Aunque los demás se acostumbraran a ella, Adam jamás se acostumbraría a su fealdad. Cada vez que se miraba al espejo, sentía repulsión. Por eso no había ningún espejo en su cuarto y por eso nunca iba bien peinado. Sin embargo, a veces el choque era inevitable: había espejos en toda la casa, lunas en los armarios, un estanque junto al mirador… Y todos le devolvían su imagen como una burla. Y cada vez, experimentando una punzada de dolor, Adam Wolff, de veintinueve años, pensaba indefectiblemente: pero ella no lo ve.
No, Jenny no veía la fealdad de Adam. De la misma manera que en otros tiempos, penetrando a través de la hermosa fachada de Warren Dunwich había visto su despiadado corazón, Jenny no veía ahora las cicatrices del rostro de Adam: a través de ellas resplandecía toda la belleza de su alma.
Adam creyó durante mucho tiempo que la explosión de la Telegraph Hill había hecho algo más que dejarle sordo y desfigurarle, puesto que también le había endurecido el corazón. Cubriéndose el ensangrentado rostro con un trapo y observando cómo sacaban a su padre de bajo los cascotes, demasiado aturdido para percatarse de que no podía oír los gritos de los demás, el pequeño Adam notó que el polvo de la explosión le bajaba por la garganta y se posaba alrededor de su corazón, formando como un muro de piedra y emparedándolo para siempre. Y en los meses sucesivos, viviendo en el arroyo, solo y desdichado, a la merced de cualquiera que quisiera aprovecharse de él, el chico tuvo la impresión de haber muerto con su padre.
Pero entonces le encontraron los franciscanos de la Misión, le colocaron en un orfelinato para niños pobres y después consiguieron que ingresara en la Escuela de Sordos. Más adelante el director de la escuela le dijo que, si hubiera recibido en seguida una adecuada atención médica, no hubiera quedado tan desfigurado. Pero ahora ya era demasiado tarde, le dijo tristemente el hombre; Adam Wolff estaría condenado a vivir toda la vida en un mundo de silencio, provocando repugnancia en quienquiera que le mirara.
De ahí que, al finalizar sus estudios, Adam decidiera quedarse como profesor dado que, dentro de los muros protectores de la escuela de Berkeley, se sentía a cubierto de las miradas de la gente normal; una vez se acostumbraban a él los alumnos le aceptaban tal como era.
Adam no sabía con certeza cuándo había aparecido la sensación de aislamiento. La soledad la conocía desde el día en que huyó del lugar de la explosión y se ocultó en las callejas de North Beach; pero el aislamiento, la conciencia de ser auténticamente distinto incluso de sus compañeros los sordomudos, databa de su adolescencia…, de la dolorosa época en que Adam miraba con ansia a las bonitas muchachas de la escuela, sabiendo que ellas no le devolverían la mirada. Fue entonces cuando se consolidó la muralla de piedra que le rodeaba el corazón: si los demás no le querían, él tampoco les necesitaba a ellos. Ni a nadie. Y cuando la adolescencia se transformó en edad adulta, Adam Wolff se convirtió en un joven retraído, reservado e inaccesible.
Pero, como profesor, era insuperable. En su encierro, apartado de los amigos y de la vida social, Adam se había dedicado a desarrollar su mente. Leía, estudiaba e investigaba. Observaba, aprendía y buscaba mejores métodos para enseñar. Bajo su guía, los alumnos destacaban en el aprendizaje del alfabeto de los dedos. Su agudeza y entrega convertían en excelentes alumnos a los menos dotados. Empezaron a encomendarle los casos más difíciles y pronto se inició en las clases privadas. Cuando Wilkinson, el director, recibió una carta de Samantha Hargrave, una mujer con quien se había encontrado varias veces y a la cual admiraba, en solicitud de ayuda para su hija, que era un caso difícil, comprendió que la persona más adecuada para aquella tarea era Adam Wolff.
Al principio, Adam se resistió, temiendo salir nuevamente al mundo, pero, tras pensarlo un poco, le pareció que era uno más de los muchos retos que había tenido que afrontar y decidió probar. O, mejor dicho, ver si era capaz de alcanzar el éxito en aquel empeño.
