6

Samantha examinó los folletos con satisfacción. Había revisado los archivos de la Enfermería y elaborado una estadística sobre las pacientes que eran adictas a los específicos o que habían sufrido algún daño a causa de ellos, y después redactó un texto contra los medicamentos patentados, advirtiendo a las mujeres de sus peligros ocultos y citando incluso algunas marcas, que después mandó imprimir para su posterior distribución en la Enfermería. Apartó diez folletos para enviarlos a otros tantos periódicos y revistas, tras lo cual se quitó las gafas y se frotó el puente de la nariz.

El examen a que había sometido aquella tarde a Lilian Rawlins indicaba que ésta podía quedar embarazada. Las infecciones de la pelvis, como la fiebre puerperal que ella había padecido seis años antes, producían a menudo lesiones en las trompas, impidiendo el paso del óvulo. Samantha había inyectado cuidadosamente una solución salina en la matriz de la señora Rawlins, calculando cuándo estaría llena la matriz y cuándo, en caso de que las trompas estuvieran bloqueadas, el agua volvería a bajar. Pero no bajó. Samantha inyectó toda una jeringuilla y Lilian se quejó de calambres en la pelvis, lo cual significaba que la solución salina había penetrado en las trompas y, por consiguiente, que éstas estaban abiertas.

Después tuvo que hacer algunas preguntas (muy dolorosas para ella).

—¿Con cuánta frecuencia mantienen relaciones sexuales usted y su marido?

—Una vez a la semana.

—¿Se levanta usted en seguida o permanece acostada en la cama?

—Suelo permanecer acostada.

—¿Se hace alguna irrigación después?

—Mark me dijo que no lo hiciera.

Y después Lilian preguntó si Samantha podía hacer algo.

—Es posible que la posición que usted adopta durante el acto sexual sea la causa del problema —contestó Samantha—. Puesto que hace falta una penetración muy profunda, le recomiendo que permanezca tendida boca arriba, con una almohada bajo las caderas. No utilice lubricante, porque se considera que la gelatina de petróleo debilita el esperma. Se están haciendo algunas investigaciones a este respecto, señora Rawlins, y se cree que, cuanto más tarda un hombre en entregarse al acto sexual, tanto menos esperma produce. Le aconsejo que usted y su marido hagan el amor más de una vez por semana.

Samantha se levantó entonces de detrás de su escritorio y se acercó a la puerta vidriera que daba al jardín. Era una noche de principios de diciembre en la que se aspiraba la fragancia de las hojas muertas y de la tierra húmeda. Samantha se apoyó en el marco de la puerta y cerró los ojos.

Mark, querido Mark…

Tras superar el sobresalto que le había producido la reaparición de Mark después de tantos años, Samantha descubrió que él seguía estando a su lado, como si nada hubiera cambiado. El marido de Lilian Rawlins era otro Mark. Y, en cierto modo, era una suerte que no recordara a Samantha, pues así todo podría ser igual que antes y ella podría seguir amándole y reviviendo aquellos días pasados.

Abrió los ojos y respiró hondo. Samantha esperaba sinceramente que dentro de unos meses Lilian Rawlins regresara para comunicarle la buena noticia.

Oyó un ruido a su espalda y se volvió.

—He venido para despedirme, doctora Hargrave.

Adam Wolff se encontraba en la puerta, con la misma maleta que llevaba hacía ocho años. En la sombra, parecía un joven alto y erguido, apuesto y bien vestido, hablando con voz serena y pausada como si no fuera sordo. Pero después se adelantó hacia la luz, su rostro quedó iluminado y el corazón de Samantha se conmovió.

Samantha se acercó y le habló despacio, pronunciando cada palabra con mucho cuidado:

—Desearía que no te marcharas, Adam.

—Tengo que hacerlo, doctora. Ya es tiempo.

—Jenny está muy triste.

—Lo superará.

—Adam. —Samantha se adelantó y apoyó una mano en su brazo—. Yo no creo que de veras quieras marcharte.

—No, no quiero —contestó él, tras vacilar un poco—. Pero ustedes ya no me necesitan y la escuela sí.

