5

Samantha miró su reloj de pulsera. Quería almorzar antes de visitar las salas, pero había tantos papeles en su escritorio, que le dolía dejarlos: un pedido de hemóstatos, unos instrumentos quirúrgicos que, según se decía, habían constituido una revolución en las operaciones abdominales; y también un pedido de guantes de goma. El doctor Halsted, un médico del Johns Hopkins, preocupado por las manos de su enfermera, muy estropeadas a causa del ácido fénico, le facilitó unos guantes para que se los pusiera durante las operaciones y descubrió que se producía una repentina disminución de las infecciones quirúrgicas. Samantha quería probarlos, iba a enviar su talla de guantes a la Goodyear Rubber Company. Después había una petición al consejo directivo para la compra de uno de los nuevos aparatos de rayos Roentgen que permitían examinar los huesos bajo la carne sin necesidad de operación.

Figuraba asimismo un encargo de antitoxina diftérica, un nuevo medicamento milagroso que iba a salvar millares de vidas infantiles. Había llegado con once años de retraso para la pequeña Clair, enterrada en la ladera de una colina de San Francisco.

Y había correspondencia pendiente. Una carta era de un escocés llamado John Muir, que pedía apoyo para su Sierra Club recién constituido; otras procedían de pacientes agradecidas, algunas contenían donativos; en otra pedían un niño chino que adoptar. Y finalmente estaban las cartas de los periódicos y revistas a los que Samantha había escrito. Stanton Weatherby tenía razón: la prensa no quería tener nada que ver con su deseo de una mejor vigilancia de los medicamentos.

Sacudió la cabeza al ver tantos papeles. Y el escritorio de su casa estaba análogamente atestado de ellos.

Samantha se entristeció. Sobre aquel escritorio se encontraba la carta que había recibido la víspera del señor Wilkinson, el director de la escuela de Berkeley. Adam Wolff había solicitado regresar.

Ése era, de toda evidencia, el motivo del reciente estado de Jenny. Tres semanas antes, Samantha se fue al trabajo dejándola felizmente entretenida en la lectura de poemas y, al regresar a casa aquella noche, la encontró triste, retraída y con los ojos enrojecidos. Adam no se reunió con ellas a la hora de cenar y ambos jóvenes empezaron a mostrarse muy deprimidos a partir de aquel día. A pesar de su insistencia, no logró que ninguno de los dos le confesara lo ocurrido; pero al recibir la carta, Samantha lo comprendió todo de repente.

Estaba decidida, aquella noche se sentaría a hablar muy en serio con ambos.

Llamaron a la puerta y apareció la enfermera Constance.

—¿Doctora Hargrave? Siento molestarla, pero tenemos un pequeño problema. Hoy le corresponde a la doctora Canby visitar a las nuevas pacientes, pero la doctora se encuentra todavía en el quirófano y tengo a una señora esperando en la sala de examen.

—Iré yo, Constance.

Cuando entró Samantha, la paciente se levantó y le tendió una mano enguantada, como si la recibiera en su casa para tomar el té.

—¿Cómo está, doctora?

—Muy bien. Siéntese, por favor.

Samantha había adquirido la habilidad de estudiar a una paciente sin que ésta lo advirtiese. Aquella mujer era, sin duda alguna, una dama… todos sus movimientos, toda su dicción, todos los cabellos de su perfecto peinado hablaban de refinamiento y de buena crianza. Rondaba los cuarenta años, era guapa y esbelta y se la veía muy dueña de sí, y, a juzgar por su aspecto, debía gozar de excelente salud. Samantha se preguntó cuál podía ser su problema.

—Soy nueva en San Francisco, doctora, porque acabamos de llegar de San Luis. Me visitaron unos especialistas de allí y no me dieron ninguna esperanza, pero su Enfermería tiene mucha fama y quiero que me vea usted.

—¿Qué le ocurre?