La gente le miró en la diligencia, en el transbordador, en el tranvía y también por la calle mientras se dirigía a Kearny Street. Cuando llegó a la puerta de Samantha Hargrave en la Nochebuena, descubriendo, para su horror, que lo hacía con dos semanas de anticipación, debido a un error de lectura, Adam Wolff ya había decidido que, a la primera mirada de asombro o compasión por parte de quienquiera que le abriese la puerta, regresaría inmediatamente a la escuela.
Pero la encantadora dama, que atendió su llamada se limitó a sonreír, le hizo pasar, le tomó la maleta y el abrigo empapados de agua y la acompañó junto el crepitante fuego de la chimenea.
E inmediatamente después ocurrió algo increíble.
Había una niña de once años que, de pie ante las danzantes llamas, le miró fijamente con sus grandes y húmedos ojos. El momento pareció prolongarse una eternidad, Adam mojado y torpe frente al fuego de la chimenea y la niña mirándole sin parpadear. Después la chiquilla empezó a acercarse lentamente, como hipnotizada, se detuvo y se le quedó mirando. Levantó un brazo, acarició con los dedos sus mejillas cacarañadas y sonrió.
Adam notó un movimiento a su espalda. Se volvió y vio a la mujer cubriéndose la boca con las manos y mirándole con una mezcla de asombro y alegría; y, cuando apartó las manos, advirtió que sus labios decían: «¡Jenny! ¡Estás sonriendo!».
Miró de nuevo a la niña y, en aquel momento, se produjo un milagro.
Adam notó que se disolvía todo su cinismo y su amargura; contemplar a la niña fue como un fenómeno místico. Súbitamente, recordó toda la bondad que seguía habiendo en el mundo. Vio a Pablo de Tarso en el camino de Damasco: las escenas se le cayeron de los ojos, la muralla que rodeaba su corazón se derrumbó y, por primera vez en once años, se conmovió.
Y después todo fue como un sueño fantástico: la cálida y afectuosa atmósfera de la casa; la doctora Hargrave, tan compasiva; Jenny mirando a Adam como si fuera un dios bajado del Olimpo. Supo, por la doctora Hargrave, que la pequeña era un diminuto y misterioso enigma, y entonces se entregó a la tarea de liberarla de su prisión. Al principio, no fue fácil: el alfabeto digital no era para ella más que un juego. Pero finalmente la inteligencia de la niña y su deseo de comunicarse con el exterior, descifraron el código. Y Jenny comprendió.
Pasaron los días, las semanas y las estaciones, pero Adam apenas se dio cuenta. El deseo de aprender de Jenny le inducía a elevarse a nuevas alturas. El arte, la poesía, la naturaleza…, no había nada que no la asombrara o deleitara. Y todo le parecía un regalo de Adam. Adam Wolff le dio el mundo a Jennifer y ella correspondió con su aprecio. No hubiera podido esperar nada mejor.
Hasta ese momento.
Bajando por el jardín hacia el mirador, donde Jenny estaba sentada leyendo un libro de Elizabeth Browning, Adam Wolff se entristeció. Ella tenía ahora diecinueve años. Era independiente, lista, educada, capaz de desenvolverse sola. Ya no le necesitaba. Su utilidad estaba tocando a su fin.
Adam se detuvo junto al rosal, para observarla detenidamente sin que ella le viera.
La belleza de Jennifer siempre le había atraído, y a lo largo de los años le había asombrado comprobar que aquella niña, a quien consideraba su hermana, florecía y se transformaba en algo exquisito. Últimamente, sin embargo, Adam había advertido que unos nuevos y extraños anhelos invadían su alma, unos sentimientos que no había experimentado desde su época juvenil en la escuela. Empezó a ver en ella no una hermana, sino una mujer. Y su afecto se empezó a trocar en deseo. Percatándose de lo que ocurría, Adam se entristeció. No tenía derecho a enamorarse…, y menos aún de alguien como Jenny.
Ella percibió su presencia, levantó súbitamente los ojos y, sonriente, dejó el libro y se levantó. Adam estaba lleno de amor y también de tristeza. ¡No era justo! La amaba de una forma que ella no comprendería. Adam sabía que siempre había sido y seguiría siendo un hermano para Jenny, y nada más. Quiso alejarse, pero no pudo. Ella estaba tan esbelta y etérea con su vestido de gasa agitado por la brisa, su mata de cabello negro derramándose por sus hombros, sus ojos, sus labios…
Salió de detrás del rosal y se le acercó.