—Pero nosotros somos tu familia, Adam.

Sí, pensó él tristemente. Y, cuando Jenny se case, yo asistiré a la boda como si fuera su hermano y la veré alejarse del brazo de otro.

Samantha tiró a regañadientes del cordón de la campanilla y, cuando se presentó la señorita Peoples, le pidió que sacaran el coche. Después regresó a su escritorio, abrió un cajón y sacó un sobre.

—Quiero darte eso, Adam. Por favor, no lo rechaces. Si no lo quieres usar tú, entrégalo a la escuela.

Él se guardó el sobre en el bolsillo de la chaqueta y después se agitó con inquietud, como si volviera a vivir la noche de su primer encuentro con la doctora Hargrave.

No volvieron a hablar, pese a que ambos tenían muchas cosas que decirse, y cuando el cochero llamó a la puerta principal, Adam se encaminó hacia allá con paso rígido, al tiempo que contemplaba la escalera.

—Voy a avisar a Jenny —dijo Samantha.

—No.

—Ella no lo entiende, Adam. Cree que te vas porque quieres. Dile la verdad, Adam.

Pero él no dijo más. Rodeándola torpemente con el brazo Adam hundió su rostro en el cuello de Samantha, reprimiendo un sollozo, y después cruzó la puerta y bajó corriendo los peldaños.

Samantha permaneció en la acera en medio de la húmeda atmósfera, contemplando cómo el vehículo se alejaba en la noche.

A la mañana siguiente supo que Jenny había desaparecido.

—¡Yo tengo la culpa! —gritó Samantha, paseando arriba y abajo delante de la chimenea—. ¡No supe llevar bien las cosas! Sabía que ella estaba muy triste, pero pensé que, si la dejaba en paz, se tranquilizaría. Lo que ocurre es que Jenny no es como nosotros. Nadie se había alejado nunca de su lado. ¡Y menos alguien a quien ella estima, y marchándose de esta manera!

Los demás ocupantes de la estancia guardaron un comprensivo silencio. Darius estaba apoyado en la repisa de la chimenea, estudiando su copa de brandy; Hilary estaba sentada en un sillón, con los pies en un escabel, mirando las llamas; Stanton Weatherby permanecía de pie junto al mirador, contemplando la lluvia de diciembre que caía como polvo de oro bajo el resplandor de las farolas de la calle.

Era tarde y aún no se había recibido ninguna noticia de la policía.

—No le habrá ocurrido nada, Sam —dijo Hilary serenamente.

Samantha se detuvo, con el rostro apenado.

—¿Cómo es posible? Nunca ha salido sola de la casa, ni una sola vez en su vida, ni siquiera para ir a la esquina. No puede oír, Hilary. No puede oír el rumor de un tranvía. La pueden atropellar. Y no puede hablar. ¿Cuántas personas crees que entienden el lenguaje de los signos?

—Vaya —dijo Stanton—. Se acaba de detener un coche.

Todo el mundo corrió a la puerta.

Cuando vio que Adam bajaba a la acera y después se volvía para ayudar a Jenny, Samantha salió corriendo a la calle.

—Oh, gracias a Dios —gritó—. ¿Dónde habéis estado? ¿Qué ha ocurrido?

Adam y Jenny permanecieron de pie bajo la llovizna, asidos de la mano.

—Ella me ha devuelto aquí, doctora Hargrave —contestó él con una sonrisa—. Jenny vino sola a la escuela y me ha traído de vuelta. Queremos casarnos.

—¡Ha sido la boda más bonita que he visto en mi vida! —afirmó Dahlia Mason—. Y qué detalle tan maravilloso que el ministro haya oficiado la ceremonia con las manos. Fue conmovedor.

—Gracias —dijo Samantha, recordando la reacción inicial de Dahlia ante el anuncio de la boda: «No dejarás que se casen, ¿verdad? ¡Piensa en cómo podrían salir los hijos! ¡Y eso de tener que celebrar la ceremonia con el lenguaje de las manos…! ¿Y si no fuera legal?».

