresa! ¿Cómo está Lilian?
—Muy bien, Horace. ¿Y Gertrude?
—Mejor que nunca, querido amigo. Bueno, ¿es una visita de negocios, o de placer?
—De negocios, Horace. Queremos que nos ayudes en un asunto.
Durante el trayecto en coche desde el hospital, Mark le había hablado a Samantha de su amigo Horace Chandler. Conocía al editor de San Luis, de cuando el señor Chandler trabajaba en una publicación llamada Gentleman’s Weekly. Horace Chandler, le explicó, se ganaba la vida comprando revistas moribundas y resucitándolas. Se había trasladado a San Francisco hacía un año para tratar de infundir nueva vida al Woman’s Companion.
Samantha trató de recordar cuándo había leído por última vez un ejemplar del Woman’s Companion. Hacía varios años, y le pareció una revista superficial, llena de modas, recetas de comida, insípidos relatos románticos y poemas sin valor. La había inducido a pensar en tres ancianas manejando una prensa en la cocina. Desde entonces no la había vuelto a leer.
—¿Qué clase de revista es ahora? —le preguntó a Mark.
—Sigue siendo una publicación femenina —le explicó él—. Pero se dirige a una mujer inteligente. Siguen hablando de recetas y modas, pero tienden a lo exótico y lo atrevido. Publican noticias y opiniones y no temen provocar sanas controversias. En uno de los últimos números publicaron un artículo sobre el crecimiento demográfico y provocó una fuerte reacción porque se atrevía a apuntar las virtudes de la contracepción.
Luego, sentado en el despacho del señor Chandler, Mark le habló a su amigo de las investigaciones realizadas por Samantha sobre los medicamentos patentados y de sus infructuosos esfuerzos por publicar los resultados.
—Y nadie quiso saber nada, ¿no es cierto, doctora Hargrave? —dijo el señor Chandler—. No hay publicaciones en este país que se atrevan a correr el riesgo, publicando lo que usted sugiere, de perder los cuantiosos ingresos que reportan los anuncios de medicamentos. Por eso la gente nunca sabrá la verdad. Pero ocurre que yo me impuse unas normas al adquirir el Woman’s Companion. Nosotros publicamos la verdad sin que nos importe ofender a terceros, y observará usted que no hay anuncios de medicamentos en mi revista.
Tomó un ejemplar que había sobre su escritorio y se lo entregó.
Ella lo hojeó con interés.
—Supongo, Mark —dijo Horace reclinándose en su asiento y entrelazando los dedos sobre su voluminoso abdomen—, que deseas que publique esa investigación de la doctora Hargrave, ¿no es cierto?
Mark introdujo la mano en el bolsillo, y sacando el folleto, lo depositó encima del escritorio.
—Léelo, Horace. Y dime qué piensas.
Mientras el hombre lo examinaba, deteniéndose en varios puntos, Mark miró a Samantha y le guiñó un ojo. Ella notó que el corazón le empezaba a latir con fuerza.
—Señor Chandler —dijo—, quiero que el público comprenda los peligros que encierran los medicamentos patentados. Las etiquetas afirman que esas medicinas son seguras, cuando lo cierto es que no lo son. Las mujeres embarazadas están tomando unos «tónicos» que son perjudiciales para sus hijos, y ellas no lo saben. Los enfermos de cáncer están bebiendo agua coloreada, en lugar de solicitar la ayuda de un médico. El público tiene derecho a saber lo que compra, señor Chandler, y lo que introduce en su organismo. Y puesto que los fabricantes de esos remedios no se lo dicen, tenemos que hacerlo nosotros.
—¿Está usted bien segura de estos datos? —preguntó Horace Chandler dejando el folleto y clavando sus inquisitivos ojos en Samantha.
—Sí.
—¿Podría proporcionarnos algo más? Aquí no hay mucho. Tres fabricantes. Si pudiéramos añadir otros, el artículo tendría más enjundia.
—No he tenido tiempo —contestó Samantha—, pero me propongo analizar el Compuesto Milagroso de Sara Fenwick.
—El medicamento más conocido del país —dijo el hombre, arqueando las cejas.
—Yo me encargaré de ello, Sam —dijo Mark—. Lo único que necesito es un frasco y una lámpara de Bunsen.
—El folleto es muy bueno, doctora Hargrave —dijo Horace Chandler, frotándose la barbilla—, pero parece un artículo médico. ¿Le importaría que me tomara algunas licencias de estilo?
—En absoluto —contestó Samantha, dominada por una creciente emoción.
—Doctora Hargrave, yo me encargaré de que mis lectoras se enteren de lo que les va a ocurrir a la próxima pastilla que tomen. La indignación pública será el arma de los médicos. Mire, doctora Hargrave, por desgracia, las leyes sólo se modifican cuando se organizan escándalos.
—Y, además, eso aumenta las ventas de las revistas —añadió Mark con una sonrisa.
—Lo siento —dijo Horace, levantándose—, pero ahora tengo una cita. Mark, mis mejores saludos a Lilian. Doctora Hargrave, ha sido un placer. ¿Le parece que volvamos a vernos la semana que viene?
Mientras abandonaban el fresco edificio y salían a la calurosa tarde de agosto, Samantha notó que su ánimo se dilataba y se elevaba hasta el cielo. Mark se encasquetó su sombrero flexible, contempló el brillante día y después miró a Samantha.
—¡Doctora Hargrave —dijo—, creo que usted y yo vamos a cambiar el mundo!