—Quiero tener un hijo. Tuve uno hace seis años, pero, inmediatamente después del parto, enfermé de fiebre puerperal. Estuve a punto de morir y mi hijo murió. Desde entonces, no he podido concebir. ¡Mi marido y yo estamos deseando descendencia!

—Lo comprendo. Aún no puedo decirle si podré hacer algo por usted. He de examinarla. ¿Sabe su marido que ha venido a verme?

—Oh, sí. Es más, yo me había dado por vencida después de haberme visitado tantos médicos, pero él insistió en que probara la Enfermería. Tiene mucha confianza en la profesión médica. —La mujer esbozó una sonrisa—. Claro que él es médico también. Pertenece al claustro de profesores de la Facultad de Medicina de la Universidad.

—¿De San Luis? No sé si le conoceré.

—Nosotros procedemos de Nueva York. Mi marido se llama Mark Rawlins.

—¿Qué ha dicho usted? —preguntó Samantha, mirándola fijamente.

—El nombre de mi marido… es el doctor Rawlins.

—Eso no es posible. Mark Rawlins murió.

—¿Cómo dice? ¿Le conocía usted? Ah… ¡lo del naufragio! Eso fue hace mucho tiempo, antes de que yo le conociera. Mark fue rescatado por un barco de pesca junto con otros once pasajeros.

Samantha estaba extrañamente aturdida. Se miró las manos, visiblemente angustiada.

—Durante todos esos años le creí muerto.

—¿Le conoció usted, entonces?

—Sí. Sí, hace mucho tiempo.

—Lo ignoraba… Cuando hablamos de mi visita de hoy, Mark no la mencionó a usted. ¿Le conocía bien?

Samantha levantó la cabeza; sus ojos parecían frágiles y quebradizos como el cristal.

—Conocía a su familia —contestó.

—Yo no conocí a los padres de Mark. Murieron antes de que yo fuera a Nueva York.

—Un barco de pesca…

—Él y otros once pasajeros fueron los únicos supervivientes del naufragio del Excalibur. Llevaban dos semanas en un bote salvavidas cuando los recogieron. Estaban agotados, enfermos y mentalmente trastornados. Mark pasó varios meses en estado de amnesia; en la aldea de pescadores, nadie sabía quién era ni con quién establecer contacto. Pero después fue recuperando las fuerzas y, poco a poco, también buena parte de la memoria. Su regreso a Nueva York fue bastante sonado. Me sorprende que la noticia no se publicara en los periódicos de San Francisco.

—Es posible que sí…, pero yo acababa de llegar aquí y estaba muy ocupada. En cualquier caso, me alegro de que esté bien. ¿Ha dicho usted buena parte de su memoria?

—Aún le quedan algunas lagunas.

—Claro. Tiene que haber sido una prueba terrible.

—Los demás dijeron que daba sus raciones de agua y de comida a las mujeres y los niños. ¿Le conocía usted bien, doctora?

—Nuestra relación era de carácter profesional. Tuve ocasión de ayudarle en una intervención quirúrgica.

—Se lo diré sin falta. ¿Y mi problema, doctora?

Samantha consultó su reloj de pulsera.

—Lo siento, pero ahora tengo otra cita y el examen llevará un poco de tiempo. ¿Puede usted volver mañana?

—Sí, desde luego.

Ambas mujeres se levantaron.

—Espero que mañana podré decirle algo sobre sus posibilidades. ¿Le parece a las dos en punto?

—Muchas gracias, doctora. Buenos días.

—¡Me has dado un susto de muerte! ¡Poniéndote a gritar así en la puerta!

Samantha acalló la estridente voz de Hilary. Una vez la señora Rawlins se hubo marchado, Samantha permaneció largo rato sentada en la sala de examen, aturdida y como paralizada; después se levantó de un salto, dijo a la enfermera Constance que tenía que atender un caso urgente y se dirigió a toda prisa a casa de Hilary, en California Street. La señora Mainwaring abrió la puerta al oír las insistentes llamadas y se sorprendió ante el aspecto de la doctora Hargrave. Cuando Hilary bajó por la escalera, Samantha se limitó a decirle:

—Está vivo.