Pero asistió todo el mundo, incluso el señor Wilkinson y algunos amigos de la escuela de Adam, y el día de enero les inundó a todos de sol y calor mientras la feliz pareja permanecía de pie junto al rosal del jardín.

Samantha no negaba tener ciertas preocupaciones al respecto. Adam estaba dispuesto a ganarse la vida y a mantener a Jenny en una casa propia (ya había empezado a dar clase a dos alumnos sordomudos en la Russian Hill) y no había razón para temer por la salud de los hijos, caso de que los hubiera, porque la sordera de Adam se debía a una lesión y la de Jenny, con toda probabilidad, a la escarlatina. Samantha estaba preocupada por otras cosas: por cómo podrían sobrevivir en un mundo que los consideraría unos bichos raros.

Se encontraba en compañía de Dahlia y LeGrand Mason, los Gant y Stanton Weatherby, en el lujoso vestíbulo del Teatro de la Ópera, aguardando a que se iniciara la representación del Cyrano de Bergerac, interpretada por Sarah Bernhardt. Los seis levantaron las copas de champán en un brindis por la novia y el novio, que no estaban presentes. Samantha se sentía muy feliz por muchas causas aquella noche: Jenny y Adam eran felices juntos, las cosas iban bien en la Enfermería y las pacientes estaban leyendo los folletos y habían prometido distribuirlos entre sus amigas.

—¿Cómo te encuentras, Hilary querida? —preguntó Darius.

Ella le apretó el brazo. Hilary, embarazada de seis meses, había escandalizado a sus amigos exhibiéndose en público con un vestido de noche estilo Imperio, especialmente diseñado para ella por el señor Magnin.

—Me encuentro muy bien, Darius. ¡No te inquietes!

Hilary tomó un sorbo de champán; por último había conseguido vencer su adicción al Farmer.

Darius empezó a discutir con Weatherby acerca de la dinamita de Alfred Nobel y de la posibilidad de que aquel invento acabara con todas las guerras, tal como esperaba el científico sueco. Hilary se inclinó hacia Samantha y le dijo en voz baja:

—¿Quién es aquel hombre que te está mirando? Date la vuelta con disimulo, hacia la derecha. ¡Se encuentra de pie junto a la mesa del champán y no te quita los ojos de encima!

Antes incluso de moverse, Samantha lo supo.

Se volvió y se quedó paralizada mientras su mirada se cruzaba con la del hombre a través del vestíbulo abarrotado de gente.

Sabía que iba a ocurrir; en una ciudad de setenta kilómetros cuadrados, era inevitable que sus caminos se encontraran.

—Es Mark —contestó serenamente.

—Se está acercando a nosotras —dijo Hilary, asiendo suavemente su brazo.

Mark se detuvo a escasa distancia y se la quedó mirando.

—¿Samantha?

—Sí. Hola, Mark.

—¿De veras eres tú? —dijo él, frunciendo el ceño—. ¿Samantha Hargrave?

—Entonces, te acuerdas.

—¿Que si me acuerdo? Pues claro que me acuerdo. No hubiera podido olvidarte. Pero no lo entiendo. ¿Qué estás haciendo en San Francisco?

—Creía que tu esposa te lo había dicho.

—¿Lilian? ¿Eres la doctora que la visitó?

—Ella me dijo que te lo había contado…, que te había hablado de mí. Me explicó que padecías de amnesia y no te acordabas de mí.

—¡Pero ella me habló de una tal doctora Canby! —exclamó Mark.

¡La doctora Canby!, pensó Samantha. El día en que Lilian acudió a la Enfermería, la doctora Canby estaba en la sala de operaciones. Dios bendito, ¿acaso Constance no le dijo a la señora Rawlins que iba a visitarla otra doctora?

—Ha habido un error —dijo Samantha—. Creo que a tu esposa le dijeron que la visitaría otra doctora, y fui yo quien la visitó. No me presenté. Y, cuando ella regresó al día siguiente, pues… el error no se… —Él la estaba mirando. Como la noche de Annabel Lee—. Doctor Rawlins, permítame presentarle a mis amigos. El señor Darius Gant y su esposa…

—Encantado —dijo él cortésmente, sin apartar los ojos de Samantha.