—Hola —le dijo por medio de signos—. ¿Te gustan esos poemas?
Los dedos de Jenny hablaron con fluidez.
—Sí. Gracias. Es un regalo precioso. ¿Quieres sentarte conmigo?
Él vaciló. Llevaba en el bolsillo una carta dirigida al director Wilkinson, en solicitud de permiso para regresar a la escuela; estaba deseando echarla al correo.
Se sentó a su lado y la miró. La brisa de la bahía le despeinaba el cabello sobre los hombros y Adam experimentó el irresistible deseo de acariciar los bucles. Trató de concentrarse en los rápidos movimientos de los dedos de Jenny.
Jenny había aprendido el alfabeto manual con la misma facilidad con que otros aprenden a hablar. Y Adam se alegraba mucho. En la escuela se enseñaba también la lectura de los labios, pero Adam no era aficionado al «lenguaje visible» de Alexander Graham Bell, porque atraía la atención de la gente hacia su rostro.
—Hoy no te he visto sonreír —dijo ella, lanzando un suspiro y moviendo el dedo como si estuviera regañando a un niño travieso.
Él esbozó una leve sonrisa. Antes no le molestaba que Jenny le mirara, pero últimamente hubiera preferido que no lo hiciera; pensaba que ojalá pudiera cubrirse la cabeza con un saco. Adam era profundamente consciente de su rostro y pensaba que unos ojos tan hermosos como los de Jenny no debían contemplar la fealdad.
Jennifer le rozó suavemente el brazo.
—Hoy no te sientes feliz, Adam. ¿Por qué?
Él reflexionó. Se lo tendría que decir.
—Voy a regresar a Berkeley, Jenny.
El rostro de Jenny se iluminó.
—¿Puedo ir yo también?
—No, no es para una visita. Es para siempre.
La sonrisa de Jenny desapareció y sus ojos adquirieron una expresión muy seria.
—¿Por qué?
—Ya es tiempo de que me vaya. Llevo aquí casi ocho años. Te he enseñado todo lo que sé. Mi objetivo se ha cumplido. No hay razón para que me quede.
Ella le miró un instante y después, apartando el rostro, se lo cubrió con las manos.
Sólo le dolerá un poquito, pensó Adam. Después me convertiré en un recuerdo…
Adam apretó las manos en puño, frustrado ante su limitada capacidad de comunicación.
Ella se volvió para mirarle mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
—No te vayas —le dijo por signos.
—La escuela me necesita.
—Yo te necesito.
Adam cerró los ojos, imaginando el futuro. En cuanto él se marchara, Jenny no tardaría en verse rodeada de cortejadores. Adam había observado cómo la miraban los hombres; siempre con una mezcla de anhelo y asombro. No había razón para que Jenny no pudiera casarse y llevar una vida normal. La utilidad de Adam como traductor había terminado hacía tiempo; cuando la doctora Hargrave y el señor y la señora Gant, e incluso la señorita Peoples, aprendieron a dominar el alfabeto de los dedos. Cualquier pretendiente lo podría aprender.
—Adam, Adam —repitió ella una y otra vez.
Él le asió las muñecas.
—¡Ya no me necesitas! —gritó—. Soy un obstáculo para ti. Teniéndome a tu lado como acompañante perpetuo, los pretendientes no se te acercarán. ¡Te entrego tu libertad, Jenny!
Los ojos de Jenny observaron sus labios con atención, sin comprender del todo lo que estaba diciendo.
—No te vayas —pidió frenéticamente, tras haberse soltado de su tenaza—. No te vayas, no te vayas.
Adam contempló el mirador con los ojos empañados por las lágrimas que estaban a punto de saltársele. Temiendo derrumbarse delante de ella, se levantó apresuradamente, se tambaleó indeciso y después se volvió y echó a correr camino arriba.
Jennifer extendió las manos, tratando de gritar con ellas, sollozando en silencio mientras movía rápidamente los dedos, formando unas letras: T-E Q-U-I-E-R-O.
Pero Adam no pudo oír su súplica. Entró apresuradamente en la casa, cruzó el pasillo ante una sorprendida señorita Peoples y salió a la calle, dirigiéndose a la Avenida Fillmore, en una de cuyas esquinas había un buzón.