Ahora ya habían pasado dos horas y el sobresalto se había suavizado.

—Mark —musitó Samantha—. Aquí en San Francisco. Ahora ella ya se lo habrá dicho, Hilary. Sabe que estoy aquí. —Miró hacia la puerta del salón como si esperara que alguien llamara—. No debo verle, Hilary.

—¿Porqué?

—Porque es mejor dejar las cosas como están. Ahora él está casado y… —Samantha inclinó la cabeza, tratando de no llorar—. Tengo miedo.

—¿De qué?

—En mis pensamientos, Mark todavía me ama. Por las noches, en la cama, cierro los ojos y volvemos a estar juntos como antes. Sin embargo, si le veo en la realidad, todo eso cambiará. Sobre todo si… yo formo parte de su memoria perdida. Nuestro amor, las semanas que pasamos juntos, las noches… Todo desaparecerá…

Hilary fue a sentarse al lado de Samantha. Sentía, también ella deseos de echarse a llorar. Se hubiera tomado una cucharada del Farmer, pero no lo había en la casa. Al recuperarse de la caída, el primer pensamiento de Hilary fue: «¡Gracias a Dios que no he perdido el niño!». Después le prometió a Samantha dejar aquella medicina. Pero, para su espanto, la cosa no fue tan fácil como imaginaba. Todos los días experimentaba deseos de tomarla y cada día los tenía que reprimir. Pero conseguiría vencer, Hilary lo sabía, porque el incidente la había asustado, los había asustado a todos. Especialmente a Darius, que ahora la mimaba como si fuera una novia.

—Tengo miedo de dos cosas, Hilary —dijo Samantha serenamente—. Tengo miedo de que no me recuerde, de que todo lo que compartimos se haya perdido para siempre, o de que me recuerde y su amor sea todavía muy fuerte. No creo que pudiera soportarlo, Hilary…, que Mark siguiera enamorado de mí y sintiera la misma pasión y el mismo deseo, y supiera que ya nunca podremos volver a tenernos el uno al otro, y ni siquiera tocarnos…

Permanecieron sentadas un rato, cada una perdida en sus propios pensamientos, hasta que Hilary dijo:

—Sabes que tienes que hacer por ella todo lo que puedas, Sam. Es la esposa de Mark, la mujer que él ama. Y quieren un hijo.

Samantha cerró los ojos, apretando fuertemente los párpados. Nosotros tuvimos una hija

—Han pasado trece años, Sam. Ahora sois dos personas distintas.

—Pero él ha estado conmigo. Nunca se apartó de mi lado.

—Ése es otro Mark, Sam, no el que está aquí ahora. Examínala mañana. Enfréntate a ello. Sabes que, si alguien puede ayudarla, eres tú. Es posible que tú seas su única esperanza. Sam…, reconcíliate con el pasado.

Samantha hizo acopio de valor. La mujer estaba allí, esperándola…, la señora Rawlins. Samantha esperaba que no se le notaran las ojeras. Hilary tenía razón…, aquél era otro mundo y ellos eran ahora personas distintas. Mark tenía a su mujer y su profesión de médico. Samantha tenía la Enfermería, a Jenny y a Adam, los progresos a los que aspiraba en el campo de la medicina; apenas quedaba nada de aquella historia de hacía trece años. Ni siquiera la pequeña Clair…

Entró en la sala sonriendo y dijo.

—Hola.

—Hola, doctora —contestó la señora Rawlins.

—Le explicaré todos los pasos que voy a dar. En primer lugar, debo pedirle que se siente en esa mesa de reconocimiento. Si lleva ropa interior, quítesela, por favor.

Samantha se volvió de espaldas, para preparar el instrumental, y oyó que la refinada voz de la señora Rawlins le decía:

—Anoche le hablé de usted a mi marido, doctora, le conté que usted le conoce de Nueva York. Dice que no la recuerda.