Después Darius les acompañó a sus asientos mientras la campanilla avisaba que estaba a punto de levantarse el telón. Stanton Weatherby examinó detenidamente el rostro del desconocido. No había alcanzado la impresionante edad de sesenta años sin aprender algo por el camino. Olfateó el aire y movió las articulaciones. He ahí la razón clara y sencilla de por qué ningún hombre de San Francisco había podido conquistar el corazón de Samantha Hargrave…

—No te imaginas la sorpresa que he tenido —añadió Mark en voz baja—. Cuando miré y te vi, me pareció que estaba soñando. No has cambiado en absoluto…

—Tú tampoco —murmuró Samantha. La muchedumbre que llenaba el vestíbulo pareció esfumarse y también el propio vestíbulo, y el pavimento bajo de sus pies y las arañas de cristal del techo, hasta que en el universo sólo quedaron aquellos ojos castaños de intensa mirada con los que Samantha había soñado noche tras noche durante trece años—. Creí que habías muerto.

—No pude encontrarte… nadie sabía…

—Hola, doctora —dijo Lilian Rawlins, situándose al lado de su marido.

De repente, todo volvió a su sitio: el ruido, las luces, la gente.

—Buenas noches, señora Rawlins.

—Lilian, resulta que conozco a esta dama. Es la doctora Hargrave, no la doctora Canby.

Samantha le explicó la confusión y Lilian dijo:

—¡Qué estupendo! Debe haber sido una maravillosa sorpresa para los dos, al cabo de tantos años. Deben tener muchas cosas de que hablar. Doctora Hargrave, ¿querrían usted y sus amigos cenar con nosotros después de la función?

A Samantha le pareció la hora más embarazosa de su vida. Poco a poco fueron llenando el hueco de los años que faltaban, Samantha con sus aventuras en San Francisco (aunque sin hacer ninguna referencia a la pequeña Clair), Mark con el extraordinario relato de su salvación y recuperación. Fue una conversación más superficial y cortés de lo que Samantha hubiera deseado, pero, al decirle Mark que desearía ver su hospital, el corazón le dio un vuelco en el pecho. Ella le invitó a acudir un día de la siguiente semana y Lilian se excusó, confesando su aversión por los hospitales. Mark y Samantha se limitaron a mirarse.

Para cuando llegó el día, la hora y el minuto, Samantha ya estaba a punto de desmayarse a causa de los nervios y la emoción. Aparte del episodio inicial de la mirada en el vestíbulo, se habían comportado muy bien, como viejos amigos cuyos únicos intereses en común fueran los microbios y los estetoscopios. Pero ambos lo sabían, no había posibilidad de engaño. Ella notó una intensa corriente y comprendió que a Mark no le pasaría por alto la expresión anhelante de sus ojos. Su mutuo amor seguía vivo; los trece años quedaron borrados en un abrir y cerrar de ojos: estaban de nuevo en mil ochocientos ochenta y dos.

La enfermera Constance, observando las arreboladas mejillas de la doctora Hargrave, se preguntó si estaría a punto de ponerse enferma. Le llamó también la atención su vestido… Samantha lucía un precioso traje de tarde, de seda color espliego, con adornos de encaje carmesí, muy impropio de la doctora Hargrave, que en el hospital siempre vestía de oscuro. Finalmente, la enfermera Constance se asombró del servicio especial de té con pastas, porque a la doctora Hargrave no le gustaban los derroches. Aquel cirujano del Este debía ser una persona muy especial.

Samantha se hizo un reproche mientras paseaba por la estancia. Qué absurdo, tengo casi treinta y seis años, no soy una chiquilla de dieciséis. Pero cuando se abrió la puerta y entró Mark, se sobresaltó.

—Doctor Rawlins —dijo, volviéndose.

—Hola, Samantha.

Se miraron largo rato, y después, percatándose de la presencia de Constance, Samantha dijo:

—Siéntese, por favor, doctor Rawlins. He mandado que nos sirvieran el té.

Él se acomodó y miró a su alrededor.

—Esto es extraordinario, Samantha —dijo con admiración.

—Todas estamos muy orgullosas de la Enfermería —contestó Samantha, sentándose detrás del escritorio. Tuvo que hacer un esfuerzo para evitar que le temblaran las manos mientras llenaba las dos tazas—. ¿Se van a establecer ustedes en San Francisco?

—Hemos encontrado una casa en la Marina —contestó él, mirándola fijamente.

El breve y embarazoso silencio fue interrumpido por el carraspeo de la enfermera Constance antes de abandonar el despacho y cerrar la puerta.

Samantha se acercó la taza a los labios, pero la mantuvo en suspenso.

—No puedo tragar —dijo por fin.

—Ni yo.

La taza se posó tintineando en el platito.

—Mark, todo esto es un sueño.

—¡Oh, Samantha! Es como si estuviéramos de nuevo en el baile de la Señora Astor. Como si no hubieran transcurrido todos estos años, como si nada hubiera ocurrido. Tengo la sensación de haber regresado a casa. Samantha, no he dejado de pensar en ti ni un solo día, preguntándome qué habría sido de ti, deseándote.

—Igual que yo —murmuró ella en voz baja—. A veces era insoportable…

—¿Te acuerdas? —dijo él con la misma intensidad en la voz que en otros tiempos—. «Yo era un niño y ella era una niña / En ese reino a la orilla del Mar / Pero nos amábamos con un amor que era más que amor…».

—Sí —contestó ella, cerrando los ojos—, Annabel Lee.

—Te quiero, Samantha —murmuró él—. Me muero por ti.

—¡Oh, Mark! Ya nunca podrá ser. Tuvimos nuestra época y ya ha pasado. Por favor. Es muy doloroso.

—Te busqué por todas partes, Samantha —dijo con emoción—. Cuando por fin llegué a Nueva York, estaba deseando verte. ¡Nadie sabía a dónde te habías ido! Te habías esfumado. Janelle me habló de la última visita que te hizo, cuando tú ya tenías preparado el equipaje. Desapareciste, sin más. Escribí a Landon Fremont en Europa, pero no recibí respuesta. Empecé a buscarte. Pensé que habrías regresado a Inglaterra; seguí una pista falsa de Londres a París, me dijeron que una joven doctora había adquirido un pasaje…, fue un callejón sin salida. Desde allí me fui a Viena, a ver a Fremont y me enteré de que había muerto. Te busqué durante cuatro años, Samantha. ¿Por qué? ¿Por qué desapareciste?

Lo tenía en los labios, deseaba hablarle de Clair, de su hija. Pero no era el momento; tal vez nunca habría un momento adecuado para hablar de ello.

—Creí que habías muerto —contestó ella.

Él asintió, sin poder decir más.

—El pasado ha quedado atrás, Mark —dijo Samantha, lanzando un profundo suspiro—. Hoy es el ahora. Me gustaría mostrarte mi hospital, si me lo permites.

Él la miró con tristeza y anhelo y dijo:

—Y a mí me encantará verlo.

Mientras mantenía la puerta abierta para que pasara Samantha, Mark tuvo que reprimir el impulso de extender el brazo y atraerla contra sí; y más tarde, cuando subieron a la sala de operaciones y Mark la tomó del codo, Samantha tuvo que luchar con todas sus fuerzas para no volverse y arrojarse en sus brazos. Fue difícil al principio, casi insoportable, pero, mientras recorrían las salas y hacían comentarios acerca de las pacientes, mientras Mark formulaba preguntas y Samantha daba explicaciones, el dolor empezó a suavizarse; eran efectivamente viejos amigos que compartían un mutuo interés por la medicina.

Mark se mostró impresionado, pero no sorprendido.

—Y esto, ¿cómo se llama? —preguntó, deteniéndose ante un gran armario metálico sobre ruedas.

—Es uno de nuestros carros de la comida. Me gustaría poder decir que lo he inventado yo, pero no es así. Le copié la idea al Hospital General de Buffalo. Mira… —abrió la puerta del armario—, las bandejas se colocan en estos estantes y, en la parte de abajo, hay un pequeño horno para mantener caliente la comida. Las ruedas son de goma y hacen muy poco ruido.

—Estás muy bien equipada.

—Es una lucha constante. De no ser por la labor de nuestro diligente Comité Femenino y por los fondos que recauda, no sé qué hubiéramos hecho.

Mark recorrió la pequeña sala infantil, ocupada por niños cuyas madres habían muerto o se encontraban demasiado enfermas para poder cuidarlos. Una nodriza estaba sentada en una mecedora, amamantando a un recién nacido.

—La mano de Samantha Hargrave se nota en todas partes —murmuró él.

Los pasillos y los huecos de las escaleras estaban muy poco iluminados porque aún no habían podido permitirse el lujo de instalar alumbrado eléctrico. Mark miró a Samantha con una expresión que ella había imaginado cientos de veces en sus fantasías, y entonces el antiguo dolor hizo de nuevo su aparición. Si me tocas, pensó ella. Si me besas…

—¿Vas a ejercer la medicina, Mark —consiguió preguntar—, o te dedicarás a la universidad?

Empezaron a pasear de nuevo.

—Cuando la Universidad de California me pidió que viniera a enseñar a su Facultad de Medicina, lo consideré una oportunidad de centrar mi atención en algo que me interesa desde hace algún tiempo.

Se apartaron para permitir el paso de una camilla con una paciente gimoteando.

—La práctica de la medicina me mantenía muy ocupado en San Luis, no disponía de tiempo para nada más. En cambio, la docencia me dará más libertad.

—¿Qué quieres hacer?

Él se detuvo y la miró.

—Quiero dedicarme a la investigación.

—¡La investigación! ¿En qué campo?

—Cáncer. Tú lo sabías, ¿verdad? Y mi madre te prohibió que me lo dijeras.

—Espero que no sufriera al final —dijo ella, mirándole dulcemente.

—Había muerto cuando yo regresé de aquella aldea de pescadores —contestó él con tristeza.

De repente, el pasillo resultó caluroso y asfixiante. Samantha se dirigió a la ventana que había al final.

—La investigación sobre el cáncer es una idea maravillosa, Mark. Se conoce y se hace tan poco…

Se asomó a la ventana, esperando a que él se acercara. La parte trasera de la Enfermería daba a lo que había sido un fumadero de opio. Contrariamente a las advertencias de todo el mundo en el sentido de que el barrio de mala nota en que se ubicaba el hospital alejaría de él a las mujeres, la inauguración de la Enfermería había ejercido un efecto inesperado: cambió el barrio. Poco a poco las casas de juego fueron cerrando y las sustituyeron industrias respetables. El fumadero de opio de la parte de atrás era ahora una panadería.

Mark se situó a su lado y contempló el plomizo cielo de febrero.

—Siento lo de tu madre, Mark. Hubiera querido decírtelo, pero…

La mano de Mark buscó la suya, los dedos de ambos se rozaron y se entrelazaron con fuerza.

—¿Dónde llevarás a cabo las investigaciones? —preguntó ella en un susurro.

—Estoy buscando un laboratorio que pueda compartir con alguien. Por desgracia, hay muy poco espacio porque se está trabajando mucho con las antitoxinas y las vacunas.

Samantha le miró. Mark había cambiado muy poco en catorce años: llevaba todavía el cabello un poco largo y el gris de las sienes, lejos de añadirle años, le confería dignidad; se mantenía erguido, sus hombros eran anchos y el corte de su chaqueta verde oscuro revelaba el bien cuidado y atlético cuerpo que había debajo.

—Mark —dijo ella—, el Estado nos va a conceder una subvención para montar un laboratorio de patología. Vamos a empezar a examinar todas las muestras quirúrgicas, en lugar de tirarlas. Reformaremos parte del sótano y lo dotaremos de los habituales aparatos de laboratorio, un microscopio y una incubadora. Espero instalar incluso una centrifugadora. Nuestro patólogo sólo trabajará allí algunas horas. Si tú quieres, Mark, serías bien recibido…

La voz de Samantha se perdió mientras él la miraba fijamente.

Al cabo de un buen rato, Mark dijo:

—Sólo si tú me permites aportar la centrifugadora.